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"Yo venía de la exuberancia social y alimenticia"

TEXTO: PAULA YACOMUZZI
FOTOS: VIOLETA LEIVA

Septiembre de 2020

Carlos Magaña (San Salvador, 1978) tiene rulos negros y apretados sobre una cara redonda. Su piel es de color café con leche más leche que café y lleva tatuado el nombre Clandestino 10-4 en un semicírculo alrededor del codo izquierdo. Muchas veces se para erguido y con el mentón levantado. El gesto le da aires de chulo, con su pecho grande ensanchado y la mirada altanera; pero en ocasiones parece tener el efecto contrario y se me hace cercano como un niño pequeño que presume de la panza firme. Normalmente usa camisetas de algodón de colores neutros para el trabajo y chillones durante el fin de semana. «Esta es la del sábado», dice el sábado de las fotos, señalando la amarilla con la calavera de flores. También lleva últimamente una bandana con estampados de cachemira atada al cuello que sube hasta la nariz cuando entra a las tiendas. Es la bandana-mascarilla que varias personas han adoptado en estos tiempos de pandemia y que en él resulta una pieza clave, el remate de un look estereotipado de pandillero años ochenta. Una tarde me muestra el zapato con agujeros y le pregunto por qué anda así. «Porque me gusta —responde—, y porque no es parte de mi vida ir a comprar. No me importa.»

De su vida berlinesa ama las comidas abundantes que se consiguen en cada rincón y es capaz de saltar a la bici en cualquier momento para saborear un asado coreano en Friedrichshain o el mejor lahmacun de Wedding. Con la misma intensidad esquiva el Abendbrot vernáculo. Cenar pan con embutidos le resulta impersonal y, de algún modo, triste, como si los platos calientes tuvieran cualidades redentoras o sanadoras. Siempre tiene pequeños proyectos urgentes que acomete con entusiasmo, si no es una visita a la tienda nueva de vinilos de Pankow, es la fiesta que quiere organizar en un flamante local comunitario del barrio. Cuando las temperaturas rozan los treinta grados y no traen la vida que bulle con el calor en su tierra salvadoreña, él arma los bolsos junto a la familia y conducen al Mediterráneo o la costa polaca. Quedarse en Berlín es hurgar en lo que le falta y no se puede replicar por acá.

Carlos también es geoinformático y, de lunes a viernes, de 8 a 17, se dedica a plasmar en mapas digitales las previsiones de comportamiento de las catástrofes naturales. Por su pantalla han pasado inundaciones, volcanes, incendios y terremotos, y los pronósticos abarcan décadas enteras, cuando no cientos de años. Desde que vive en Europa, ha completado formaciones en geoinformática en España y Berlín y ha realizado un máster en la Universidad de Salzburgo. Dice que ya era un niño tenaz y metódico a los diez años, cuando aprendió inglés solito con los libros que le regaló el farmacéutico del barrio.

Para evocar los recuerdos y contarme la historia de su vida tal como la ha revisado tantas veces, lleva apuntes mentales. Elige un orden cronológico y llega a cada encuentro con una idea de lo que me va a contar. En el octavo dice «nos faltan dos». Cuando le pido que lo resuma en uno, responde que no puede, como si no tuviera la capacidad de abreviar o estuviera sujeto a una obligación moral con su pasado o su relato. En esa disciplina, mis preguntas lo desconciertan o molestan abiertamente y con frecuencia las ignora.

Como sea, está entusiasmado. Estas entrevistas son la posibilidad de dar forma a la masa desordenada que le habla al oído desde que llegó a Alemania y antes también. «Siempre he tenido interés en el ser humano —explica el primer día—, mucho en los procesos sociales y en la política. Pero creo que, en mi propio medio, nunca hubiese creído ni pensado tan profundamente. Cuando hay una migración hay mucha soledad. Y las personas buscan responder esas preguntas fundamentales cuando hay mucha soledad. Cuando hay migración las personas ven que sus valores ya no aplican, y en ese proceso el cerebro comienza a cuestionarse.»

«Yo no tengo un poema ni una canción que ofrecerte —declara otra tarde—, pero te podría ofrecer el arte de superar esa situación, que creo que le podría servir a muchos que vienen en las condiciones que yo vine a un país, en una situación de migración que empezás la partida cinco a cero y estás jugando contra Alemania. Como en cualquier migración, no tenés redes, tu historia no vale para nada, tus conocimientos aprendidos no valen para nada, tenés la dificultad del idioma y luego está la cultura, que me empezó a meter goles desde el momento que me planteé venirme para acá.»

También: «En una primera experiencia de migración tus receptores están tratando de entenderlo todo. En cambio, si me voy a la China mañana, no perdería mucho tiempo, sabría yo qué cosas son las que debo capturar y a qué velocidad me tengo que mover y dónde no tengo que perder el tiempo. Encontrás el método, bah».

Carlos se define a sí mismo como «un antropólogo de mi propia angustia». En su historia, lo personal está trenzado con la experiencia transformadora de la migración y también con los grandes acontecimientos políticos y sociales de las últimas cuatro décadas de El Salvador.

LAS TRES MAMÁS

«Crecí en un país latino en Centroamérica. Creo que, de las cosas positivas de una sociedad católica, está el interés por los demás y un humanismo (sumamente traicionero y relativo) que hace sentir cómodos incluso a los que no pertenecen a esa cultura.

»Crecí en la calle, en una vida de barrio de clase media baja. Mis papás estaban separados. Mi hermano nació en el marco de una familia y yo vine para ser hermano de mi hermano. Mi papá trabajaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores. A falta de mi papá, al que también veía todas las semanas, tuve a mi abuela y mi tía, que vivían con nosotros. Creo que estuve bastante protegido. Dramatizar mi situación sería como negar tantas formas de diversidad que hay hoy: de parejas, de orientación sexual… Yo no tenía una madre soltera, Alleinerziehende Mutter no era mi mamá. Soltera obvio que era, más bien divorciada. Pero eso no tenía implicaciones en mi vida porque ella no era… ¿cómo se dice en español?… “madre que cría hijos sola”.

»Vivíamos a cien metros de la entrada del campus de la Universidad Nacional, que en los setenta y ochenta era un hotspot revolucionario donde iba a pasar todo. El movimiento estudiantil fue muy fuerte, junto al sector campesino, los profesores y el sindicato. Mi tía estudiaba medicina en la Universidad Nacional de El Salvador. En la facultad había demasiados cortes de clases y ella pasaba semestres completos en casa.

»Mi abuela llegó a la casa… Mi mamá es de un pueblo que se llama Berlín, en El Salvador. Mi abuela tuvo once hijos, dos se murieron como bebés. A su marido le iba muy bien en los negocios, pero se enfermó de una enfermedad que duró trece años. Cada vez que hacía falta para un tratamiento en el hospital, mi abuela vendía algo que mi abuelo había comprado. Un pedazo de finca de café, por ejemplo. Triste porque no prosperaban los negocios, aunque igualmente no iban a prosperar porque se venía la guerra. Ella llevó un project management exquisito, con el último dinero pagó su propio entierro, a los ciento seis años. Y crio nueve hijos. De los nueve quedan cuatro, uno de ellos es mi mamá.

»Mi tío, que era el menor, se vino de Berlín a la ciudad e inmediatamente se incorporó en la guerrilla. Mi abuela quiso estar cerca, en San Salvador, y darle de comer después que él pasaba semanas en la clandestinidad. Era el último retoño que le quedaba. De paso, estaba este niño que era yo y al que había que cuidar. Lo triste es que el tío apareció solo un par de veces y lo mataron en el 84. Fue uno de los líderes de la toma de la zona de Berlín. Fue… para mí… mi ídolo. Así. Y mi ídola, mi abuela.

—¿Tu abuela te contaba historias de tu tío?

—Fijate que, durante toda mi infancia, sí se cometía la imprudencia en la familia… Estaba claro que teníamos una posición de izquierda. Y eso podía ser muy peligroso para los niños. Si hablabas de más, podía pasar que los mataban a todos. Y tener discusiones en el parque con los niños y decir, por ejemplo, que los guerrilleros son los buenos…, ya solo eso era para que mataran a tu familia o violaran a tu mamá como escarmiento.

»Entonces llegó mi abuela y tuve la suerte de que me convertí en el sustituto de su hijo menor. Por eso, si me das a escoger entre una familia tradicional y tener tres mamás, yo me quedo con tres mamás. Y, sobre todo, una que vivió hasta que me anticipó que iba a nacer mi nena…

—¿Cómo es eso?

—Yo fui por una emergencia a El Salvador, por una semana, en febrero del año pasado, y ella me dijo: “¿Y Córdula? ¿Y la niña? ¿Y la niña? Porque vos vas a tener una niña”. El día que vine la Córdula quedó embarazada. Y casi que estaba seguro… Yo me pregunto si la Luciana es mi abuela. O sea, yo veo a mi abuela. Solamente que hemos cambiado de roles, yo la cuido a ella.

»Pero los temas de reencarnación los tocamos después —ríe.

CAMINO A LA ESCUELA

«Mi infancia fue maravillosa y me alimenta todavía. Constantemente les cuento historias a los niños. Actualmente voy por los años ochenta, quizás porque yo tenía entonces la edad que tienen ellos ahora… [Leo once, Joscha siete.]

»Normalmente los colegios estaban en el centro, desde donde yo vivía eran unos quince o veinte minutos con bus. Pero hubo una época intensa de caminatas con mi mamá a la escuela. Fue cuando la despidieron de la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillado, el agua pública, y pasó luchando, en una plaza en el centro, por que los restituyeran. Entonces el trabajo de mi mamá era irme a dejar y sentarse a manifestar todos los días enfrente del edificio administrativo.

—En la dictadura argentina no se podía manifestar uno por nada.

—Te voy a decir que fue un acto pacífico. No era algo por lo que nos pudieran matar, o yo no lo veía así. Pero quizás sí andaban tomando fotos y viendo quiénes eran los que estaban ahí…

—¿Era una dictadura?

—Digamos que sí hubo continuidad militar y era la norma. No te planteabas que era una dictadura, simplemente había un militar más cristiano y uno más nacionalista.

—¿Había elecciones?

—Sí

—Con mucho fraude.

—Absoluto. Con mucho fraude y un militar después del otro.

»Bueno, pero centrémonos. Estas caminatas con mi mamá fueron importantes. Platicábamos un montón de temas, bastantes temas sociales. Preguntas eternas de cualquier niño: y esto por qué, y esto por qué… De mis recuerdos más bonitos es que, por esos caminos, ponían la fiesta de la rueda de agosto, cuando es el carnaval de San Salvador. Entonces yo vivía todo el proceso de cómo armaban los circos, cómo iban poniendo la rueda… En la noche, desde nuestro edificio, ya se veía que habían encendido el pulpo o el gusanito. O sea, era bien bonito.

“Si el materialismo es vacío, más vacío es pensar que la vida solo es evitar que te maten.”

»En las tardes pasaba jugando. Era un complejo de edificios. Yo puedo contar a los niños qué piedras hay ahí, qué bloques de cemento están rajados, dónde había baches significativos, dónde la tierra se estaba lavando… Era una infancia de pasar en la calle hasta tarde, de jugar cuando llegaba el Halloween, el día de las brujas, le decíamos. Jugar con bolsas con agua, o guerra de unas frutas duras que había, o juegos masivos de escondelero [la escondida]… Hasta que una vez choqué con un poste, eso sí fue en el 87. Quería liberar a mis amigos (porque si el último tocaba el poste, la misma persona seguía buscando) y aterricé en el poste. ¡Se me abrió así la cabeza y me desmayé y todo! Por suerte, mi tía, en ese momento (en mi mente la universidad era un cuartel, porque siempre veía salir tanquetas, como que para un niño una universidad sea un campo militar y no una universidad, eso es común en Latinoamérica, lo de cambiar conceptos), mi tía estaba en el hospital de niños cerca de la casa y allí me llevaron.

—¿Vos escuchabas disparos?

—No.

—Dijiste que veías pasar los tanques.

—Sí, porque estaban simplemente tomándose la universidad.

—¿En un momento concreto?   

—En varios momentos concretos. O sea, se suspendió la universidad por tres semestres y de repente hubo un semestre de clases y luego otros dos. O sea que, en los ochenta, prácticamente nadie estudió. Y si estudiaron, se movieron las universidades a escuelas públicas o a asociaciones de abogados o ingenieros. 

»Me preguntás si oíamos balas. Sí, un par. Hubo un par de balaceras concretas en esa zona del ochenta al noventa. Pero no era algo tan presente. Lo que sí era presente era tener soldados por todos lados, y una casa comunal que funcionaba más como una pequeña guarnición permanente. La idea era controlar la universidad porque de ahí, de los movimientos estudiantiles, salía la gente formada que llevaba al campo no solamente ideas, sino también entrenamiento. Digamos que el conocimiento de la guerra venía de la universidad, tanto ideológicamente como en la práctica. 

»También viví en medio de soldados. También nos prestaron alguna vez los soldados la M16. Eran jóvenes de dieciocho años del campo. Por suerte no pasó nada. Por suerte no violaron a ningún niño ni nos cayó ningún balazo jugando con la M16.

EL CARRO ES UNA CÁPSULA DE PROTECCIÓN CONTRA LAS BALAS

—Recién, cuando hablabas de cómo en El Salvador saben convivir con la desgracia, dijiste que justo ahora no es tan así. ¿Qué pasa en el presente?

—Yo creo que en el presente hay un desgaste. La población está, estamos (porque no me dejo de sentir salvadoreño)… Por razones personales en seis meses e ido dos veces, y cada vez he vivido situaciones que sentí que mi vida estaba en peligro. Y no es lo mismo vivir situaciones de peligro cuando eras un joven, que de todos modos ponías tu vida en peligro, que cuando tu vida está en peligro y tus hijos están del otro lado del mundo.

—¿Son atracos y también querer llevar gente para sus maras o guerras de maras?

—Bueno, nada de lo que se oye es amarillismo. Pero cuando hay un robo es un robo. Ni siquiera puedes decir que los que se meten a las casas pertenecen a grupos. El problema de la violencia no pertenece solamente a las maras.

—¿Es la violencia actual la principal razón para que, a pesar de que te encantaría, no vivas ahí?

—Esa es una razón para todo El Salvador que no quiere estar ahí. También los que viven ahí no quieren estar ahí. Se llegó a un punto que… no le llamemos paranoia, porque paranoia es el que tiene un miedo excesivo. Este es un miedo real.

»Pasamos una guerra, en la guerra podías morir al azar. Las probabilidades de muerte, sin embargo, no eran más altas entonces. Y la gente se encerró. Se hizo una ciudad llena de muros, se cerraron las colonias [barrios] con muros, portones… No hemos dejado de ver armas. Hoy, si salís a comprarle una camisa a tu hijo, ves un tipo con arma en la farmacia.

—De seguridad.

—Claro. Hoy vas a ver muchos más kilómetros de alambre razor, de guerra, que en la guerra.

—A pesar de eso, tu hermano, por ejemplo, tiene una vida ahí.

—Todos tienen una vida, han sabido sobrellevar la situación de acuerdo a sus posibilidades. Pero la sociedad tiene una herida que no es solo la violencia. La urbanidad y la calidad de vida de las personas tiene una herida demasiado grande. La gente también se encerró en sus carros. Se estableció una vida modular, a través de tu caja de metal que te lleva a un lado y a otro.

»San Salvador es o fue una ciudad bonita, hecha y derecha, que llegó a su esplendor en su momento. Después solo fue involucionando. Claro, siempre hay oportunistas, capital, cosas bien modernas por su cercanía con Estados Unidos, más modernas que en Alemania a veces. O sea, que si se midiera el desarrollo en alienación norteamericana, de eso tenemos mucho. También tenemos muchos migrantes en Estados Unidos, que son quienes mantienen que se pueda consumir en medio de esa crisis permanente.

»En mis tiempos, tener un carro era un lujo que una familia de clase media se podía permitir después que habían comprado la casa. Ahora se empieza teniendo un carro, en una ciudad donde ya no se puede circular porque el parque vehicular se ha multiplicado en las últimas décadas. La psicosis por la violencia se volvió constante. En todo momento de tu vida tenés que tomar medidas y encerrarte. Yo creo que la guerra no traumó a El Salvador, la desigualdad social no, pero fueron las causas para hacer crecer la violencia. El ser humano no es violento solo por ser violento, el ser humano ha recibido una agresión y la transmite a otro ser humano.

»El auto es una cápsula de protección contra las balas. Todo en la vida para eso. No hemos mencionado la palabra nutrición, ni primera infancia… Si el materialismo es vacío, es más vacío pensar que la vida solo es evitar que te maten, que el desarrollo consiste en detener esos factores de agresión.

»A nivel personal, creo que prefiero quedarme con ese Salvador que yo dejé, porque me da más. Me hace enseñarles cosas muy bonitas a los niños, no me hace enseñarles el miedo. Yo crecí en un momento de esperanza, en la posguerra, cuando la guerra estaba terminando para hacer la paz. Y me desarrollé como joven en una posguerra en la que queríamos cambiar las cosas.

LA JUVENTUD MULTIESPECTRAL

A mitad de la escuela primaria, Carlos consiguió una beca para estudiar en el colegio jesuita, uno de los dos mejores del país. Una prima le ayudó a juntar sus documentos y llenar los formularios. Allí terminó el secundario. «Ese camino me comprometió más en un sentido social. Había una orientación clara a formarte como un ser con vocación social y, por qué no decirlo, revolucionario.» Si a nivel del claustro, hubo detenciones de alumnos por su participación en el movimiento revolucionario, el asesinato del arzobispo de San Salvador Óscar Arnulfo Romero y, más adelante, del filósofo y teólogo jesuita Ignacio Ellacuría fueron factores decisivos para el reclamo por los derechos humanos y también el final de la guerra civil. Justamente hace unos días, en este septiembre de 2020, se conoció la noticia de que el ex coronel salvadoreño y antiguo ministro de Seguridad Inocente Orlando Montano fue sentenciado en Madrid a 133 años de cárcel por el asesinato de cinco jesuitas españoles y dos salvadoreños durante la guerra civil de El Salvador.

El acuerdo de paz llegó en 1992 y la juventud de Carlos coincidió con el desarme. Se dice que las armas que quedaron en los hogares de ambos bandos fueron la ocasión para el comienzo de los grupos pandilleros conocidos como maras y el inicio de ese estado perpetuo de violencia que sigue hasta hoy.

—¿Dónde estabas vos en ese tiempo? —pregunto, intentando rastrear si tuvo contacto con esos grupos.

—No es mi caso —contesta con parquedad y mira al suelo.

Por esa época Carlos participó de otra movida, «un grupo estilo secta inspirado en principios de alcohólicos anónimos». «Como cualquier secta y cualquier negocio, el líder había leído por aquí pedacitos de Sartre, de Nietzsche, de cualquier filósofo o sociólogo relevante, un poquito de psicología, de Freud, Erich Fromm… Eso lo volvía atractivo y parecía que el conocimiento que te estaba dando era de primera línea. Ahí pasé un par de años. Fue un tiempo de mucha vagancia por las calles de San Salvador y volver fumando un cigarrito por la madrugada.»

“Sí hacemos limonada cuando caen los limones. Lo que pasa es que aquí no caen
los limones.”

Después vino la universidad. También en su país se decía que las humanidades no dan de comer y a él le ganó «una especie de rebeldía absurda» de preguntarse cuál era la carrera más difícil. Estudió ingeniería mecánica a pesar de que le interesaban la poesía (especialmente la de Roque Dalton) y la sociología y porque la ingeniería electrónica, la otra alternativa hardcore, no le atraía en absoluto.

Gradualmente El Salvador se había ido llenando de organizaciones no gubernamentales. Llegaban a ayudar a reconstruir un país hecho jirones en términos de infraestructuras como de tejido social y trauma, tras los 75.000 muertos y desaparecidos (el 2% de la población) y la inequidad estructural, y Carlos vivió los esfuerzos de la cooperación internacional desde adentro.

En el año 2000 entró a trabajar en la ONG Fundación Redes. Allí dio los primeros pasos firmes en la geoinformática y vivió una época intensa de aprendizaje y compromiso. Su tarea consistía en hacer mapas de comunidades que nunca antes habían sido censadas, para prever así el posible impacto de catástrofes naturales como terremotos e inundaciones, generalmente poblaciones rurales en situación de pobreza extrema. «Nunca te vas a arrepentir si trabajaste en labores humanitarias —dice hoy—, independientemente el gobierno que sea, la institución, la crítica que podás tener. Siempre va a quedar como un buen recuerdo haber trabajado en algo que tenía como objetivo salvar vidas.» Trabajaba junto a cooperantes internacionales de Geólogos del Mundo, Oxfam, Brot für die Welt y Médicos del Mundo. «Era toda una atmósfera de conversación, de ganas de aprender…. Yo no conocía el mundo prácticamente… Bueno, ni lo conozco, pero en ese momento mi mundo llegaba hasta Panamá y Guatemala. Incluso conocí gente con trayectoria, internacionalistas que tenían algo que contar, ese tipo de personas que creían que los países del sur podían cambiar, bah. Eran como los antiguos Berliner, era ese impulso, esa generación, ese aire…» 

«Y bueno, también la noche eran rones. Había un lugar que marcó una época, un sitio que tenía todos los días programa de pinturas, música, películas… Se llamaba La Luna Casa y Arte, un proyecto de Beatriz Alcaine, entre otras personalidades. Gente que regresó después del conflicto para crear y construir. Los jóvenes éramos parte de esas iniciativas, éramos casi el producto del escenario con el que ellos soñaban. Y nuestro proyecto musical se enmarcaba en eso, en el renacer de El Salvador. Que no existió, que solamente se quedó en este sentimiento que te estoy describiendo. 

—Llegamos a tu música.

—Esa fue también por casualidad.

Muchas veces hemos hablado con Carlos sobre música latinoamericana. Él conoce una gran cantidad de bandas y solistas argentinos de mi generación. O sea, las escucha desde hace veinte años y las venera y, de hecho, sigue explorando y descubriendo música y bandas con esa curiosidad enorme que lo caracteriza. Aunque fundamentalmente lo que Carlos tiene en términos musicales es un background gigante de salsa de todos los tiempos. Y tiene a Rubén Blades.

En la época de las ONGs, a comienzo de los dosmil, se metió a tocar los timbales en el grupo La púa. Y lo echaron enseguida. «El rechazo, el pensar que no podés, te afecta. Claro que ahora, después de todos los rechazos y cosas que me han pasado, cada vez me importa menos. Pero la vida te lo enseña, y Alemania más.

»También me di cuenta de que quizás no era la música que yo quería hacer. Yo quería hacer algo más agresivo, que tuviera más sonido y dijera las cosas más claras, con la rabia que teníamos guardada. Digamos que no terminábamos de comprender todas las injusticias, los asesinatos y la muerte hecha por los paramilitares y dirigida por los grupos de poder en El Salvador. Era demasiado joven para creer que algo tan formal, unos esfuerzos de paz y una ley de amnistía, podía subsanar eso, ¿no? O sea, yo no me sentía tranquilo. Y quería decirlo y gritarlo, cantarlo. Y en ese momento creo que era el sentimiento de toda Latinoamérica. Ahí te podría mencionar algunas bandas, bellas también y que querían decir las cosas más claro, como Todos tus muertos, Molotov en su momento, y también La flor de lingo, un grupo que quedó un poco escondido, pero sin embargo para mí la canción “Ley” es tan hermosa y realista y necesaria como la película de los bastardos de Quentin Tarantino. Y debo mencionar que realmente estas mujeres de Actitud María Marta… Muy difícilmente se puede lograr una creación con tanta fluidez y tantos huevos como lo hicieron ellas. Yo las sigo escuchando y sigo la música de ellas ahora separadas y me sigue pareciendo sorprendente. Las canciones de Acorralar a la bestia… O sea, poneme a los Doors y no los escucho tanto. El ser humano, si tiene ganas, puede transformar muchas cosas. Y ellas las tenían. Y en ese momento, Alex Hueso y Carlos Molina también las tenían y fundamos Clandestino 10-4 —diez cuatro, pronuncia—. O sea, teníamos tantas ganas que ya muchas canciones existían solamente en nuestra cabeza. Nos reuníamos horas y horas muchas veces sin ningún instrumento, solo a pensarlas, y fluían. Y eso llegó mucho.

»Como muchos grupos de música, era también una forma de vivir, de divertirse, una razón de ser que teníamos en ese momento.

Esa época fue, en definitiva, una época de plenitud. «Pasaron una cantidad de cosas, conocí gente muy valiosa, me desarrollé como persona, también pude tener independencia económica. Y eso es importante, porque después vamos a entrar al tema Alemania, la pobreza y la absoluta dependencia económica, o ignorar el factor económico en mi vida, aprender a vivir sin nada y sin necesitar nada y sin hacer nada. Estaba muy completo en ese momento en todo sentido. Como persona también sentía que estaba en un momento de aprendizaje sumamente multiespectral, de cada plática me venía… bueno, como la juventud toda… Estaba en medio de un sol bastante radiante.»

LA PRIMER ALEMANIA

Con Córdula se conocieron una noche de fiesta en una playa. Ella tenía ganas de bailar y él andaba aburrido, seguramente algo resacoso de la noche anterior. Ella había trabajado con una ONG en Guatemala y después en El Salvador y ya tenía que volver a Alemania para empezar la universidad. Muy pronto hicieron planes de vida juntos en Alemania.

Córdula viajó primero. «Todavía me habló desde el avión y pensaba decir que se quedaba. Se iba triste. Yo recuerdo que en el camino del aeropuerto a la casa venden pupusas, la comida nacional de El Salvador, una especie de tacos rellenos, que en ese lugar las hacen con una masa de arroz. Para mí no era tan dramático. Me voy donde mis amigos; como estaba bien ocupado en el amor, tenía varios meses de haberlos desatendido. Yo iba como —sonríe—: “Aquí llevo pupusas”, y voy a contarles todo, también mis planes de venirme para Alemania. Bueno, pero yo seguía en El Salvador, y ahí la vida es más alegre, siempre es alegre. Y ella quizás sabía que venía a un lugar que no era tan alegre. O sea, no venía para Berlín, para esta calle y conociendo la gente que conoce hoy. Venía para la Alemania gris que no es Berlín, donde nadie se habla.» 

Carlos llegó a Alemania unos meses después y arrancó esa época de no saber qué hacer ni cómo y vivir de prestado. Primero estuvieron en la casa del suegro en el Schwartzwald. De ahí se mudaron a Konstanz, a orillas del Bodensee, también en el sur de Alemania, donde Córdula empezaba los estudios de intérprete y traductora. Se mantenían con el dinero universitario de ella en un departamento para estudiantes. Una vez a la semana él se permitía una de esas cervezas con la espuma que rebalsa el vaso con las que había soñado antes de llegar. «Esa parte nos unió bastante. A mí me hacía falta ir a un bar, a comer a algún lugar… Aquí, como te educan a ser resistente, cualquier picnic en el parque alcanza. Pero yo venía de la exuberancia social y alimenticia. Yo comía en el mercado, en la calle, el sabor era parte de mi vida. Si está haciendo calor y te da sed, te podés tomar un refresco bien barato, con sabor a fruta. Yo tenía otro sabor pues. Y el placer. Así como aquí les da placer el sol, a mí me daba placer las diferencias de las personas, las bromas, ver situaciones en la sociedad que me provocaban risa… Otro tipo de vitalidad. Yo era latino, no era alemán. Te lo digo así de claro porque ahora no sé qué soy.» 

Todavía no se planteaba aprender alemán. «Córdula hablaba español perfectamente y tenía una gran vocación por la traducción simultánea. También yo tenía una gran necesidad de comunicación, no tenía otra gente y era un momento en que quería comunicarme y hablar mucho. O sea, la cultura latina, que todo lo que va pasando en tu cerebro se comenta y tenés la gente que tiene el tiempo de escucharlo.» 

Tampoco conocían cómo funciona el estado de bienestar en Alemania. Y además, Carlos «tenía cierto orgullo y no estaba dispuesto a buscar una puerta que me diera un dinero al mes. Yo lo quería hacer a mi manera, como se supone que uno hace cuando llega a un país, basado en mis conocimientos. Pero no sabía cómo es en Alemania, donde te piden Ausbildung hasta para ir al baño».

Hoy cree que venirse así fue una decisión apurada. No se les cruzó por la cabeza quedarse otro rato a disfrutar de ese sol radiante que brillaba en su vida salvadoreña. Sabe que la precariedad de su país tarde o temprano los iba a expulsar, pero se reprocha: «Podríamos haber sido novios por un tiempo más largo y no caer en el juego duro de la migración. Podría haberle mostrado [a Córdula] que era alguien que tenía el poder de dominar las situaciones».

Y es que el dolor que aún resuena de esa época es el no-poder. No poder nada de lo que antes podía. No era solo el idioma, no funcionaban las lógicas que traía consigo.

HACER LIMONADA SIN LIMONES

Es sábado a la mañana. Sábado de pandemia y encierro, uno de esos días azules y fríos de finales de abril. Los cafés y parques infantiles de Berlín están clausurados pero el Mahler Spielplatz, en Weissensee, a doscientos metros del cementerio judío más grande de Europa, sigue siendo el centro social del barrio. No se puede clausurar porque consiste en dos terrenos enfrentados y una calle robada al tráfico que los une, donde está el aro de básquet y la plataforma para el skateboard. Si se cortara este tramo, no se podría ir de una esquina a la otra.

La pelota pica con estruendos continuos y unos jóvenes tiran al aro mientras los más pequeños dan vueltas con patines o bicicletas. Los adultos conversan en los rincones, de pie o sentados, como nosotros. Frente al banco donde nos encontramos, padre e hijo practican saques y tiros de tenis. «Si venís de El Salvador como yo vine —propone Carlos con la mirada pegada en la bola amarilla—, digamos que a este papá que juega tenis le hubiera preguntado: “Mirá, ¿dónde venden esas raquetas? Fijate que yo jugué tenis una vez…”, y ahí le contaba mi historia.

»Mucha gente que viene de otros países empieza a socializar de una manera diferente [a como se hace aquí], y debo admitir que, en ocasiones, ahora me da pena ajena, porque ya me siento demasiado de aquí. En esos primeros meses en Alemania en que yo actuaba de esa manera diferente, logré conseguir un par de reuniones para ver qué podía hacer. Conocí gente que trabajaba en geología, que hacía proyectos con la Unión Europea, pero yo no tenía el nivel de alemán que hacía falta. También me faltaba conocimiento de esto, de cómo se hacían las cosas aquí. Yo confiaba demasiado en que, solo a partir de vivir, vos ibas eligiendo qué caminos tomabas.» Pero «no es lo mismo hacer cosas porque vas a un lugar y conocés a alguien, que poner un anuncio buscando algo». Eso lo entiende ahora. Durante mucho tiempo estuvo convencido de que las vivencias se originan por sí mismas y hoy cree que eso le impidió salir adelante.

Carlos ha elaborado una teoría completa a partir del dicho conocido: «No se puede decir tan críticamente que los latinos nos quedamos esperando a que alguien nos de la limonada hecha, así, quietos. Sí hacemos limonada cuando caen los limones, lo que pasa es que aquí no caen los limones. Esa es la gran diferencia. Aquí digamos que tenés que ir a buscar los limones. Y puede que te de como resultado muchas más limonadas, pero es otro método. Allá las cosas van pasando».

Frente al banco verde en el que seguimos a metro y medio de distancia, el parque infantil se ha ido vaciando porque es mediodía. Leo se acerca con la pelota de básquet en la mano y avisa que va a casa a comer. Ellos viven en la esquina cruzando la calle, en el primer piso de un Altbau con ventanas a la calle y balcones pintados como tortas de casamiento. Con este trasiego de niños y familias, el Mahler es lo más cercano a las calles de la infancia de Carlos en San Salvador. Carlos adora este rincón del planeta Berlín.

Mientras habla, él está siempre alerta al entorno. Sus movimientos rápidos de ojos y cabeza ante cualquier estímulo revelan esa capacidad latente de reacción física que contrasta tanto con la imperturbabilidad de unos cuantos alemanes. Él está preparado para esquivar, impedir, socorrer, atajar, reaccionar a lo que ve. Mientras habla, quiero decir, mientras muy meticulosamente da forma a sus memorias y reflexiones.

Lo que ve justo ahora son dos hombres negros que cargan unas cajas de cerveza. Entonces los sigue con la mirada y deja la frase a medio terminar. «Ya vengo», dice cuando ya ha pegado el salto y se dirige hacia ellos. Da diez trancos largos hasta la esquina donde los intercepta, habla apenas un minuto y vuelve. Al verlos así cargados imaginó que iban a hacer una fiesta y les ha ofrecido un equipo de sonido que tiene para regalar. 

LLEGAR PARA IRSE

En algún momento todavía en Konstanz alguien les habló de las ayudas del estado y empezó la relación siempre contradictoria con el Jobcenter [la oficina de trabajo]: recibir pero dar cuenta de cada uno de los pasos, ser sujeto de control, eso que a Carlos tanto desagrada.

Poco tiempo después se mudaron a Berlín, a pleno Neukölln, en busca de lo que encontraron: una atmósfera más vibrante a pesar de la suciedad de las calles y cierta decadencia. Sin embargo, en términos laborales para Carlos, en la Berlín precaria de hace quince años nada terminaba de cuajar. En un gesto desesperado, aplicó a una beca para un curso de sistemas de información geográfica en Madrid y le dieron la mitad. Para pagar el resto vendió el auto que tenía en El Salvador y con los 500 euros que le quedaban vivieron en España esos meses de estudios. Al regresar a Berlín, hizo una formación en geoinformática y entonces le puso nombre alemán a los conceptos que conocía. Fue unos meses después que tuvo el primer empleo en Alemania, en su especialidad.

Entretanto, en el otoño de 2008, había nacido Leo. Mientras Córdula hacía una maestría y Carlos se aburría en un trabajo precario pagado por hora, Leo se criaba en el kindergarten. Faltaba el tiempo para el hijo y lentamente volvió a cobrar fuerza la idea siempre latente de vivir un tiempo en El Salvador, otro impulso que hoy Carlos cuestiona.

Durante los tres años que vivieron en San Salvador, él hizo asesorías en geoinformática de forma independiente y Córdula, que ya había terminado los estudios, trabajó en la escuela alemana. En ese tiempo, al fin, Carlos recuperó la estabilidad económica que había perdido al migrar. Compraron una casa en un barrio a las afueras de San Salvador y la llenaron de plantas. Los cumpleaños de Leo eran fiestas barriales. Conseguían a mitad de precio los juegos inflables que llenaban los patios en los cumpleaños de los niños ricos de la escuela alemana y, en el momento de soplar las velitas y cantar, un tumulto de vecinos cortaba la calle. También realizaron el sueño del bar. Entre los dos pusieron el Vinyl Café, con muebles construidos a mano para contener la cantidad de vinilos, un negocio alegre y lleno de música de todos los tiempos y que tuvo la suerte de no prosperar demasiado para no llamar la atención de la delincuencia, que entonces sí estaba en peligroso ascenso. Además, toda aquella efervescencia posguerra que Carlos había dejado a mediados de los dosmiles había florecido en ese final de década, justo antes de desintegrarse por completo.

Aquellos tres años en San Salvador es lo que Carlos llama «mi vida». «Esto no sé qué es», dice levantando la cabeza y dando una mirada triste alrededor del parque infantil donde otra vez nos hemos citado. Después intenta matizar: también esto va siendo su vida, ya se ha hecho a la idea. Entonces recuerda el final de esa aventura y la despedida de San Salvador, salir con dos valijas con nada más que la ropa porque la casa quedaba con todos los muebles, salir como sale uno para un viaje de unos días, despedir a la familia en la calle y entonces la vecina que mete la cabeza por la ventanilla del auto cuando están todos sentados y le habla a Leo: «Andá a saber cuándo te volvemos a ver».

Por las mejillas de Carlos ruedan unas lágrimas resplandecientes a la luz de la mañana de verano. Y también por las de Córdula, que justo ha aparecido con la pequeña Luciana y ha escuchado el final de la historia. «Llegás para verme llorar», le dice Carlos, burlón, mientras se seca la cara con la camiseta verde con la palabra «Polizei». «Leo era el nene rubio del barrio. Todos lo conocían y lo querían. Él andaba por la calle con su Laufrad —la bicicleta sin pedales con la que empiezan los niños pequeños en Alemania—, recibía abrazos por todos lados… Leo tiene una conexión muy fuerte con El Salvador, todavía hoy», cuenta Córdula, mirando a lo lejos, mientras se seca la cara con el revés de la mano.

A Córdula la pena se le fue en los meses siguientes, a él le duró años. Eso me explica Carlos antes de ponernos de pie y despedirnos.

LAS TRES CARTAS

Joscha venía en camino cuando el trabajo en El Salvador empezó a escasear para los dos. Fue entonces que tomaron la decisión de volver a Alemania. Después de recorrer en autos alquilados rincones distantes del país donde él tenía entrevistas, Carlos consiguió un puesto en Heidelberg, una ciudad pintoresca ubicada al suroeste.

El trabajo consistía en hacer cartografías de inundaciones, pero fue el trato con un jefe lo que lo convirtió en una hecatombe cargada de malentendidos. Si bien se llevó de ahí una carta de recomendación que le ha abierto y seguirá abriendo puertas laborales, hoy cree que «como latino, acoplarse culturalmente al sur de Alemania es un reto demasiado grande para una vida».

—Te sentiste discriminado.

—No, discriminado no. Todo lo que yo era chocaba. Era mal visto. De repente, me volví [a los ojos de los demás] en una persona abusiva, que quería buscar algo a través de cosas tontas. Por ejemplo, para llegar a mi oficina, pasaba por otros tres o cuatro cuartos, así que todas las mañanas, dentro de mi concepción latina, saludaba a todos y siempre tenía algo que hablar. Yo sabía, por ejemplo, que uno tenía enferma la abuelita y que la quería llevar a un viaje cuando se curara; sabía que al otro le gustaba el alpinismo… Y así bah, eso…. Algo bien positivo de los salvadoreños, que somos bien interesados. Quizás hoy ya no lo soy, y también ya soy un señor, y actualmente pienso mucho y analizo mucho… Entonces, en los jefes, eso provocaba un celo. Que cómo era que yo, viniendo de donde venía, había adquirido esos emotional skills. Ellos veían que yo estaba tratando de ser alguien que quizás en los Ausbildungs de hoy existe: el que llega, saluda, se posesiona, tiene un tema siempre. Era mal visto que yo era abierto. Realmente fue una experiencia difícil. Ir todos los días ahí… 

»El racismo puede ser una mano invisible que ni siquiera tiene que ver con el color de tu piel. Para mí, en Alemania, ese tema tiene mucho que ver con la manera de hacer las cosas. El racismo se manifiesta en la visión unívoca y prepotente de hacer las cosas. 

»Luego, lo otro. Yo venía de una educación donde un trabajador que propone es bien visto y tiene ganas de trabajar. Y ahí la cosa era no proponer, la cosa era callarse, hacer lo que te dijeran y no moverse ni un milímetro. Bueno, eso sigue siendo así ahora también, pero la locura era que yo proponía algo y me decían no, eso cómo va a pasar, y unos días más tarde venía otro con la misma idea. No sé cual era el problema, yo no estaba pidiendo un aumento de sueldo. 

»Fue un choque constante que terminó con el otro jefe disolviendo el contrato de manera pacífica y con una carta que, la verdad (aquí te ayudan mucho las cartas), todo el que la ve pregunta cómo es posible que esté esa historia detrás.

La experiencia fue un punto de inflexión, un click, un «hasta acá llegué». «Ese tiempo duro fue la llave de mi vida —Carlos toma una bocanada de aire profunda y apoya la espalda en el respaldo de la silla pequeña del cuarto de los niños, donde nos hemos refugiado. El peso de su cuerpo parece bajar al asiento—. Ese tiempo fue la llave para imaginarme que un día tendría tres hijos (o cuatro, como he soñado alguna vez) y les podría dar de comer y no me daría miedo nada. A partir de ahí, ya tenía suficientes herramientas para luchar contra la migración en Alemania», dice, con una sonrisa leve.

Carlos y Córdula juntos pensaron «una estrategia». Lo primero era volver a la boca del lobo. Él se obsesionó con hacer un máster online que dirigía la Universidad de Salzburgo, uno de los programas de geoinformática más reconocidos de Europa, y para eso necesitaba el apoyo económico del estado. Pero la oficina de trabajo lo mandó a hablar con una terapeuta, no lo veían capaz de afrontar el desafío. Él no cedió. Cuando la terapeuta expresó sus dudas, él la miró a los ojos y enumeró cada uno de sus logros en la vida: «Si hice esto, ¿usted cree que no voy a poder estudiar este máster? Si hice esto otro, ¿usted cree que no lo voy a poder hacer? Si hice aquello…». Y así. La autorización para el curso llegó en una carta por correo.  

Carlos se dedicó día y noche a estudiar hasta que terminó esa primera parte del máster. Saldado ese compromiso con las autoridades de Trabajo alemanas, decidieron que se mudaban a Berlín. Córdula buscaría empleo para que él pudiera emprender el siguiente tramo de los estudios. Así fue que cayeron en Weissensee, este barrio del norte de la ciudad donde viven hoy, donde Córdula consiguió un puesto en una escuela primaria.

Carlos se despidió del Jobcenter y sus más oscuras paranoias de control con un texto que manifestaba: «”Yo me declaro Jobcenter incompatible, yo no necesito nada de ustedes”, porque tenés que darles una carta diciendo eso. “Si me falta, es mi responsabilidad.” O sea, si después del sueldo de mi esposa, todavía me faltan cien euros para vivir, yo soy responsable. “Yo renuncio.”» Entonces juntaron los ahorros, vendieron hasta lo que no tenían y costearon los próximos semestres del máster en la Universidad de Salzburgo.

Durante el año y medio siguiente, Carlos estudió y fue amo de casa. Se graduó con un proyecto junto al Ministerio de Medioambiente de El Salvador que más adelante le trajo consultorías en su país. La decisión de hacerse cargo de la casa, en cambio, trajo conflictos en la pareja y dejó cicatrices. Después, durante largos meses, se ocupó buscando trabajo en Alemania.

Mientras buscaba, también hacía consultorías para El Salvador y ese año pasó semanas enteras en su país. Fue en ese tiempo reciente que vio desde adentro el desbarajuste en el que terminó todo, el enorme despropósito de los sucesivos intentos políticos y la gran decadencia social.

—A vos se te fueron yendo los motivos para estar en El Salvador.

—Pero fijate que esa explicación me la dio el futuro. Y si algo tengo que agradecer, en un nivel personal, a los hechos políticos de esa realidad es que, por lo menos, me ayudaron a sentirme bien en la vida que tengo aquí, en la realización profesional que tengo hoy, en los hijos que tengo hoy aquí… Porque ya no estoy pensando que les quisiera dar lo que les hubiera dado allá. Porque ¿qué les voy a dar? No es que se mejoró Alemania, es que se empeoró El Salvador, o yo aprendí a ver que no tenía que dominar lo emocional y ver lo que yo quería ver de El Salvador. Yo creo que hay que ser bastante pesimista para no hacer las mismas pendejadas en la vida y que, para poder ser un optimista, hay que ser suficientemente pesimista primero, porque solo así vas a poder identificar las oportunidades. 

LAS MUCHAS FORMAS DE LA SOLEDAD    

Wernigerode es una ciudad de 35.000 habitantes encajada en el Harz, el cordón montañoso más alto del norte de Alemania, una ciudad plagada de edificios antiguos de entramado que figuran en todas las rutas de arquitectura. A 23 kilómetros de Wernigerode está Halberstadt, una de esas zonas semi deprimidas de Alemania donde hoy acampa el extremismo xenófobo de derecha.

En el otoño de 2016 Carlos llegó a trabajar a Halberstadt y a vivir a Wernigerode. Ya en la entrevista supo que sería su siguiente destino. «Le dije a Córdula que esos viejitos de la DDR me querían ayudar.» Durante los tres años que trabajó allí, se adaptó a los modos de la gente del Este, menos accesibles que los berlineses. Pero, sobre todo, debió acostumbrarse a una rutina de viajes semanales (lunes temprano de ida, jueves o viernes de vuelta a Berlín) y a los pisos compartidos y tuvo que lidiar con la descorazonadora separación del hogar. Lejos de la familia cuatro noches a la semana, Carlos vivió una experiencia de enorme melancolía que ha disparado muchas de las reflexiones que ha ido compartiendo a lo largo de nuestra conversación. «Lo que he vivido yo en el oriente de Alemania. Abandonado, empobrecido y olvidado —dice con sarcasmo, para ponerse serio un segundo después—: Eso fue un estado de asincronía, ahí era asincronía nada más, no un choque como en Heidelberg, era como un viaje en el tiempo. Yo llegué como un viajero del tiempo.»

En Halberstadt, Carlos trabajaba hasta las diez de la noche. Más exactamente, hasta las 9:45, cuando se levantaba de la silla de la oficina y corría a alcanzar el último tren que lo dejaba en Wernigerode. Lo hacía porque no tenía una vida a la que volver, pero también porque no tardó en recibir un reto. El LandesZentrum Wald de Sachsen-Anhalt, la autoridad de bosques que lo empleaba, le encargó desarrollar un método para clasificar la superficie de los bosques y detectar los cambios que sufre en el tiempo. Utilizando imágenes satelitales (en lugar de los vuelos regulares que hacían ellos mismos para recabar información) debía ser posible responder cuestiones como: ¿qué bosques se perdieron en la última tormenta del año pasado?, ¿cuáles se recuperaron después del desastre de hace tres años?

El método que Carlos concibió parte de un cálculo con decimales que hubo de vencer la ley de asociación matemática, por la cual 2×10 es igual a 10×2. «El tiempo y el espacio me encantan, pero me hacían sudar de incomprensión», tal era el alboroto mental que le provocaban la ecuación y el desafío completo. Su desarrollo fue útil para la institución que lo empleaba y, además, le granjeó el reconocimiento académico. En 2018 lo invitaron a exponerlo en el Forum Copernicus, la reunión anual europea que congrega los avances en teledetección. (Al final de este artículo se encuentra un link al póster que diseñó para esa ponencia.)

Carlos agradece haber llegado a ese lugar de «gente abierta que me dio la oportunidad de inventar algo» y sabe además, cómo no, que mucho le debe a esas horas de aislamiento absoluto, sin las cuales no lo hubiera conseguido.

Lo que sigue después es el capítulo final. Es el presente signado por la pandemia. Es esta otra vivencia profunda que trastoca circunstancias y dispara reflexiones sin descanso. Solo que, esta vez, es una vivencia socialmente compartida.

Carlos ya no estaba en Wernigerode cuando arrancó la alerta del Covid-19 y lo mandaron a casa. Llevaba medio año en Halle, otra ciudad al sur de Berlín, con una disciplina idéntica de viajes semanales y alojamientos provisorios. El trabajo en el hogar llegó, en su caso, como una oportunidad fabulosa de volver a ser parte de la vida familiar y la ocasión genial de participar activamente del primer año de vida de su hija pequeña. Todavía me acuerdo de nuestros primeros encuentros en abril, cuando estaba tan eufórico con los paseos a Luciana después de almorzar. No es que ahora, cinco meses más tarde, estar cerca de la familia le guste menos, pero el anhelo de la soledad para quienes han tenido que vivir y trabajar y comer y educar a los hijos en el departamento, todos juntitos, durante días sin fin, ha sido también un sentimiento generalizado, aliviado en gran medida con la vuelta a la escuela, que trajo silencios como burbujas de oxígeno.

Así es cómo Carlos, pandemia de por medio, ha empezado a valorar de otra manera la idea de la vida nómada, como él la llama, a la que tendrá que regresar cuando esto se acabe.

Mientras sigue soñando, junto a Córdula, con vivir un día en Colombia, Brasil o Perú, mientras se arrepiente de no haberse mudado a Wernigerode hace dos años, cuando tuvieron una posibilidad que dejaron escapar y, con ella, el sueño más palpable de vivir en las montañas y aprender a esquiar, mientras se arrepiente de no haber ido y sentido primero, como los dos lo han hecho siempre juntos, Carlos hace un resumen de su estado actual: «Ya no me siento en una situación de inestabilidad laboral y sé (ahora lo sé) que podría encontrar un trabajo en Berlín. Pero no quiero. Berlín se quedó tan atrás como El Salvador. Así vivo hoy: yo voy a un lugar a trabajar, a un lugar lejano, y hago mi fantasía de ese lugar». 

—¿Con qué parte de esa vida estás cómodo?

—Con el agradecimiento que tengo de haber salido [adelante] a través de ese sistema de vida. O sea, le tengo cariño a esa forma de vivir. 

—¿A la de los viajes?

—Sí. Y claro, ahora, con la condición de pandemia y que voy una vez a la semana, se volvió casi que romántico. Porque estoy pensando en equipar mi cuarto allá: me voy a llevar un tocadiscos y tengo los cuatro parlantes grandes, quiero hacer una esquina allá. Ahí enfrente hay una tienda de discos y, cuando vaya, me voy a comprar un disco por semana y lo voy a oír en la noche. Esa va a ser mi terapia, una terapia musical para mi bienestar personal. 

—¿Estás extrañando esa forma de vida?

—No, no es una vida que estoy extrañando. Solamente encontré la manera de no reclamar a ese espacio, encontré una manera de verlo con sentido y agradecimiento. Después de estar tanto tiempo trabajando en casa, descubrí que uno pasa mucho tiempo rechazando ese estilo nómada consuetudinario —sonríe, divertido con la palabra seria que acaba de usar—, hasta que, en algún momento, te das cuenta de que ya pertenece a vos. Yo creo que ese es el punto. La idea romántica que vino a partir de estar acá es también valorar lo que tengo fuera de acá. Y así se cierra el círculo.

Aquí se puede ver el póster que Carlos presentó en el Forum Copernicus. 

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