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La aldea latina y la gentrificación

 

TEXTO: ALEJANDRA ATALAH
FOTOS: VIOLETA LEIVA

Agosto de 2019

Cuando recién llegamos a Berlín y escuchamos decir Macondo, se nos viene a la cabeza el pueblo de Cien años de soledad. Después de un tiempo nos damos cuenta de que también es una canción que tocan los Chico Trujillo en esos conciertos bien latinos y masivos en los que buscamos una pachanga que nos sacuda el invierno. Pero no se queda ahí. Macondo es además un lugar tangible en Berlín, un café en Boxhagener Platz, en Friedrichshain, el barrio alternativo que no ha terminado de expulsar las últimas okupas y ya está infectado de inversores y especulación inmobiliaria.

El que abrió Macondo en 2006 fue Jorge Rodríguez (Bogotá, 1973), quien dejó atrás el sol de su país primero y el de Nueva Zelanda después, cambió la corbata y el terno por zapatillas y, “sin querer queriendo”, como díría el Chavo, aterrizó en Berlín junto a Julia, su esposa alemana, con la que hoy tiene una hija.

A los camareros latinos los visitaban los amigos, y los amigos de los amigos también hicieron de Macondo un lugar de encuentro. Así fue que Macondo se hizo aldea en Berlín, una aldea hispanohablante. Todavía hoy, y aunque una gran parte de los empleados siempre ha sido de procedencia diversa, el palpitar latino sigue vivo en este rincón de Friedrichshain. No es raro que un “hola” se te escape por la boca al entrar o después de leer las propuestas de desayuno colombiano, mexicano y argentino. Si hasta los propios alemanes se despiden con un “chao, gracias”, como pasó más de una vez mientras entrevistaba a Jorge…

Mucha gente entra y sale mientras hablamos. Jorge levanta la cabeza y los observa mientras buscan lugar para sentarse. Él toma un té y mantiene un brazo apoyado sobre el sillón antiguo, uno de esos “de abuela”, con historias de guerra, separaciones y abandono, piezas fundamentales de una Berlín desvencijada, de una estética de cabaret y posguerra que caló en las capitales de medio Occidente.

El acento colombiano de Jorge no se oxida. Cuando habla sonríe con los ojos.

¿Qué te trajo a Berlín?

Mi esposa.

¿Es alemana, berlinesa?

No, ella viene de Eisenach, Turingia. Pero la conocí en Nueva Zelanda. Estaba trabajando en Nueva Zelanda, mi proyecto terminó y todavía tenía diez meses de visa de trabajo. Entonces me volví mochilero, me puse a recorrer el país. Y conocí a Julia en un hostel. Desde ahí estamos juntos. En Nueva Zelanda nos casamos, estuvimos casi un año viajando por todo el país y después nos vinimos a Berlín. Primero llegamos al pueblo de ella, a Eisenach, pero allá no pasa nada, a las tres de la tarde empiezan a pasar las ramas esas, rodando… Ella quería estudiar. Al final terminamos en Berlín, porque vimos que también era la mejor opción para mí. Eso fue hace dieciséis años.

¿Qué hacías en Colombia? ¿Cómo llegaste a Nueva Zelanda?

El típico trabajo de corbata. Yo estudié administración financiera y trabajaba para una empresa neozelandesa en Bogotá. Era asistente de Gerencia. En esta empresa se utilizaban recursos naturales, aunque indirectamente. Por esa época los grupos guerrilleros en Colombia cobraban un impuesto a cualquier empresa extranjera que utilizara recursos naturales.  Se llamaba impuesto de guerra, aunque es extorción. Apenas llegó la primera carta, dos días después, mi jefe envió a su familia (su mujer y dos hijos pequeños) fuera del país. Y él se fue un mes más tarde. Ellos no querían problemas ni pagarle dinero a nadie…. Entonces quedé yo encargado y después se liquidó la empresa desde Nueva Zelanda. El proceso de liquidación duró casi siete meses. Ahí me quedé sin trabajo. Pensé en irme a la Argentina, porque había visto una buena especialización en Finanzas Internacionales. Llegué a Argentina cuando estaba la crisis del corralito y prácticamente perdí la plata de la universidad… Me inscribí y no podía ir a clases. Entonces, por suerte, me escribieron de Nueva Zelanda, que si quería ser parte de un proyecto.

Hicimos el proyecto en Nueva Zelanda. Pero no era factible bajo las condiciones que quería el dueño y al final se canceló. Cuando me quedé sin trabajo, aproveché y me di una vuelta para conocer. Además, me habían pagado muy bien y pensé que podía ir a un hostel.  Entonces aprendí a comer barato y así tuve lo suficiente para viajar todo un año.

¿Qué hiciste cuando llegaste a Berlín?

Bueno, comencé a estudiar alemán.

¿Cómo estuvo eso?

Super aburrido, ¿no? Además, yo llegué y cumplí treinta. A los treinta aprender otro idioma es súper difícil. Y yo nunca fui el mejor en los idiomas.

¿Cuáles eran tus barrios en Berlín en esos momentos?, ¿por dónde te movías?

El primer piso que conseguimos fue en Prenzlauer Berg y casi nunca salíamos de ahí.

¿Cómo era Prenzlauer Berg en esa época?

Era normal. O sea, pagábamos por un piso que era super pequeño, una habitación y media, 185 euros mensuales. Una planta baja súper oscura que estoy seguro ahora debe estar costando 500 euros porque es Prenzlauer Berg, pegado al centro comercial de la Schönhauser Allee.

En esa época Prenzlauer Berg era un poco como Friedrichshain ahora, ¿no?

Sí, pero Friedrichshain ya también cambió mucho. Mira, que yo venía en esa época de vez en cuando a Friedrichshain porque era el barrio alternativo. Me acuerdo mucho de este parque, Boxhagener Platz. Era muy oscuro, todo era feo acá, todas las casas eran oscuras…

¿Tenías lugares a los que ibas siempre?

En la escuela de alemán conocí a un alemán, un francés y un colombiano y con ellos andábamos siempre. Veníamos a Friedrichshain a un lugar que se llamaba Lauschangriff, no sé si exista todavía, un sótano… ¡Había un polaco que ponía cumbia!

¿Sabes a dónde íbamos mucho? Había un sitio que se llamaba Freitags, en Mitte, muy cerca del Babylon. Allí había un edificio que estaban renovando. En ese edificio que estaba vacío y en obra, con los andamios y todo, por las noches había fiestas buenísimas en el sótano. Todo era un misterio, porque apenas llegabas a la calle había gente haciendo “shhhh” y había puras velitas en el piso y mucha humedad… Pero la música era buenísima. ¡Ahí ibamos los viernes!

¿Qué hiciste después de los cursos de alemán?

Cuando llegué conseguí un trabajo en una empresa de publicidad y mercado que trabajaba para la BVG [Berliner Verkehrsbetriebe, la empresa estatal de transporte]. Ahí entré en la parte contable. Después de tres semanas, me di cuenta de que me pagaban muy poco respecto de lo que le pagaban a los demás. Porque mi estudio no fue homologado acá, mi título no valía nada, y acá existe eso de la tarifa. Entonces renuncié, me fui. Después trabajé en un call center donde pagaban súper bien. Tenía que llamar a bancos en España y pagaban treinta euros por entrevista, unos treinta euros la hora. Yo me programaba a veces entre ocho y diez entrevistas diarias, estaba haciendo muy buen dinero ahí. Con eso estuve unos tres meses, logré hacer un buen dinero.

Y seguía de todos modos estudiando alemán, aprendiendo. Al final conseguí una escuela en Kreuzberg que se llamaba Babylonia. No hacían nada de gramática, te ponían a hablar. Ahí fue que aprendí. Igual después salió esta cuestión de los cursos de integración y lo hice. Saqué en todo uno, ¡las mejores notas!

¿Ahora hablan alemán en la casa?

Sí, desde hace mucho tiempo… Creo que los dos primeros años hablamos inglés. Pero después mi esposa dijo “vamos a hablar alemán”. Llevábamos seis meses sin hablar [bromea]. No, eso me sirvió muchísimo. Además, ya ella también había empezado a estudiar y tenía un trabajo y no le quedaba mucho tiempo para acompañarme a hacer todos los trámites. Igual en todos lados me decían que necesitaba un traductor. Bueno, así aprende uno.

¿Cuándo aparece la idea de Macondo?

Luego de un tiempo en ese trabajo del call center las cosas cambiaron. No era tan lucrativo pues nos empezaron a pagar menos. Entonces hacer lo mismo por menos dinero ya no era atractivo. Y bueno, para homologar el estudio me tocaba hacer casi tres años. Entonces dije no, qué pereza, quiero hacer un proyecto cultural, con lecturas, música, películas… Así comenzó.

Entonces yo estaba recibiendo dinero del job center [del estado]. Si uno toma la decisión de volverse independiente, tiene que ser por medio del job center. Y es ridículo, porque lo único que te dan es algo de dinero. Me dieron ayuda durante seis meses, 150 euros, que no era nada. Yo tenía que pasar toda mi plata y plan negocios por el job center.

“Veníamos a Friedrichshain a un lugar
que se llamaba Lauschangriff, no sé
si existe todavía, un sótano…
¡Había un polaco que ponía cumbia!”

Tus estudios te debieron haber ayudado en el plan de negocios.

Sí, claro. ¡El plan de negocios lo hice rapidísimo! Y ya, fue el proceso de ir a buscar un sitio. Yo quería en este barrio, aunque nunca pensé que se volvería así. Era súper oscuro acá, y este local llevaba muchísimo tiempo vacío. Había otro local vacío, entonces yo venía durante el día y me sentaba en la ventana a ver cuánta gente pasaba. Cuando me di cuenta que de este lado da el sol, me decidí acá. A la mañana no, pero partir de las dos de la tarde tenemos sol.

Entonces armé el proyecto. Empezamos con la idea de hacer algo cultural, un sitio de reunión de latinos. Así comienzan muchos ¿no? [se ríe] Al final se da uno cuenta de que no es la forma, que si tú quieres vivir de eso, no puedes. Igual yo desde el principio dije “hay que hacerlo muy berlinés, con sillones viejos y tal, no vamos a hacer el típico cliché con la bandera afuera y bultos de café, el Che Guevara y eso. No, yo no quiero esto”.

¿Cómo surgió el nombre?

El nombre sale porque en esos días estaba leyendo Cien años de soledad… Ah, no, ni siquiera. Estaba leyendo La hojarasca. Y en La hojarasca también hablan de Macondo. Pero busqué nombres. En un principio se iba a llamar Don Raúl, por mi abuelo. Pero cuando se me ocurrió Macondo, no sé, dije “tiene que ser Macondo”. A pesar de que hay Macondos en todas partes del mundo… Averigüé y acá no hay que patentar los nombres. Así comenzamos.

Hicimos un programa cultural con lecturas. Un amigo actor colombiamo leía y representaba los personajes con las voces. Otro amigo actor alemán venía con un pianista y leía El lobo estepario, con la música del piano atrás. Buenísimo. Se llenaba muy bien. También hicimos exposiciones de arte. Y ahí fue cuando, de a poco, nos empezamos a dar cuenta de que había personas que se tomaban una copa de vino en toda la noche y nada más. No cobrábamos los conciertos, la gente entraba y no consumían nada o simplemente se sentaban afuera, se traían una cerveza. Entonces dijimos “toca arreglarlo de otra forma”. Y las lecturas empezaron a ser cada vez menos.

Como nos llegaron cosas buenas, también tuvimos cosas que decíamos ¡¿qué?! Una vez llegaron unos argentinos que hacían títeres. Yo los había visto en algún lado y me los habían recomendado. Pero ese día cuando los vi acá… todos nos quedamos… No sabíamos ni de qué se trataba. Fue una cosa súper extraña. Hubo un par de casos así. Un tipo vino a hacer un concierto también y ¡nada que ver! Yo no tengo idea de música, pero sé que estaba mal.

Así se fue estableciendo que venían muchos estudiantes, muchos latinos, los que trabajaban y los amigos de los que trabajaban. Se empezó a dar la onda de “sí, es de un latino”. Pero igual era un sitio bien berlinés. Ahí me di cuenta de que era por ese lado que se dio. Pero ese sueño de la integración latinoamericana lo hemos hecho aquí a través del personal, porque ha habido gente de todas partes. 

¿Siempre son latinoamericanos los que trabajan acá?

No necesariamente, desde un principio ha estado mezclado. Al principio, casi todos los primeros empleados que tuve fueron amigos. La cosa es que yo no tenía la experiencia, yo sólo había trabajado en bares un poco en Nueva Zelanda. Creo que un año después empecé a contratar gente que no conocía, que fueron llegando por el amigo del amigo del amigo y no sé qué.

Cuando hablas de “empezamos”, ¿a quién más te refieres?

A mi esposa y a mí. Porque mi esposa me ayudó mucho el primer año. El primer año se encargó de la parte del personal, mientras yo estaba encargado del resto. Entonces la gente venía a hablar conmigo  y luego ella manejaba la parte burocrática. Ese fue el primer año.

¿Cómo fue  ese momento en que te diste cuenta de que no ibas a trabajar en finanzas, que dejarías ese camino para seguir el otro de un negocio propio?

Yo creo que fue como un descanso. Porque, en realidad, yo no me veía sentado en una oficina. Como me decía mi esposa, era como si me hubiera salido de eso, como si hubiese desertado.

En un principio dije “Ah… hubiera seguido en eso, sería más fácil todo, tendría un trabajo donde estaría yo recibiendo todos los meses mi sueldo, tendría un mes de vacaciones pagadas y así no me tendría que preocupar de nada”. Pero creo que no estaría feliz. A pesar de que cuando uno es independiente tiene la posibilidad de decidir cuándo hace sus cosas, también tiene muchas responsabilidades. Sólo para irte de vacaciones tienes que tener personas en las que tú puedas confiar plenamente… Porque financieramente no funciona tan bien como para dejarlo cerrado un mes. Vacaciones de un mes no tengo hace mucho tiempo, pero tengo pequeñas vacaciones de una o dos semanas. Lo hice cuando mi hija estuvo recién nacida, que tomé el año de permiso posnatal que te da el Estado. Viajamos tres meses por Europa… Pero en ese momento tenía un buen equipo de gente en la que podía confiar.

¿Recuerdas si el cambio de proyecto en tu vida fue algo fácil de aceptar?

En el momento en que decidí hacerme independiente, ya creo que no estaba muy consciente de todo lo que eso acarrea, de cómo está uno solo ahí con todo. Claro que, de todos modos, yo nunca quise volver a Colombia, porque no veía perspectivas. Pero, en un principio, no pensé qué tantas cosas conllevaba ser independiente y después me fui dando cuenta de que son unas responsabilidades grandísimas. Además, a veces te embarcas en algo que tú ya no puedes echar atrás… No le puedes dar la espalda a ninguna situación, lo tienes que enfrentar todo. Y a pesar de todo, también creo que esa es la parte buena.

¿De dónde es la gente que trabaja hoy acá?

Está super mezclado y siempre ha sido así. Hay muchos latinos: colombianos, chilenos, argentinos, de Costa Rica, bolivianos… La mayor parte de ellos son estudiantes pero también he tenido gente que simplemente son inmigrantes. Ha habido mucho alemán también. Hay una chica de Dinamarca que ya lleva un buen tiempo acá. He tenido gente de Irán, ahora hay un israelita, un lituano y un australiano. Está super mezclado y la cocina se nos está abriendo. Hubo un tiempo en que la cocina era súper chilena… Bueno, con Thomas, Bárbara, Anaí, Mathias, Marco… Todos los chilenos se fueron yendo de a poco. Después tuve una época en que había mexicanos, tuve tres cocineros mexicanos. Italianos ha habido también. Españoles, franceses, una chica de Bélgica… Mira, han pasado de todas partes.

¿Sientes de alguna forma una responsabilidad por los nuevos inmigrantes?

Al principio hacía mucho, trataba de ayudarlos. Había muchos que llegaban y no sabían cómo hacer el Anmeldung [el registro]. Yo trataba de ayudarles mucho: a hacer la tarjeta roja, a sacar el número de seguridad social y esas cosas. Ya después hubo un tiempo en que me sentía muy involucrado en todo. Y yo ya tenía suficientes cosas, suficientes problemas…

¿Cambiaron tus propios sueños desde que llegaste hasta ahora?

Bueno, mira, yo nunca me imaginé cómo iba a ser acá, llegué acá practicamente de rebote. En un principio dije “bueno, voy a homologar mis estudios y conseguiré un trabajo corriente y llego adonde quiero llegar en esto de la parte administrativa”. Pero después las cosas cambiaron. Puse el café y pues sí, en algunos momentos, después de unos cuatro o cinco años, pensé en expandir y montar otro sitio. Hice el intento y no funcionó, con una sociedad. Pero, en realidad, en lo único que yo pensaba era en una estabilidad económica, en poder formar mi familia bien. Todavía sigue habiendo sueños de formar otras cosas en la gastronomía, pero todo tiene su tiempo y por ahora hay que quedarse quieto.

Pero sí he realizado sueños de viajar, por ejemplo. Con mi esposa hemos viajado mucho. En los últimos diez años hemos conocido prácticamente casi toda Europa.

Poniéndonos en una situación ficticia, ¿qué le dirías hoy a ese Jorge recién llegado? ¿Qué recomendaciones le darías?

Lo primero que le diría es que tiene que aprender rápido el idioma. Que mucha gente llega y está convencida de que con inglés alcanza. Y no. Yo creo que eso es lo básico. Y pues, hacer lo que uno quiera, ¿no? Yo he visto gente que ha trabajado en Macondo súper frustrada. Son profesionales, han hecho otras cosas y no consiguen otro trabajo sólo por el idioma. Yo creo que el idioma es la barrera más grande, inclusive si una persona se siente mal y no puede expresar realmente lo que siente. El idioma es una barrera grandísima y si esa barrera se pasa uno puede lograr aquí cualquier cosa. 

 

Hoy en día, Jorge siente que no podría vivir en Colombia. Si bien le interesa y lee muchas noticias sobre su país, hace un par de años que dejó de opinar en las redes sociales, por ejemplo. Lo distancia ver que las cosas no cambian y la gente se conforma. En dieciséis años ha viajado a Colombia solo cuatro veces. Sus padres lo han visitado con frecuencia en Berlín, eso ayuda a palear la nostalgia, dice.

En la actualidad le preocupa la supervivencia de la empresa. Pasadas todas las olas de los movimientos alternativos de Friedrichshain, el fenómeno que tiene el mando de las vidas de la gente del barrio es la gentrificación. La gran demanda de vivienda en toda la ciudad se encuentra con la inversión inmobiliaria en Friedrichshain y termina generando subidas espectaculares en los precios de los alquileres.* “Los arriendos se disparan, a ti ya no te dan un contrato a largo tiempo y cada tres años tienes que negociar uno nuevo”, explica Jorge. En su caso, el riesgo de perder el café en mano de inversores que hacen ofertas inigualables es muy alto. Por lo mismo, se siente obligado a aceptar las nuevas condiciones que le imponen cada vez. Es un momento difícil. Los planes de ampliar la cocina como le gustaría no son posibles ahora mismo.

Mientras tanto, por otros tres años, Macondo sigue ahí, aldea, manteniendo el pulso frente a la Boxhagener Platz, cinco mesas en la terraza sobre la vereda, arepas y empanadas en el menú, “hola” al entrar, “chao, gracias” al salir.

* A finales de junio, después de hecha esta entrevista, el gobierno de Berlín aprobó una ley para congelar los precios de los alquileres durante cinco años y así poner un freno a la especulación en el mercado de la vivienda. La medida entrará en vigor en 2020 pero se aplica a los precios actuales.  

Aquí se puede hacer una visita virtual al Macondo berlinés de Jorge Rodríguez. 

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