TEXTO: PAULA YACOMUZZI
FOTOS: CAMILA BERRIO
Diciembre de 2023
Una tarde del verano lluvioso estoy volviendo a casa por la explanada de Alexanderplatz y la encuentro de golpe. Es la morocha que se sacude al compás de la cumbia, con la cadera, con el pelo, con los codos. Como voy en esa dirección, camino mirándola durante unos cuantos metros. En la plaza hay un festival de Latinoamérica, en el trayecto de ida atravesé los puestos cayados de tacos y ceviche. Ahora los ánimos se han encendido con la banda en vivo y un semicírculo de gente divertida se ha formado frente al escenario.
Nos reconocemos en el mismo instante y estallamos en una carcajada. Es una de esas situaciones de pescar y que te pesquen con las manos en la masa.
«Estoy haciendo el taller de baile», había contado unos días antes.
¿De baile?, ¿qué baile?, reaccioné sorprendida. «Usamos unos videos para bailar. Y luego voy a ir entrando poco a poco en otro tipo de baile. Es optativo.»
Entonces me muestra un videíto de unos segundos. «Un chico me descubrió filmando y no me dejó seguir», dice. Yo veo unos cuerpos despatarrados, los brazos largos en el aire, reconozco el salón con espejos de la planta baja.
«Están encantados. Yo estoy convencida de que el baile, la música y el arte tienen una correlación directa con el aprendizaje. Las emociones son el pegamento de los recuerdos. Aparte que bailar en grupo refuerza los vínculos sociales, mejora la comunicación, los corazones de la gente se unen en el baile en grupo. Están contentos, esperan la hora de baile, me preguntan en la semana… Ha salido en el marco de los talleres que se dan tres días en el cuarto y quinto bloque.
»A mí misma me ha pasado aquí que he ido a una discoteca una noche latina en Osnabrück y quería bailar con un apuesto alemán y, como no me decía nada, yo le dije para ir a bailar. Me dijo no, porque no he hecho el curso. Le dije einfach so, spontan. Y me dijo no, no me sé los pasos —las dos nos miramos sin palabras, los ojos como platos.
Entonces agrega: «Yo creo que estos chicos no van a tener problema de bailar en cualquier lugar en cualquier momento». Y nos reímos con gusto, con la ilusión compartida de que las y los migrantes tenemos mucho que aportar.
* * *
Cristina Bolaños (Lima, 1983) es la profesora de arte y español de mi hijo en el colegio secundario. Muchas veces hemos charlado en las pausas del mediodía de la escuela, cuando reparto la comida, un servicio que prestamos los padres.
En ese rincón del primer piso nos hemos horrorizado juntas al ver a los alumnos tirar el contenido completo del almuerzo en el tarro de basura, porque no les gusta, porque ese día no tienen hambre. Allí me explica un día que en la novena se rebelan y protestan contra todo y confiesa otra vez que acá no llega a distinguir señales de clase social en los jóvenes como —sin tampoco buscarlo— ocurría fácilmente en Perú. Porque es una sociedad distinta de las que conocíamos, porque hay códigos que nos lleva tiempo aprehender.
Después está el mediodía en que, en el mismo rincón, entre porciones de halumi y cous cous, ojos delineados para competir con los de Robert Smith y pantalones que podrían albergar cada uno dos pares de piernas, presencio una sucesión de escenas que me conmueve.
Una chica responde «mis padres» cuando Cristina le pregunta por qué ha dicho que no se encuentra muy bien. Un chico hace a Cristina un pedido que roza la ilegalidad y recibe una negativa respetuosa. Una joven se planta delante de Cristina, abre la camisa, le muestra su atuendo con la panza al aire y quiere saber qué le parece. «¡Muy bien! —contesta la profe, veloz y convencida—. Queda fantástica la combinación de materiales, el cinturón con el chaleco de cuero.»
Ese día me fascina ver cómo los jóvenes se acercan y confían en ella y también la forma de estar de Cristina. Sin escándalos, sin juzgar, con interés, con palabras, presente.
Ella dice que los chicos alemanes y peruanos se parecen mucho en lo esencial. También dirá, cuando la primera chica se ha ido, que muchos jóvenes están solos. De este lado del Atlántico y del otro, porque hay mucho trabajo y sobra el bienestar económico o porque hay mucho trabajo y bienestar es lo que falta. Ha escuchado todo tipo de historias a lo largo del tiempo. Ha sido profesora de confianza en Perú y además los chicos cuentan anécdotas y comentan mientras están concentrados en el trabajo manual durante las clases de arte.
«Yo sí quiero ser un adulto significativo para mis alumnos.»
* * *
Cristina ha vivido años enteros de fascinación y entrega en las aulas, entre alumnos y planificaciones, bocetos y tarros de pintura, sumergida en el entusiasmo de los proyectos, acompañando jóvenes, organizando exposiciones y viajes, cuando no estudiando ella misma o preparando clases hasta las cuatro de la madrugada.
Las escuelas son su casa, da igual a cuántos miles de kilómetros se encuentren de aquellas donde se formó.
Su motivo son los adolescentes, estos seres con mal prensa que unas cuantas madres y padres contemplamos con resignación. A excepción del tiempo breve en que dio arte a niños de seis años, la clase cinco (con chicos de diez) es la más baja donde ha estado regularmente.
De ellos habla cuando le pregunto qué le da la escuela en lo personal. «Me gusta observar esa línea sinuosa entre la infancia y la edad adulta. Me gusta normalizar la adolescencia. Es una fase difícil pero interesante, en que la gente se transforma, en la que hay mucho espacio para conseguir que sean adultos funcionales. […] Mi trabajo me permite ser parte de ese cambio y hacer que tengan pensamientos más claros y pasen del descontrol al control.»
—Porque tu tarea va más allá de la enseñanza del arte y el idioma español.
—El colegio es un lugar donde se desarrolla un conjunto de competencias. Escritas, comunicativas, interculturales… Y está todo muy vinculado. Las artes tienen el potencial de que los chicos aprendan a tomar decisiones, pensar divergente, ser críticos y creativos. Y esa creatividad sirve para aplicarla en todos los ámbitos de la vida. Me da un poco de pena porque aquí son solamente cuatro años, llegan y se van. Pero pasan a manos de otros adultos significativos. Ojalá…
—¿Cómo se acompaña a los adolescentes?
—Mi trabajo con adolescentes es en este escenario escolar, no en el ámbito privado. Pero sí creo que es importante que nos informemos. Ellos están pasando por un proceso de poda neuronal en el que el cerebro todavía no está completamente desarrollado. Sobre todo en el lóbulo frontal, donde tiene lugar la toma de decisiones, los impulsos. Entonces no es que hacen lo que hacen porque no nos quieren o nos faltan el respeto, yo no lo tomo personal, por ejemplo.
»Necesitan muchos estímulos y probar cosas nuevas y que hagamos preguntas. Porque en el cerebro adolescente cuesta muchísimo reflexionar. A medida que van llegando a esas capacidades complejas se agotan rápido. Entonces, en los momentos críticos, a través de preguntas, trato que ellos mismos se cuestionen. Después ellos van seleccionando qué es lo que funcionaría en un mundo de adulto. Es complejo, porque son personas que están empezando a hacer cosas de adultos, pero sin nunca haber sido adultos. Yo veo a los adolescentes con cariño y curiosidad.
—Ponés mucho valor en generar relaciones.
—Sí. Lo que puedo decir de la secundaria, en mi caso, regresando a mi historia, es que no tuve muchos adultos significativos en mi entorno escolar. Porque el sesgo de la religión solamente te mostraba lo bueno y lo malo. Entonces yo sí quiero ser un adulto significativo para mis alumnos. Y me gusta ver a los padres, los profesores y los adultos que educan o viven con niños como una especie de gimnasio emocional. Porque los chicos vienen a ti en momentos en que tú menos te lo esperas y de pronto se van. Entonces hay que aprovechar esos cinco minutos en los que están ahí y te cuentan y hacer como de voz pensante. Nosotros somos como lóbulos frontales externos que los ayudamos a decidir.
»Pero también es cierto que no nos hacen mucho caso. Porque para ellos lo importante y vital son los amigos. Necesitan el grupo, ser vistos y ser queridos y aceptados. Y entonces, en ese proceso de ensayo-error, ellos saben que están en el camino correcto cuando reciben esa aprobación externa.
De pronto recuerdo mi propio colegio y la ocasión en que una profesora abandonó la clase entre lágrimas. Le cuento la anécdota. «Nunca me ha pasado que he llorado en clase. Y después tampoco —comenta—. Pero sí he reflexionado mucho y he ido todo el tiempo con mis colegas después del trabajo a comer o tomar algo y hablar de alumnos hasta las diez de la noche. Finalmente, los malos comportamientos pasan y luego eso no significa que se van a quedar así. Pero eso que me comentas tiene que ver también con el manejo de clase y con los años de experiencia como profesor.»
* * *
Ella misma era una joven de veinte años cuando llegó al colegio alemán de Arequipa, el Max Uhle. Acababa de terminar la escuela de arte. Empezó trabajando como practicante de secundaria y primaria y ya no se fue. Quince años la retuvieron esas aulas maravillosas.
«El mundo de los colegios nacionales en Perú era gris, en blanco y negro», dice. Pero el Max Uhle era «de colores, con acuarelas, acrílicos y pinceles alemanes…». La deslumbraron los libros en la biblioteca y los materiales para las artes plásticas. La cautivaron la atmósfera bilingüe y los métodos activos de enseñanza. Le fascinó que los alumnos se despedían con besos y abrazos, que no llevaban uniforme, que tenían permitido pintarse las uñas, que había mucha libertad.
«Se le daba importancia a otras cosas de adentro que quizás a mí también me hicieron falta y ningún profesor estuvo ahí. Además todo era muy superficial; si no creías, si no tenías la fe suficiente…»
Ella estudió en un colegio católico. «El Colegio Dominico del Sagrado Corazón, donde la directora era una monja. Eso ha marcado el camino que tomé.» Lo dice en nuestro primer encuentro, el café sobre la mesa todavía humeante.
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Antes del Max Uhle trabajó en una escuela con niños de la calle. «Pero ya en paralelo había empezado a hacer prácticas en el colegio alemán. Y veía las diferencias. Este colegio no tenía nada y el otro lo tenía todo, un barco lleno de materiales anual para el área de arte…Yo he hecho pedidos de varios euros anuales para pinceles, témperas y todo lo que se me ocurría o veía en los catálogos de las tiendas de arte alemanas. Entonces fue para mí… Este colegio tan pobre me impresionó.
»Había alumnos mudos de shock post trauma, alumnos que trabajaban en la calle, una alumna que en sexto de primaria estaba embarazada. Unos casos… que a mí… Eso fue muy fuerte. Y yo lo pensaba utilizar como tema de tesis, al principio también fui por ese interés académico.
Pero no pudo, no se sentía preparada para tratar con aquellas situaciones.
Así que decidió utilizar los recursos a su disposición.
«Tuve un curso en la universidad que se llamaba El destino universal de los bienes, y yo creo que todo nos corresponde a todos. Por ejemplo, yo soy muy desprendida con las cosas. En mi vida he dejado muchos departamentos y he recibido y regalado muchas cosas. Yo no me abrazo a mi mesa de noche, si puedo regalo mi almohada. Finalmente son cosas y las cosas vienen y van.
»Dije en el colegio alemán que estaba haciendo una investigación en este otro colegio. Y llevé un montón de materiales para que hagan arte.
* * *
En el Sagrado Corazón Cristina conoció los métodos que no iba a querer replicar como profesora. Que si la corbata estaba torcida te sacaban dos puntos, si los zapatos no estaban bien lustrados otros dos puntos. Que debías pararte en el rincón porque no habías resuelto correctamente el problema de matemática. Y que no se te ocurriera escribir con el lapicero rojo.
«Métodos corta alas», dice. Todo estaba mal. Solo en las clases de mandolina y flauta podía ser ella misma, podía crear. Ella era de las adolescentes que miraban alrededor cuando rezaban, distraída, desatenta.
De entre todo lo que cuestionó de la primera educación prevalece el rol de la mujer. «Sal del colegio, estudia mientras se puede, cásate.» El molde, le llama. La virgen María como modelo de mujer. La vida doméstica y el amor a la virgen, a la eucaristía y al estudio como mandatos. Lo que se incrusta en algún lugar inaccesible del cerebro.
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«Llegué en 2019, el 9 de noviembre, que es una fecha importante acá en Alemania. Y a los meses empezó la pandemia.»
Hacía cuatro semanas que daba clases en la Peppermont Schule, donde ahora, al inicio del ciclo lectivo, la acaban de nombrar vicerrectora. («De alguna manera haré lo que ya un poco hacía, no sé estar de otra manera», ha dicho con una sonrisa ladeada.)
«En marzo del 2020 estábamos todos en la sala de profesores y alguien dijo tenemos que confinarnos. Recuerdo que googleé la palabra Quarantäne. Y yo pensé por una gripe, qué exagerados. Es más, al principio pensé que solo era una decisión del colegio.»
Pero no era una decisión del colegio y se quedó sola, primero en un departamento en Charlottenburg, después en Pankow, con una computadora y una aplicación flamante llamada Zoom.
Tomaba clases de español como segunda lengua extranjera en la Universidad Humboldt, daba clases en la escuela Peppermont y se comunicaba con su familia en Perú. Pasaba una pila de horas diarias frente a la pantalla. El pobre laptop dejó de andar un buen día.
«Algunas amigas me decían sí, pero te postergas… Yo no siento que me postergué. Yo sacaba lo mejor de mí.»
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Después de las prácticas, en el Max Uhle la contrataron como profesora. Le dieron el taller de escenografía.
Allí proyectaban imágenes en las paredes antes de pintarlas y aquellos motivos enormes se quedaron para siempre con ella. En sus clases de arte después abundaron los murales. En la obra propia, que desarrolló en paralelo a la actividad educativa, aún prefiere abstenerse a reducir la expresión. «Si empiezo a pintar en formatos pequeños mi voz se apaga», lamenta.
Cinco años más tarde, obtuvo la jefatura del área de arte y teatro, donde trabajaba la apreciación y manifestación artística de los jóvenes mientras convertía la escuela en un espacio de arte abierto a la ciudad.
El proyecto ambiental vino después, con iniciativas de transformación de residuos sólidos, arborización («Arequipa es una ciudad con una gran problemática de agua, con una mina, con un sol intenso y muchas especies por rescatar»), campañas para la limpieza del aire («el parque automotor es muy dañino y Arequipa está rodeada de volcanes, es como una taza»), bio-huerto, limpieza de las calles…
Finalmente, tras el año en Osnabrück, asoció el Max Uhle a la red de colegios UNESCO de Latinoamérica. Entonces se reforzaron las iniciativas sociales. Fundamentalmente, los intercambios con escuelas del Valle del Colca, a tres horas de Arequipa.
Jóvenes que nunca habían estado en el campo o en una chacra, que jamás habían viajado en autobús o caminado descalzos en la naturaleza —tales eran en algunos casos las afecciones de su privilegio— sembraban papas, araban con toros, cocinaban para muchas personas, hacían largas caminatas por las alturas y pintaban murales junto a los alumnos del pueblo.
«Nuestros alumnos iban a construir, a cargar, a transformar ambientes, a ponerse al servicio de la comunidad, mientras los chicos de las escuelas del valle estudiaban con nuevos métodos y nos enseñaban sobre su cultura. Llevábamos profesores de historia o de matemática, de acuerdo con lo que las escuelas necesitaban.»
La planificación se realizaba en equipo y los objetivos eran claros: hacer de los alumnos ciudadanos «más humanos, más sensibles, más empáticos y conscientes, más abiertos a otras culturas. Y sobre todo, sin ese desprecio a lo andino que se vive mucho en el Perú».
También ella conoció mucho de lo que denomina «mi propia cultura» en los intercambios con los colegios del Valle de Colca. «Porque no había tenido la oportunidad antes de ver el Perú profundo, mis padres tampoco estaban tan cerca de eso. Hemos aprendido danzas de Perú, hemos hecho encuentros culinarios, hemos cocinado a leña, hemos visto las estrellas, el amanecer, hemos reflexionado sobre la cosmovisión andina y el significado de la tierra.»
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«Entonces no tenía tiempo para tener una vida privada. Y me encantaba la idea, me fascinaba. A veces algunas amigas me decían sí, pero te postergas… Yo no siento que me postergué. Yo sacaba lo mejor de mí. Para mí era la primera vez que yo hacía todo eso, entonces era enriquecedor a todo nivel. Tal vez porque en el colegio católico rezaba arrodillada en el piso, en un piso con mayólicas en cuadraditos que después te dejaba marcada las rodillas todo el día.»
«Fui jefa con veinticinco años. Aprendí muchas cosas, entendí cómo se movía el mundo, viajé, entré, salí. Y pues no estaba dispuesta a aceptar el rol tradicional, no lo quería o, más que nada, no lo necesitaba. Estaba bien conmigo misma y con lo que hacía, con los alumnos, los viajes, estudiando alemán… Nunca repetí un proyecto. Sentía que me iba a estancar y ahí iba a acabar mi vida creativa, pedagógica.»
* * *
Cristina me envía por email el trabajo que ha escrito sobre la soledad de Silvio Astier en El juguete rabioso, la novela de Roberto Arlt. Fue su proyecto final para el seminario de soledad y aislamiento en la literatura que tomó en la Universidad Humboldt.
«Estando en cuarentena llevaba este seminario. Y cayó a pelo, no solamente para mí sino para todas las personas que participamos. Porque hablábamos de soledad estando en soledad, en mi caso completamente, porque era nueva en la ciudad y no conocía a nadie. Estuvo referido a muchas obras de la literatura en español, filósofos alemanes, etcétera. Y ahí lloré muchas veces, muchas veces —repite—. Porque los textos me hicieron mucho eco. Por ejemplo, hace muchos años que vivo sola (eso era un problema en Perú, muchos me preguntaban el por qué, mis tíos me decían pobrecita), y hubo un fragmento del filósofo [Hans-Georg] Gadamer que me impresionó porque dice que las personas que viven solas en la adultez, partiendo de la premisa de que la soledad es una habilidad aprendida, han sido niños que aún estando en compañía se sentían solos.
»Entonces me empecé a cuestionar. ¿Dónde estaba mi soledad? Si mis padres estaban ahí, mis abuelos también estaban ahí. ¿De dónde nace eso? Concluí que la migración es como volver a nacer. Ahora estoy investigando a mi abuelita. La mamá de mi papá falleció cuando mi papá tenía tres años. Y yo me llamo Cristina como su mamá. De alguna manera, en esta nueva vida, me siento responsable por él.
»No sé, acá en Alemania me he venido a cuestionar cosas que antes jamás me había cuestionado. Creo que si me hubiera quedado en mi ciudad no hubiera llegado a las conclusiones que he llegado ahora.
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Hacía cinco años que escuchaba hablar alemán a diario en los pasillos del Max Uhle, pero el primer hallo lo pronunció en un curso.
«La profesora nos repartió corbatas y nos aplicó el método demostrativo. Se presentó, escribió dos frases en la pizarra y después toda la hora tuvimos que presentarnos entre nosotros.» No habló una palabra de español y «fue genial —dice Cristina—, fue lanzarme directo a la piscina de agua fría».
Ese verano las amigas habían empezado a tener hijos y ella miraba las vacaciones con recelo. Así que tomó la decisión de anotarse en el curso. Pero ya no dejó el alemán y, antes de instalarse en Berlín, aprobó el nivel C1 que le exigían para entrar a la universidad.
Las incursiones a Alemania empezaron con veintinueve años. Quería afianzar el idioma y además las escuelas alemanas eran para ella un referente importante.
Un verano hizo un curso de idioma en Stendal y prácticas en un colegio de Berlín. Después estuvo un año en Osnabrück. Hacía un perfeccionamiento pedagógico cuando el profesor se jubiló y ella terminó a cargo de la materia de arte en las clases once y doce. Fue entonces que planificaba hasta las cuatro de la mañana. Escribía lo que iba a decir. «Fue dificilísimo», exclama ahora. También viajó por media Europa, visitó ciudades y museos e investigó. Volvió a Perú como la mariposa que sale del capullo, dueña del escenario de la clase.
Entonces su colegio la empezó a enviar a Alemania a recoger los alumnos de intercambio. «Y después los empecé a traer. Y ese traerlos era fascinante.» Los adultos facilitaban la introducción en la cultura y, «como yo estaba muy fresquita en eso (hacía dos años había tenido que aprender por inmersión), entonces realmente podía ayudarlos».
Pasaba cinco semanas en Alemania todos los años por este motivo. Cuando volvía a casa «tenía más preguntas que respuestas. Quería aprender más, saber más, seguir capacitándome, viendo otros métodos para enseñar arte, profundizar en alemán…».
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Arequipa es miedo, dice.
Miedo a que explosione el volcán Misti, miedo a tomar agua contaminada con restos fecales, miedo al sol porque la radiación a los 2.355 metros de altura está casi fuera de la tabla. Miedo a que los perros te muerdan en la calle. A subir sola a un taxi como mujer o llegar tarde en la noche. Miedo al qué dirán en la ciudad conservadora. «Muchas veces me he sentido así, la inquietud venía por todos lados.» La comida, los pesticidas, los terremotos, el aire contaminado…
«Yo toda mi vida he pelado los tomates. Ayer hablamos del tema en la clase siete a raíz de un documental que vimos. Ahí decía Roman [un alumno], pero ¿por qué la chica del video pela los tomates?»
De pronto recuerda que se olvidó de contarme que estudió nutrición. Cuatro años, mientras estudiaba arte en la Escuela Nacional de Arte Carlos Baca Flor. Lo dejó cuando tuvo que elegir entre hacer prácticas en el colegio o el hospital. Le fascinaba el cuerpo y la anatomía. Sabía que iba a ser un tema importante «como definitivamente lo es ahora —dice—, la pandemia nos lo ha demostrado».
«Definitivamente es la educación lo que nos va a salvar.»
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«Mis colegas, amigos, familia (menos mis padres) me decían que iba a ser muy difícil, que tenía que conseguir un hombre apenas llegue para poder mantenerme aquí y poder hacer algo en este continente.»
Le pregunto qué sentía al escuchar eso. «Ese fue otro tema en el trabajo. Mucho sexismo. Fui jefa muy joven, sistemáticamente me he enfrentado a ese tipo de comentarios por parte de los colegas, como si mi capacidad no hubiese sido suficiente para lograr el cargo, sino que lo hubiera obtenido por otros medios. Ese tipo de bromas muy sexistas, tú sabes cómo se piensa allá, todavía existe la idea de que sería mejor estar en casa con tu esposo y tus hijos. Yo tuve que luchar con esos comentarios. Y demostrarme también a mí misma que las cosas podían ser diferentes.»
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«Quieren viajar a Mallorca», dice Cristina, incrédula. Es la razón porque sus alumnos se proponen aprender español.
Pero su entusiasmo no disminuye. «Para muchos ha sido una sorpresa que hay veintiún países que hablan español. Y que son lugares a donde se puede viajar, donde quizás un día pueden estudiar o investigar.» Como antes en Perú, ampliar los horizontes geográficos y culturales de los alumnos se ha vuelto en ella una misión personal.
En realidad, es uno de los objetivos principales de la materia de español como segunda lengua extranjera, algo que comprendió durante los estudios en la Humboldt, mientras veía el polvo acumularse sobre la pila de libros de gramática que había comprado. Los jóvenes alcanzarán como máximo un nivel A2 o B1, mientras trabajan en el desarrollo de sus competencias interculturales. El propósito definitivo es que se puedan comunicar y desenvolver en un Berlín y un mundo pluricultural.
En las clases de español de Cristina conversan sobre paella y tortilla de patatas o papas (todas las versiones son válidas), pero también de quinoa y guacamole, sobre los mayas y el quechua, el tango y el Amazonas. En la clase diez, tal como ha aprendido, se tratan cuestiones complejas que resuenan en el mundo contemporáneo como pueden ser el neoextractivismo, el turismo masivo o la colonización. Con un vocabulario simple, ofreciéndoles los inicios de frase para que puedan mantener conversaciones. Sin diccionarios porque el vocabulario se adquiere con las aplicaciones de idioma, los videos y los traductores online. La gramática se trabaja en el contexto de un proyecto y las imágenes son un recurso super valioso.
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Como mujer joven y adulta después, la necesidad de volcarse a la pintura «llegaba en los momentos en que necesitaba procesar algo. Era una manera de enfrentarme a los cambios que me ponía la vida, a los viajes, a los problemas, al no encajar…».
No ha dejado de pintar desde los tres años y uno de los sueños que albergaba al radicarse en Berlín era estudiar arte en Europa. El otro sueño consistía en hacer una pausa y, por una vez, por un tiempo, durante los estudios en la Humboldt, no trabajar.
Con el tenedor remueve unos restos de comida que han quedado en su plato. La amenaza latente de las avispas salpica tensión en este mediodía afable en una terraza del barrio de Weissensee.
A un par de semanas de empezar las vacaciones de verano, las autoridades alemanas le acaban de confirmar que reconocen al cien por ciento su formación y experiencia como profesora de arte. Ella levanta la vista y sonríe. No seguirá estudiando arte. Paradójicamente, también es una validación de su carrera profesional.
Lo otro, el idilio del estudio duró pocos meses. Los ahorros se consumían rápido y la mujer adulta en que se había convertido ya no sabía vivir a arroz. También la oscuridad del primer invierno berlinés se le subió a la cabeza. Se llenó de dudas, culpas, inseguridades y al final se dijo que tenía que conseguir un trabajo. Inició una búsqueda laboral y obtuvo un cargo en la Peppermont Schule.
Es la primera vez que está en una escuela libre y le gusta. El proyecto pedagógico toma elementos del método Montessori y ella disfruta viendo la riqueza de recursos que tienen los chicos para poder expresarse, ser ellos mismos y crecer. Le gusta la flexibilidad y las opciones que reciben allí, aunque duda del Selbstorganisiertes Lernen, la organización propia de los cursos y aprendizajes. «Algunos alumnos aún no son capaces de tomar decisiones conscientes en los primeros años, los chicos necesitan acompañamiento», dice.
Le gusta la escuela libre mucho más de lo que le gustó contemplar la enorme presión en los colegios públicos alemanes. Ha visto chicos enfermos, que no quieren volver al colegio, y profesores que hacen uso de las críticas, las comparaciones y los gritos. «El sistema alemán no es de los más avanzados del mundo, se etiqueta mucho a los jóvenes y a los diez años se decide su futuro profesional», dirá en algún momento.
En Berlín ha aprendido a tratar con los asuntos de género. «Me he vuelto cuidadosa con el lenguaje. Me informo antes para saber qué pronombre utilizo, por ejemplo. A veces también [los jóvenes] actualizan su nombre. Con el fin de respaldarlos en su seguridad y en su sentimiento de ser aceptados, pues yo les digo el nombre que quieren.»
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«En educación hablamos de procesos educativos. Por lo tanto muchas veces no tenemos la suerte de visibilizar los resultados objetivamente en los cuatro o cinco años de secundaria. Pero sí hay momentos en los que los alumnos hacen presentaciones, resuelven bien un conflicto, son capaces de subir al escenario, se presentan ante un público, solucionan problemas que al comienzo no entendían, hablan en otros idiomas o ellos mismos se maravillan de sus propias creaciones. Son esos momentos los que yo disfruto con ellos.»
—¿Cuándo te sentís realizada? —insisto—. Vos, en lo personal.
—¡Siempre! —dice, enfática, y se ríe—. Siempre cuando los veo lograr esas pequeñas cosas. A través de ellos me siento feliz. Lo deseo para los niños del mundo, que todos tengan comida, que puedan hacer arte, que puedan ir al colegio. He conocido personas que lo tienen todo y otras que aparentemente no tienen nada. En Perú, en Sudamérica en general. Definitivamente es la educación lo que nos va a salvar.
»Si hubiera hecho otra cosa me hubiera perdido de ver la riqueza del mundo educativo, los intercambios, ese goce de aprender y estar con gente y ver que ellos florecen, crecen, se van desarrollando. Quizás soy un poco patológicamente optimista, pero sí creo en un mundo mejor.