TEXTO: CARLA VUYK LOPERENA Y JORGE RUIZ
FOTOS: LAURA BRAUN
Marzo de 2022
En la obra Inercia, del artista venezolano Iván Cadeo, un ciclista pedalea hacia un mural con las banderas de los países de la Alianza Bolivariana alineadas en una carretera montañosa que parte desde el busto de Simón Bolívar hacia el horizonte de sus promesas. El ciclista nunca avanza, se mantiene estancado en su lugar, como si estuviera en una bicicleta estática. Esta es la manera en que Bárbara Pavlova Valenzuela (Caracas, 1990) describe su país. Habla de la crisis con pausas, como cansada de repetir algo que ya no le queda el aliento para seguir comentando: «Estoy agotada energéticamente de hablar de la situación en Venezuela». Ella tenía ocho años cuando Chávez asumió la presidencia.
Al observar unos diseños de Bárbara, resalta la constancia de la mujer de la harina PAN, cuyo rostro es remplazado por unas palmeras en la playa, el ying-yang, un hueco, una lágrima cayendo o sencillamente vacía. La figura se vuelve el molde de la nostalgia. De ser la doña PAN venezolana ha pasado a ser la cara de la nostalgia latinoamericana a través de los motivos que cada cliente elige. El ojo que llora aparece con frecuencia. Pide, como la canción homónima de la banda de Pavlova, Arayué, «recuérdame que vengo de una hermosa tragedia».
Quedamos de vernos afuera de Macondo, un café bar en la calle Gärtner del antiguo barrio obrero Friedrichshain, justo a uno de los costados del parque al que los berlineses llaman cariñosamente Boxi. Por suerte, era una noche de cinco grados y sin el viento que golpea por la urbe. Pero el local estaba cerrado; las luces, bajas; el interior era un fantasma. En tiempos pandémicos hasta Google no parece el mismo y ya ni siquiera es capaz de predecir con exactitud los horarios de los lugares que con tanta prisa encuentra.
Bárbara regresaba de su gira por España, esa tierra que le recuerda a su país porque muchos de sus vecinos, primos y colegas venezolanos terminaron allí. No la reconocimos, no llevaba mascarilla médica y traía el cabello de otro color, más oscuro que la última vez, cuando la vimos en su estudio, ubicado unas calles más abajo, tatuando un escorpión en el brazo de una chica boliviana que había viajado expresamente desde Göttingen. Concentrada con su pistolita martillante, que zumbaba como una abeja en mayo, le penetraba la piel a más de cien pulsaciones por segundo, marcándola, inyectándole tinta en la dermis hasta que se fijara en el punto acordado, convirtiéndose en la forma del diseño pactado, en una creación indeleble, eterna. Manchas negras y grises al estilo russian criminal, una estética en la que los tattoos se asemejan a stickers sobre la piel.
Un bloque más arriba escuchamos el tranvía número 21 con dirección a Lichtenberg doblando una de las curvas sobre la calle Boxhagener. La oscuridad de enero pareció cortarse por unos segundos con el rechinar de los metales del vagón contra las vías: se podían imaginar las chispas de luz desprendiéndose con la fricción.
«Hola», una voz calurosa y con cierto aire de satisfacción nos saludó. Quizás las dos arepas que había cenado antes eran la razón de tal felicidad a esas alturas del día, un pedacito de hogar sobre un plato de Ikea.
Nos movimos buscando otro bar para hablar. Entramos a un local deportivo pero un empleado nos advirtió que en una hora llegarían los hinchas que habían reservado casi todo el lugar para ver el partido de su Hertha BSC, que a esas alturas de la liga estaba tocando casi el fondo de la tabla. «Antes era muy apasionada por el fútbol. A los quince años estuve en Bogotá para un partido, jugamos contra “las cafeteras”.» «¿Ganaron?» «No lo recuerdo.» Llegamos a la calle Simon Dach.
Detrás de unos andamios –en esta ciudad inacabada siempre hay alguna construcción que corta el paisaje: una fachada por hacer, una calle por repavimentar, una tubería por cambiar, una bomba olvidada de la Segunda Guerra por extraer— entramos al Astrobar, un local con iluminación rojo neón. Era temprano para estar allí un martes, aquí los bares son como las iglesias en sus mejores tiempos: 24/7. Aparte de los empleados que deconstruían una pila de sillas y de un par de italianos que jugaban en unas maquinitas Arcade, no había nadie. Al fondo, una suerte de sofá esquinado mal tapizado. Se veía acogedor, nos miramos los tres sabiendo que encontramos el lugar.
***
Cuando arrancó la pandemia, Bárbara estaba volviendo del viaje a México que inspiró unos diablos danzantes que tatúa mucho últimamente. De escala en Canadá, estuvo dos horas esperando subir al avión, jugando Nintendo en la cola. Cuando notó la tensión en las caras de la gente, dejó el aparato. Empezaron a decir que Alemania estaba cerrando sus fronteras y solamente se podían subir quienes tuvieran pasaporte europeo. Bárbara se quedó mirando al grupo de alumnos alemanes que saltaron de alegría con la noticia, aliviados, mientras el resto entraba en pánico. «Horrible, huevón. Era muy feo verlo.»
Se acercó al personal y consiguió aclarar que el permiso de residencia sí le servía. Hicieron oído sordo a su pedido de que lo anunciaran por micrófono, igual que lo anterior, a los otros nicht-EU, los no europeos. Como migrantes, aprendemos tarde o temprano que para conseguir las cosas hay que moverse.
Por fin iban a embarcar, y «Cuando me ven el pasaporte venezolano entrando al avión, me paran y dicen: Eh, ¿Venezuela puede pasar? Ehm, no».
Del nerviosismo, se le caía el pasaporte al suelo mientras intentaba explicar «Pero yo soy residente, yo vivo en Berlín». El empleado de la aerolínea miró su carnet de Aufenthalsterlaubnis y dijo «yo no entiendo esto». La sentencia estaba dada. «Si yo no entiendo, no pasas.» Ella intentaba explicarle que ahí decía que tiene un permiso de residencia permanente.
Cuando la diplomacia no funcionó, se plantó. «Yo de aquí no me salgo si no entro en ese avión.» Paró la cola defendiendo la legalidad de su documento y denunciando lo injusto de la situación ante las miradas estupefactas de los demás pasajeros. Y un alemán, «claro, hombre», se acercó a decir «yo puedo leer alemán».
«Y se fueron ellos dos solos, y leyeron mi pasaporte.» Eso lo solucionó. El controlador le dijo, enrabiado, «bueno ya, muévete». Ella procedió a soltar su tensión en lagrimitas una vez sentada en el avión. El poeta Rafael Heliodoro Valle decía que la historia de Honduras se podía escribir en una lágrima, esas lágrimas de Bárbara relatan las historias de frustración de todo migrante, como la lágrima que tanto vemos caer de la doña PAN en sus diseños.
***
Con un padre camarógrafo y una madre ilustradora, se podría decir que tiene el arte en la sangre. Ella no parecía muy convencida por ese discurso. De segundo nombre le pusieron Pavlova, el nombre con el que hoy tatúa, por la bailarina rusa. Con padres separados desde su infancia, Bárbara dice que es de esas hijas únicas de pura etiqueta. Creció rodeada de la primada: «Típico que todo el mundo tenía que trabajar y el kindergarten estaba en la casa de mi abuela». Esa misma abuela la cuidaba y la abuela paterna la inscribió en una escuela de arte apenas la vio dibujando a los once años. «Siempre estuve metida en el dibujo.»
Su mamá intentaba advertirle que los artistas tienen una vida muy difícil, que no quería eso para ella. «Ella, siendo una mujer en los años ochenta que quería desarrollarse como ilustradora, con un estatus social que no era el más jugoso, fue bastante saboteada por la familia.» Le dijeron que se buscara un trabajo real, que ellos no tenían dinero para eso. El caso de su mamá, dice, representa miles de mujeres queriendo desarrollar su arte. «A mi mamá se le metió el chip de que eso no era un trabajo, tanto así que lo borró un poco.» Pero Bárbara nació con la mano inquieta. «De verdad que eso sí me salió. Casi que no pude ocultarlo ya.» En los veranos, a ella no le importaba ir a la playa o a la montaña como sus compañeros de escuela. «Yo solamente quería estar ahí dibujando, ¿sabes? Y con gente que también dibujaba.»
Bárbara, Bar, Pavlova o Pavlovi, dependiendo de quién le hable, tiene una buena onda contagiosa. No estábamos entrevistándola. Ella nos había reunido para contarnos sus cosas en complicidad. La escuchábamos entre los beats de la música, a ratos demasiado fuerte para la conversación que intentábamos tener. Nos contorsionábamos para mirarla mientras hablaba, para poder entender mejor. Quizás esos ojos brillantes conservaban restos de lo que fue su época rebelde, de punky, cuando tuvo que hacer un trato con el diablo y se aventuró hacia la iglesia frente a su casa a aprender a tocar la batería. «Eran como estos evangélicos súper rockeros. Y yo como que los escuchaba desde la ventana practicando y luego los fines de semana se lanzaban sus conciertos y tal.»
Una semana se animó a acercarse, «a ver qué onda», y empezó a tomar clases con ellos, hasta que la invitaron a salirse. «Seguramente que no les gustaba mi vestimenta. […] Creo que iba muy deshilachada para lo que es una mujercita.» Describe momentos incómodos, de esos en los que son las miradas las que hablan. Un día le dijeron que si ella no se entregaba al señor no podía seguir yendo a las clases. Pavlova no estaba convencida de abrazar la religión que allí vendían.
«La salsa es una descarga bien matraca que no tiene nada que envidiarle al punk.»
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Bárbara Pavlova primero es ilustradora, luego tatuadora. «El tatuaje es una técnica» y ella agarró vuelo con esa técnica. Recuerda sus inicios seis años atrás. Se reunía con un amigo que le enseñaba a tatuar mientras hacían fanzines, las revistas amateur. «Lo imprimes en la peor calidad del mundo y lo repartes en tu comunidad o en tu escuela. Haces que la gente se entere de lo que tú quieres hablar.» Tocaban temas como la culpa y la religión. En algún momento, la alumna superó al maestro.
Al igual que la mujer de la harina PAN, los diablitos danzantes que Bárbara tatúa tienen una historia que va de lo local a lo global hispanoamericano. La obsesión, como ella la llama, empezó en ese viaje a México en el que casi se quedó atrapada en el aeropuerto. Viajar, para Pavlova, es tocar música, escucharla y comer local entre sesiones de tatuaje. «Me he enfermado bastante por comer», ríe.
Siempre le ha gustado trabajar con mixes de elementos folclóricos de Latinoamérica. Ahora está creando un collage de diablos danzantes tocando música. En una forma de estudio de campo etnográfico, Bárbara ha ido juntando historias de los diferentes diablitos danzantes de cada cultura hispanoamericana. La gente se acerca a hablarle de sus diablillos cuando ven los diseños que ha estado publicando, pero los que más le atraen son los de México. «No sé si estoy en el lugar correcto para mostrar ese tipo de cosas, pero es lo que me pide ahorita…» «Lo que te nace.» «Sí, lo que me nace.»
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Luego le llegó la urgencia de irse. Era una época en la que «tú ibas a la casa de un amigo y era su despedida, ¿entiendes? Todo el mundo se estaba yendo». Había estudiado diseño gráfico y estaba trabajando en una compañía de serigrafía en Caracas. Mientras todos se iban, ella cada vez se encontraba más sola en esa ciudad que no la entendía. Veía la sociedad muy violenta, «y como que no entendían nada del arte, temas de género, de feminismo; todas esas cosas que en Berlín yo respiro a diario, ¿sabes?».
«Yo era demasiado rara para la sociedad, y eso era como muy coñazo para mí. No poder encontrarme en la ciudad en que yo había nacido y que se supone que era mi ciudad; no ver que había algo ahí en el futuro para mí.»
Su mejor amiga, que ya vivía en la capital alemana, le dijo «vente a Berlín y aquí arreglamos todo». A ella le vino como anillo al dedo. Veía a Venezuela en declive y estaba en una búsqueda. «Yo lo que quería era más cultura, más arte, ser parte del mundo artístico, y eso estaba totalmente tomado por la política.»
Luego vino a Berlín «y yo no sabía lo que era Berlín». Estaba ciega de lo que era esta ciudad en la que se encontraría en un círculo en el que todo se mueve por el arte. Tampoco sabía que para conseguir una habitación donde vivir se hacían castings. «Yo sí me di coñazos ahí.» Tan espontáneamente se vino, que «llegué como con 600 euros para tres meses», ríe. Entretenida, nos cuenta que también se trajo un abrigo de lluvia que su mamá le regaló «para sobrevivir el frío», que hace nueve años era además mucho más duro.
Esos primeros meses se quedó de Zwischenmiete donde un amigo que iba de viaje a Venezuela y le salvó el pellejo. Era un piso compartido con otros latinos. «Con mi mejor amiga, íbamos de noche de cacería y abríamos los basureros del Aldi y de los mercados cuando cerraban y encontrábamos cada cosa buena… Teníamos para hacer comida todos los días. Entonces llegábamos con bolsas gigantes con todo lo que habíamos encontrado en la basura del Aldi y estos chicos del apartamento eran como: ¿Van a comer eso? y tal. Y yo: sí, sí. Todos como atacadísimos con todo lo que hacíamos. No lo entendían. A ellos todo lo que yo hacía les parecía re loco.»
Estaban estupefactos de que ella se vino sin motivo que pudieran validar como legítimo. Pero ella la tenía muy clara, venía a vivir del arte. «Era todo imposible para ellos.» Ellos también estaban queriendo entrar a la escuela del arte en Berlín, querían ser actores. Venían de colegio alemán, acostumbrados a otra estructura, a la historia lineal del éxito de la cual Bárbara se había saltado pasos, sino reinventado el juego. La idea de que ella lo lograría como diseñadora en Berlín les causaba gracia. «Me imagino que era difícil para ellos.» No comprendían cómo venía alguien «con tan pocos privilegios o tan pocas posibilidades a querer lograrlo. No se les pasaba por la mente. Me hicieron la vida un poco imposible para que me fuera de la casa». Así se marchó de aquella vivienda, la primera de seis mudanzas que haría en nueve años (pocas, para esta ciudad cambiante). De esos primeros rommates ya no sabe nada. «Lo único que sé de ellos es que no viven del arte», ríe.
Hoy Bárbara se mueve por Berlín con libertad. «Yo ya me siento bien berlinesa. Me siento en mi ciudad. Siento que es mi ciudad, pero también algunas cositas se vuelven bastante coñazo. El invierno todavía pega bastante.» Venía del Caribe, a treinta minutos del mar, donde pasó muchos fines de semana de su infancia con su madre, que compensaba su ausencia por trabajo haciendo que los findes llegaran hasta el lunes, saltándose esos días de primaria.
A los trece años, «en la ciudad había muchos toques. Estaba el hip hop, estaba el punk, entonces yo estaba yendo a diferentes conciertos, viendo cuáles me gustaban más, y me quedé enganchando por el punky». Tuvo bandas de punk donde cantaba, «pero era como un reverb que le metía al micrófono y realmente no se escuchaba mi voz». Ya «no me gustaba la arena y toda la vibra de la playa. Antes uno era muy radical en su manera. Yo escuchaba solo punk. Ahora escucho cumbia, salsa, bachata, reggaetón. La salsa es una descarga bien matraca que no tiene nada que envidiarle al punk».
«Me desenchufé de la mentalidad del punk bastante aquí en Alemania.» En Venezuela era una resistencia al sistema. «Gente muy inteligente, que se informaba y hacían sus cosas ellos mismos. Acá veo mucha gente con mucho privilegio jugando al punk.» Esa primera época en Alemania, que apenas le alcanzaba para subsistir, se acercaban a ella los punk a pedir monedas. «Yo los escuchaba hablando alemán. Eran rubios, heterosexuales, ¿sabes?, como que seguramente van a pedir una ayuda en Alemania y se la dan. Y siguen ahí, pidiendo la limosna. Y ahí mi cabeza hizo como un click de cuáles son los punks que juegan en cada ciudad. Aquí los que están en punk lo encuentran como una manera de protestar su rebeldía. Yo no digo que no hayan pasado cosas difíciles, pero lo que digo es que aquí, en Alemania, el sistema funciona tan bien socialmente que, si tienes algún problema, hay asociaciones que te pueden ayudar y puedes salir adelante.» Mientras tanto, en Latinoamérica, si te metés en drogas y no tenés dinero «olvídate».
«Con mi mejor amiga, íbamos de noche de cacería y abríamos los basureros del Aldi y de los mercados cuando cerraban y encontrábamos cada cosa buena…»
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La banda en la que Bárbara interpreta el saxofón se llama Arayué en honor a la canción homófona de Ray Barretto, que habla de una isla paradisiaca. La describe con su viento, su cielo, su agua cristalina, los pájaros felices. Es tan difícil encontrar la ubicación del pedacito de isla que no existe como encontrar la etimología de su nombre, que, según Bárbara, significa «noche de luna estrellada» y viene de alguna lengua originaria latinoamericana. Cualquiera puede caer víctima de la nostalgia que transmite la canción, al arriesgarse a entonar «si en este mundo existiera una tierra como Arallué».
El nombre del conjunto musical consagra al conguero de la Fania como su padrino. Una leyenda que homenajean cada que tocan. Lo traen a vida convocándolo como si fuera un santo, «Como Frida Kahlo», dice. El grupo se comenzó a formar cuando el guitarrista, Federico, que ya conocía de Caracas, se mudó a Berlín y la contactó después de unos diez años de desconexión. Bárbara estaba empezando a tocar el saxofón y, después de unas cervezas, quedaron en juntarse a tocar. Con el otro saxofonista, Manu, hizo click en una fiesta de año nuevo. Ya se conocían de antes, de jam sessions en bares de la ciudad, y empezaron a ensayar boleros una vez a la semana. Él, que tenía más experiencia, le enseñaba sus trucos. «Si tenemos una banda sería increíble, ¿verdad?» «Sí, sería brutal.»
Luego, un día le presentaron a Nani, la contrabajista. Ella tocaba en la filarmónica de Venezuela y la habían fichado en la de Berlín. Era toda una profesional. «Un día, tatuándola, le digo: Oye, tú tocas increíble, ¿no te gustaría como tener una banda? Yo pensé que me iba a decir como: No, pequeña saltamontes, ve a estudiar y luego hablamos.»
Nani le dijo que sí. Federico trajo a Natalia para la percusión y Bárbara invitó a Trini, la vocalista principal. Más tarde se uniría Simon a la percusión. «Nos juntamos todos en casa del guitarrista en Neukölln y empezamos a hacer un jam y se sintió súper brutal.»
Tocaron covers por un año, hasta que se animaron a hacer canciones originales. Hoy día tienen seis y un video con Square One Studios grabado en plena pandemia. «Ahora ya es la banda de todos y somos una familia increíble.»
«A la gente que no entiende de géneros latinoamericanos le decimos que tocamos latin jazz», pero realmente es «una fusión de bachata con samba, cumbia, salsa, merengue y ahorita estamos haciendo un afrobeat con reggae. Las canciones se basan en que empieza un género y explota en otro, entonces empezamos con una bachatica y de repente empieza una samba, es dinámico». Lo dice cantando el cambio de ritmo sin inmutarse por la música de fondo en el bar. Completamente metida en lo suyo.
Una amiga de Bárbara entra al Astrobar. Hablamos de su mascota, de los mejores pasaportes para viajar, de la reciente prohibición de las tintas de colores tradicionales para tatuar en la Unión Europea por unas estandarizadas en contenedores más chicos y más costosas. «El negocio del tattoo se le está saliendo de las manos a la Unión Europea, se está dando cuenta de que esto es un trabajo real, de que esto ya no es un jueguito de prostitutas, marineros y carceleros», concluye Pavlova. El bar se comienza a llenar, la música se hace más fuerte. Pavlova y su amiga se despiden y se pierden en la oscuridad de una noche más de invierno.