fbpx Skip to content
Abril-color-15
«Berlín me dio miedo, un miedo extraño, y a la vez me encantó»

TEXTO Y FOTOS: VIOLETA LEIVA

Diciembre de 2020

Es un domingo de otoño, vamos en un tren camino a Oranienburg. El día es uno más de tantos. La leve claridad del cielo envuelve a los pasajeros del vagón en una tenue calma. Por la ventana, los troncos húmedos y sin hojas se recortan sobre un fondo gris. Las conversaciones repartidas por el vagón proyectan expectación ante la visita. Ya en el andén de la estación, nos recibe un viento helado que se cuela por mangas y perneras. Debe de haber varios grados menos que en Berlín, solo unos pocos kilómetros más al sur. La guía reúne en torno suyo al grupo y comienza su relato en español.

«Me llamo Abril, como el mes de primavera que ahora suena tan lejano, y vengo de Santiago de Chile. Nos dirigimos al antiguo campo de trabajo de Sachsenhausen, el mayor de estas características construido durante el régimen nazi. No sé lo que les habrá empujado a venir hasta aquí, pero sea lo que sea, espero que hallen las respuestas que buscan.»

El trayecto continúa en un bus, que cruza el pueblo y nos deja a las puertas del complejo. Nos refugiamos brevemente de la intemperie en el centro de interpretación, antes de comenzar la visita. Intentando entrar en calor, los visitantes hojean los libros en diferentes idiomas que se ofrecen en la librería. Frente al edificio, un modelo en bronce del campo ilustra su particular planta triangular. Abril nos invita a rodearlo y describe el recorrido.

«Como pueden observar sobre esta maqueta, el complejo es de una extensión gigantesca. Fue diseñado siguiendo el modelo del panóptico, creado por [Jeremy] Bentham como modelo carcelario en la Inglaterra de finales del XVIII. Esta fue una arquitectura pionera en un campo de estas características. El plano original es triangular, lo que permite controlar la totalidad del espacio desde un vértice, en el que se sitúa la torre de vigilancia. Esto implica que el observador tiene el control total del espacio y el observado se encuentra permanentemente expuesto, lo que crea una sensación de vigilancia total.»

Avanzamos hasta la entrada del campo, sobre la que se sitúa la torre A. Pequeñas letras de metal forjado forman el consabido lema: «Arbeit macht frei», «El trabajo hace libre». Al otro lado de la verja, no se divisa más que una enorme explanada, cortada muy a lo lejos por una mancha oscura de pinos. Al penetrar el recinto, el viento que nos ha acompañado desde que nos bajamos en la estación se transforma en un aliento gélido y omnipresente. No hay modo de eludirlo, ni ningún refugio donde ponerse a salvo de este aullido durante las próximas dos horas.

Seguimos a Abril desde la torre A, cruzando el patio de formación, sobre la vía de los probadores de calzado, hasta el interior de una de las dos barracas que quedan en pie. Entramos en el edificio que albergaba las cocinas, donde ahora se exhibe una exposición sobre la historia del campo, para después cruzar la gran explanada hasta a la estación Z.

Como nos cuenta Abril, «las ruinas de lo que fue el edificio de exterminio, la estación Z, se protegió con un pabellón que flota sobre el corazón del espacio. Es interesante cómo se trabajó el espacio para preservar sutilmente la estructura del campo y el hecho de que es un museo descentralizado. El abordaje sobrio en una temática tan dura creo que se agradece, y se agradece mucho cuando uno compara con la realidad de su país. Es una frase manida, pero creo que un pueblo sin memoria está condenado a repetir sus errores. Hay que mantener viva la memoria para que las nuevas generaciones digan, nosotros lo permitimos en su momento (no yo en cuerpo y carne pero sí mi pueblo) y nunca más tiene que volver a pasar lo que en su momento se validó. Hay al menos un gesto, una voluntad por parte de las instituciones. Aunque desgraciadamente, precisamente en esta región existe también un movimiento reaccionario. El campo de hecho tiene dos barracas que están quemadas, en el año 92 les tiraron una bomba unos neonazis de dieciocho y veinte años para protestar por la visita del primer ministro israelí. Y ante esa situación, también me parece muy interesante cómo respondió la fundación que administra el campo, que fue reconstruyendo el barracón pero dejando la huella de lo que significó el atentado. Dentro hay un video que muestra por qué los barracones están quemados. Gente joven, no sé por qué actúan así, quizá están llenos de odio. Es triste pero, a la vez, no existen sociedades perfectas».

«En Chile hemos vivido una crisis, un estallido social. La gente estaba cansada, pero también la clase política tuvo que ponerse a trabajar y el gobierno se ha demorado mucho en hablarle a la ciudadanía. Eso también es una decisión desde arriba, quiero decir que son responsables. Si aquí, en Alemania, no se hubieran tomado esas decisiones, no tendríamos la posibilidad de visitar este lugar, así como un sinfín de memoriales y centros de documentación que son gratuitos y no negacionistas. El problema de Chile ahora no tiene que ver con la dictadura, sino con negar la realidad social después de la dictadura. Desde que se acaba la dictadura y llega supuestamente la alegría, fueron treinta años donde no se hizo absolutamente nada en pos de la gente, se recuperó la economía a costa de esclavizar a la población.

»Yo siempre he visto (y ahora a la distancia aun mas, que se entiende todo mejor) cómo todo ahí es muy difícil. En mi país todas las cosas son muy difíciles. A la vez macro económicamente todo funciona, pero no todo son las cifras. Las pensiones, la educación… Yo estudié en Chile y tengo una deuda universitaria, por estudiar te endeudas quince o veinte años. Eso no es humano. ¿En qué cabeza cabe tener el agua privada? Chile es el único país con el agua privada en el mundo. Eso es muy violento, eso es violencia de estado. Hubo mucha pereza de por medio y hay que saber responder ante eso, no poner soluciones parche sino atender a las demandas ciudadanas.

»Volviendo a Berlín, tengo la impresión de que aquí la gente protesta a tiempo. Si algo no gusta, la gente se manifiesta. Porque hay cultura cívica, de expresar efectivamente si estamos de acuerdo con lo que va a ocurrir en el espacio y el medio en el cual convivimos. Allá no, allá la gente se demoró treinta años. Esperando, esperando, esperando hasta que estalló el asunto. Toda la basura se mete debajo de la alfombra hasta que estalla. Es como un water que se subió, se rebasó. Acá yo he visto que, si algo no gusta ante un plan, se protesta pacíficamente. La gente sabe protestar, y eso es también saber utilizar la ciudad como un escenario para expresar cosas. La ciudad no son solamente edificios, casas y calles, hay espacios que son puntos de encuentro y tenemos el derecho a usar esos espacios libremente.»

LUGARES VACÍOS

Descubrí a Abril Monserrat (Santiago de Chile, 1987) en una entrevista que le hicieron para la Deutsche Welle, en un programa llamado «¡Aquí estoy!» que presenta historias de emigración entre América Latina y Alemania. Desde la Potsdamer Platz, Abril daba unas pinceladas a la historia del lugar y hablaba sobre su experiencia como guía turística. No había espacio para divagar sobre cuestiones teóricas en aquel formato, y la presentadora la cortó en seco en el momento que mencionó las palabras «terrain vague». Aquello me dejó intrigada, ¿qué era eso del terreno vago y qué tenía que ver con Berlín? Al cabo de un tiempo conseguí contactarla y cuando finalmente nos encontramos, hace justamente un año, le pedí que me lo explicara.

«Terrain vague, etimológicamente hablando, tiene una raíz latina y a la vez germánica, se le pueden dar muchos juegos. Este concepto lo recibí de un libro del urbanista Ignasi de Solà-Morales llamado Territorios, y habla del terrain, el territorio en extensión o un lugar determinado, y el vague, que tiene que ver con algo que no está definido y también con algo que está vacío, de vaqum, y vago, de vacante. Son lugares, territorios, espacios o recintos concretos que están en una situación de abandono o vacíos y a la expectativa de poder ser desarrollados. Entonces hay múltiples posibilidades detrás de ese elemento. Eso a mí me encantó y me fascinó en Berlín, porque uno encuentra mucho de eso y tiene que ver, por un lado, con la guerra y, por otro lado, con la división de la ciudad. Se ve cuando uno visita un antiguo edificio abandonado que ahora es una discoteca, por ejemplo, esos lugares vacíos, a la expectativa, y eso a mí me encanta. Aunque, en la actualidad, estos terrenos están desapareciendo de la ciudad. Por un lado, hay una resistencia a desvanecer el espíritu de lo que es Berlín, este espíritu irreverente, una ciudad alternativa, disruptiva. Pero ¿qué hacer si no se puede frenar el desarrollo y si ese desarrollo tiene que ser a costa de lo que significa esta ciudad?

»Hay una propuesta de un nuevo plan para Berlín, se llama Berlin Strategie 2030. Es una suerte de plan regulador para ver cómo queremos construir esa ciudad del futuro. Y Berlín se autodefine como una ciudad policéntrica (me encanta esta definición porque es muy ad hoc), diversa, una ciudad que es líder ahora en tecnologías alternativas, digamos de start-ups, y una ciudad de inmigrantes también. Con este plan Berlín se mira al espejo, que creo que es lo que tienen que hacer muchas ciudades, asumir primero lo que somos, y en torno a lo que somos, desarrollar una mejor estrategia para los que formamos parte de la ciudad. Ahí se ha podido ver lo que la gente no quiere de Berlín, y es que sea devorada por esta industria feroz que compra edificios completos y se apropia de los espacios. Como ejemplo más relevante está el Tacheles, un emblema de un carácter, de una personalidad de la ciudad. Es difícil porque Berlín es una ciudad muy atractiva y pujante en la que está todo por hacer, y ese es el peligro de asumir estos territorios vacantes como lugares a los que sacar rédito económico. Por ejemplo, el East Side Gallery, está al costado lleno de nuevos edificios y en uno de ellos se encuentra el apartamento más caro de todo Berlín. Igualmente es complejo, creo que siempre hay que mirarse al espejo y entre todos plantear la ciudad que queremos ser, la ciudad que queremos habitar. Hay que humanizar el espacio urbano también.»

«Acá la gente sabe protestar.
Eso también es saber utilizar la ciudad como escenario para expresar cosas.»

ESTAR LEJOS

Otro día nos encontramos en la frontera entre Schöneberg y Kreuzberg y caminamos en dirección este hacia el Viktoria Park. El viento nos acompaña de nuevo y juega con el pañuelo de Abril. Al otro lado del puente que cruza sobre unas antiguas vías, se divisa el Lokdepot, un imponente edificio de viviendas de color rojo intenso. El color se corresponde con el de las viejas cocheras de trenes que se encuentran delante porque justamente está inspirado en el óxido y el ladrillo de la arquitectura industrial. Nos acercamos a los pies del edificio, donde un Spielplatz en sintonía con el resto de elementos invita a jugar y a seguir conversando.

«¿Qué puedes contarme de ti, de tu vida?», le pregunto en algún momento. «Me resulta difícil hablar de mí, soy muy pudorosa —comienza—. Siempre he intentado esquivar los temas personales, pero tampoco es que me de vergüenza. Tengo pésima memoria en torno a mi vida, me he fijado que no recuerdo muchas cosas que me han pasado. Creo que podría comenzar contando que soy de Santiago de Chile y que quería estudiar literatura. Nunca pensé que iba a ser arquitecta, me metí en la arquitectura un poco llevada por una inclinación familiar. Mi papá había estudiado dibujo técnico, siempre quiso ser arquitecto, pero la vida no lo llevó ahí. Yo había sido una pésima estudiante en el colegio, nada me interesaba, solo arte, literatura y deporte. No quedé en la universidad de Literatura el primer año cuando salí del colegio y dije voy a probar, ¿por qué no me preparo para un desafío más fuerte? Mi papá le dijo a mi mamá, no creo que pueda, si fue tan mala estudiante en el colegio, ¿tú crees que le va a dar para arquitectura, que es una carrera muy difícil? Y ella le dijo bueno, ¿por qué no? Yo me preparé y efectivamente quedé en Arquitectura y quedé en la Universidad de Santiago.

»Entré con pocas ganas porque no me interesaba mucho el perfil de la universidad, que era muy técnico, mientras yo buscaba algo más artístico. En fin, entré en arquitectura y allí encontré que era capaz de hacer muchas cosas, que cuando me enfocaba en algo que me gustaba lo podía hacer muy bien. Fueron seis años muy arduos de trabajo, apenas dormía… un sacrificio. Casi me mato porque tuve un accidente. Me apuñalé con un cutter haciendo una maqueta, me enterré la cuchilla en la pierna y casi me corto la femoral. En mi proyecto de título intenté recuperar lo que había querido hacer en un principio y proyecté una biblioteca barrial. Un edificio que se integraba en el barrio, con una inserción en la ciudad. Lo disfruté mucho, y salí primera en mi promoción.

»Nada más terminar la carrera, monté una empresa con un compañero, que era mi pareja entonces. Montamos un despacho de arquitectura y estuvimos dos años. Pero claro, recién salida de la universidad, yo lo que quería era tomarme una pausa después de haber hecho una carrera tan ardua. El despacho no fue necesariamente exitoso. Hicimos algunos proyectos, una casa, remodelamos una terraza, hicimos proyectos urbanos; una plaza móvil en Recoleta, un municipio de Santiago. Y fueron experiencias bonitas pero muy difíciles también. Ahí me di cuenta que la arquitectura en realidad era un trabajo muy arduo y no necesariamente bien remunerado. Que lo que uno aprende en la universidad no es necesariamente lo que va a pasar en la realidad. Nadie te enseña que los arquitectos muchas veces nos tenemos que dedicar a hacer los trámites o a lidiar constantemente con el mandante. Me di cuenta que no era lo bonito que había sido lo teórico en la universidad, ni los proyectos con los que soñábamos como estudiantes. No me gustó el salto de la teoría a la realidad.

»Yo siempre había tenido una inquietud por irme. Desde que era chica mi madre me decía, termina primero el colegio y después termina la universidad, la carrera que sea, y después haces lo que quieras, así como si te quieres ir. Yo soy hija única y esto lo hace difícil, pero cuando avanzaba mi vida, teniendo veintipocos años, en el tercer o cuarto año de Arquitectura, me di cuenta que quería viajar. Conseguí una beca para ir a hacer unas prácticas a la Isla de Pascua. Trabajé en la CONAF, la Corporación Nacional Forestal, que se encarga de preservar el Parque Nacional de Rapa Nui. Nos dedicábamos a hacer mobiliario urbano, trazar senderos… Me fascinó el diálogo de la arquitectura con el paisaje. Se me quedó muy grabada, pese a mi mala memoria, la sensación que tuve allí. La naturaleza era totalmente distinta a lo que yo conocía. La Isla de Pascua es, en cuanto a su geografía, parecida a Menorca, por ejemplo. La totalidad de su extensión es un parque natural, y ese parque se preserva haciendo tratamiento del suelo, tratando de evitar la erosión que amenaza a gran parte del territorio.

«Allí sola, en la oscuridad, a cuatro mil kilómetros del continente, en la Polinesia, en medio del océano, descubrí que me gustaba la distancia.»

»La isla emana un magnetismo físico, y me transmitió una sensación de mucha energía. Fue mi primera experiencia de vivir fuera, y aunque solo fueron tres meses, fue muy intensa. Vivía en las faldas de un antiguo volcán. Había una fauna silvestre, los caballos en la noche, las vacas entre medio… Y esa flora tan exuberante en el cráter de un volcán… Era espectacular. Había una vista panorámica muy bonita y unas cuevas cerca, y me acuerdo que cuando iba a comprar el pan o me tocaba hacer la compra, regresaba en bicicleta con el manillar cargado de bolsas. Después empecé a hacer caminando esa ruta de regreso desde la ciudad a las faldas del volcán donde estaba la casa. No había iluminación, no había postes de luz, nada. Siempre después de haber ido a comprar, o haberme dado un chapuzón en la playa, volvía caminando, y a veces atardecía y oscurecía y allí sola, en la oscuridad, estando muy lejos, a cuatro mil kilómetros del continente, en la Polinesia, en medio del océano, descubrí que me gustaba la distancia.

»Te Pito o Te Henua, el nombre que le dan los pascuenses a la isla, significa “el ombligo del mundo”. Estar sola y rodeada trescientos sesenta grados por el mar tenía algo místico. El lugar per se me generó una sensación particular, como un abismo interior, pero de mucha felicidad. Me encantaba caminar sola y sentir los olores, las plantas, escuchar los animales, que oscureciera… Esa naturaleza indómita me sedujo mucho. Sentía que interiormente estaba muy conectada con lo que era yo, con mis emociones, pero a la vez estaba lejísimos del mundo. Ahí tuve la primera certeza en torno a lo que quería hacer después: creo que me voy a querer seguir moviendo, creo que al menos voy a querer volver a estar fuera o lejos, en otro contexto distinto al mío de origen, y sencillamente estar lejos.

»Volví a Chile y ya tenía las ganas de cuando terminara arquitectura iba a viajar. Pero montamos este despacho, dos años, y todo se fue al carajo. Terminamos en muy buen trato, después mantuvimos el contacto y seguimos siendo amigos. Me decidí a tener una experiencia para saltar antes de que llegaran los treinta años. No quería quedarme en casa, casarme y tener hijos, que quizá en un futuro será. Pero en su momento no, quería probar.

»Y entre eso hice un viaje en 2013. Vine a Europa, la típica visita para conocer las grandes capitales, el Viejo Continente. Siempre había tenido muchas ganas, conocía Europa por la arquitectura, por los libros… Y tenía muchas intenciones de ir a Francia porque había estudiado francés en el colegio. Jamás pensé que me acabaría viniendo acá. Llegué a Berlín, pero podría haber permutado por cualquier otra. Tuve una sensación muy extraña porque Berlín me dio miedo, un miedo extraño, y a la vez me encantó. Me di cuenta que era una ciudad con una escala muy rica, una ciudad muy amplia, con muchas posibilidades. Entonces me quedé con ganas, algo me pasó dentro, tuve una conexión, y dije por qué no intentarlo. Entre medio fui conociendo gente y todo se dio.» 

UN LIMBO AGRADABLE

Cuando Abril se instaló en Berlín, su interés por la ciudad y su historia, unidas a su formación como arquitecta, la inclinaron a orientarse hacia otros frentes profesionales. Se decidió a prepararse para ser guía turística. Durante un año, atendió el programa de formación en Sachsenhausen y elaboró un tour por la ciudad que gira en torno su discurso, mezclando la teoría urbana con la historia de la ciudad, que como ella misma dice, en Berlín son algo inherente e inseparable. «Uno no puede analizar la ciudad si no entiende su historia. Mi idea es siempre transmitir eso. Es una ciudad que necesita mucho relato y hay que levantar mucho la información, porque si sencillamente caminas por ella no necesariamente te deslumbra, no se entiende. La gente pasea por muchos sitios y no le toman el peso al lugar. Pasa muchas veces cuando empezamos el tour en la puerta de Brandenburgo y después vamos al memorial de los judíos. Es importante entender que hay arquitecturas nuevas que conviven con arquitecturas del pasado, de lo que fue la RDA, con el parque [Tiergarten], que fue reforestado. La guerra arrasó todo el centro. Después justo por ahí pasaba el muro, y esas zonas del muro se reconstruyeron con elementos de memoria. Creo que es una ciudad muy potente en ese aspecto, no es cualquier ciudad. Tiene un potencial y una energía muy fuerte, que fue la que me atrajo.»

»Sentí que podía hacer algo en ese nuevo rol, como guía. Un trabajo que me gusta mucho, estar en la calle versus estar con un ordenador todo el día. A pesar de que siempre tengo esos vaivenes, estar en oficina o trabajar muchas veces haciendo home office en algunos proyectos que me encargan con distintos mandantes. Soy autónoma como arquitecta y como guía. Esto tiene mucho que ver con mi forma de ser, soy una persona calmada, aprecio mucho mis metros cuadrados, mi privacidad, necesito no tener amarres, necesito estar libre. Tengo mis normas, pero necesito una flexibilidad. Porque mi hogar, mi casa, está a quince mil kilómetros de distancia. Estoy aquí y estoy allá.

»Siempre he pensado volver para un futuro, pero no tengo un plazo. Nadie te enseña a volver, todos te enseñan a irte, y nadie te enseña a regresar. Aún así no tengo apuro y me siento muy bien acá. Siento que Berlín es un trampolín, precisamente, un escenario para poder hacer muchas cosas. Aquí uno se permite cosas que quizá en su realidad, pensando en mi ciudad (escenarios posibles que son tremendamente inciertos y con muchos prejuicios), no se consentiría. Aquí hay un sentimiento de mayor libertad. Creo que tiene que ver con cómo es la gente. Hay ciudades que tienen una rutina muy marcada. Me daba cuenta de esto cuando estaba en Barcelona, de lunes a viernes se siente que la gente está trabajando y el fin de semana se siente que la ciudad descansa. Pero en Berlín es como que todos los días puede pasar algo diferente, yo al menos lo encuentro así. Tampoco es que sea la panacea, no es otro planeta. A mí me interesó el aspecto de la transformación urbana, es algo que me fascina.

»Yo aprecio mucho la distancia. Estar lejos en mi lugar, y aquí siento que mi lugar tiene mi orden, mi dinámica, mis horarios. Siento que en Chile tengo que ser una arquitecta, arquitecta de oficina. Hay que cumplir con la carrera, el master, después el doctorado. Es más competitivo, aquí también puede serlo. Pero siento que estar aquí es un limbo agradable, es un stand by donde uno no siente cómo pasa el tiempo y es muy cómodo. Es raro y difícil de aclarar porque precisamente esto refleja que tengo una duda interna, no sé dónde me voy a quedar al final. Eso es, yo estoy en la incertidumbre. Me siento muy cómoda, es como un refugio, y quizá eso fue lo que me atrajo. Encontré algo que me gustó, y quizá fue que me encontré a mí misma.»

Aunque la mayor parte de los tours guiados por Berlín están suspendidos en este momento de pandemia, aquí encontrarás a Abril cuando la actividad se reanude.  

Otras historias

Rodrigo Franco

Hacia el próximo proyecto

Monserrat Peniche Barrera

El poder de hacer algo

Rita González Hesaynes

Vivencias e imaginación