TEXTO: JORGE RUIZ
FOTOS: LAURA BRAUN
Noviembre de 2022
PRIMER SET: EN EL SUR DE NORTEAMÉRICA
Albuquerque es una ciudad del altiplano del desierto, en el estado de Nuevo México, y que algunos llegamos a conocer bastante bien a través de las series dramáticas de Vince Gilligan y Peter Gould. Como muchas otras ciudades, caminos y ríos del suroeste de Estados Unidos, una vez formó parte del Virreinato de Nueva España y hoy conserva los nombres de la colonización.
Una tarde de verano, Júlia Mota Albuquerque pasaba por allí con sus dos mejores amigas de la universidad de Savannah durante un viaje que duró cuarenta días con paradas para acampar, desde el litoral este hasta Los Ángeles. El Honda Civic plateado se detuvo por un momento frente al letrero de la ciudad para que Júlia se sacara la foto con su homónimo; Albuquerque era el apellido de su padre, lo único que le había dejado. Pero ese día no se trataba de su padre; era ella, el letrero, sus amigas y la polvorienta carretera del desierto.
«Nací y me crié en Belo Horizonte. Mi familia es de una roça, del country side de Brasil. No es una hacienda, es una vivienda en medio de la nada que no produce nada: ni ganado ni leche. Ellos desconocen su origen. Es la familia de mi mamá. Ella me crio, soy hija única y nunca conocí a mi padre. Mi otro apellido, Mota, es el de mi madre; ella tampoco sabe de dónde viene su apellido. Entonces Albuquerque no tiene una historia.»
De pequeña era muy deportista y de adolescente jugaba al tenis, llegando a competir en diferentes países latinoamericanos, como Bolivia, Perú, Chile y Venezuela. Sin embargo, nunca conoció las ciudades donde estuvo: iba del hotel al campo de tenis y del campo al hotel, siempre de paso. A los doce años se mudaron a una ciudad más pequeña del interior pero a los dieciséis regresó sola a Belo Horizonte para dedicarse a su disciplina. Logró terminar el colegio a distancia. Júlia estaba contagiada por las ambiciones del deporte. Pasaron dos años y consiguió una beca para estudiar en Troy University en Alabama. «Ni yo ni mi madre podíamos pagar una universidad en los Estados Unidos. Allí estudié cuatro años y me quedé uno más.»
La camarera nos trae un cappuccino con leche de soja y un americano negro. «¡Salud!» El café sabe fatal pero el espacio compensa la pobre calidad del brebaje: nos encontramos en el Tasso, una cafetería y anticuaria espaciosa, decorada decentemente con sofás rojos. Aquí también se pueden comprar libros de segunda mano por dos o tres euros. Está en la Frankfurter Allee, la avenida solemne que hace pensar en la grandilocuencia del proyecto socialista.
A las diez menos quince, tres o cuatro personas madrugadoras ya hacían cola frente al local. El primero, un hombre de barbas anchas con un aire entre bohemio y a Karl Marx. Un rato más tarde dos señoras corpulentas se ocuparon de sacar al andén las pizarras del café, mientras una pareja de peatones detenía el paso para revisar los libros alojados en las vitrinas rojas que también son las cercas de la terraza y un hombre sin techo dormía sobre el amplio césped al lado de una fuente. A las diez en punto, Júlia se acercó en una bicicleta de carreras Peugeot blanca.
«No tenía una dirección en mi vida, por así decirlo. Solo quería jugar tenis y no sabía lo que quería estudiar. La maravilla de Estados Unidos es que puedes ir a la universidad y hacer un undefined major, quiere decir que uno no tiene definido lo que va a estudiar. Es sensacional porque, cuando tienes diecisiete, dieciocho o diecinueve años, es difícil saber lo que vas a hacer. Se vuelve a ver todas la materias del colegio sin importar lo que vayas a estudiar: arte, cine…»
En Troy tenía un buen equipo de tenis «pero la detesté. No me llevaba bien con nadie, no me gustaba la ciudad, que tenía veintiún mil habitantes y giraba en torno a la universidad. Cuando estaba allí tomé un curso de dibujo y lo amé. Me pregunté: ¿qué puedo hacer con dibujo que me dé para sobrevivir? Encontré diseño gráfico y busqué cuáles eran las mejores universidades de Estados Unidos para hacerlo. Tenía que ser otra universidad con equipos deportivos y aplicar a una beca».
«Tenía clientes en el restaurante que sabían todo sobre mí. ¿Cómo fue el torneo de tenis del fin de semana?, preguntaban.»
En su búsqueda se topó con la SCAD (Savannah College of Art and Design), en el vecino Estado de Georgia. Le escribió al entrenador, quien no tardó en darle las malas noticias. «Regresé a Brasil en las vacaciones de verano, sin saber si iba a regresar a la universidad o no.» A último momento una estudiante abandonó el equipo y a Júlia la invitaron para que fuera a probarse. Su madre le pagó un boleto redondo por cuatro días. «Jugué dos días con ellos y me dieron la beca.» Comenzó la universidad y fue probando cursos. «Me gustó el de ilustración, estaba más relacionada con el dibujo, así que me formé en ese campo.»
No era la primera vez que ilustraba. Cuando era pequeña «adoraba dibujar. Siempre que había algo en el colegio, como una competencia de dibujo o un evento, yo diseñaba el póster». Con el tenis se había olvidado del arte, y no tenía la menor idea de que dibujar podía ser una profesión.
Después de un año en Alabama y tres más en Georgia, se quedó otro más, con un visa para buscar empleo.
«Pero es bien difícil, mucho más difícil que en Alemania, porque las empresas tienen que pagarle al gobierno un impuesto anual para contratar a alguien internacional. Tuve varias entrevistas para posiciones inferiores, tipo entry level [nivel inicial]. Pero ellos no quieren pagar para una persona en una posición junior. La mayoría de las empresas me decían que no contrataban a quien no tuviera visa. Otra cosa, más allá de que la empresa quisiera pagar, está la lotería: hay un número limitado de visas que pueden ser emitidas en un año. Entonces no funcionó. Trabajé como mesera, enseñaba tenis y estuve cinco meses en un estudio muy pequeño de diseño.»
Para ella, ese tipo de ocupaciones fue lo mejor en ese momento de su vida. «Nunca había trabajado de camarera y fue magnífico porque era muy tímida y ahora, como ves, no paro de hablar —sonríe—. Ya no soy tímida y lo que más me ayudó fue ser mesera. Los estadounidenses hacen mucho small talk, les encanta conversar con extraños, y yo lo adoro. Entonces para ser mesero o mesera en ese país hay que conversar con la gente y todos quieren saber de dónde eres, qué haces, si estás estudiando… Quieren saber de tu vida. Y tenía clientes en el restaurante que sabían todo sobre mí: ¿cómo fue el torneo de tenis del fin de semana?»
SEGUNDO SET: BERLÍN, CIUDAD DE ARTISTAS
La visa americana se venció y una Júlia de veintitrés años regresó a Brasil. Se acercaba el final de 2019 y su mente volvía al punto de partida. «Aún no tenía idea de lo que estaba haciendo con mi vida. Me quedé en casa, y mi madre, quien siempre me apoyó mucho, me dijo ¿Por qué no haces una maestría? A mí siempre me gustó la universidad.» En septiembre cumplió dos años en Berlín. Aquí terminó un posgrado de dos semestres en diseño gráfico en una escuela privada y con una humilde beca que apenas le daba para cubrir sus gastos.
«En realidad vine a Berlín aleatoriamente. Quería hacer una maestría en un país distinto, que no fuera Brasil ni Estados Unidos, una cultura diferente para tener otra aventura, por decirlo así. En Berlín tenía algunos amigos de la universidad y un profesor siempre me había dicho que este era el lugar perfecto para los artistas. Aparte de eso, sabía que podía hablar inglés aquí; apenas estoy aprendiendo alemán muy despacio —dice, estirando las vocales para remarcar la lentitud de esos tiempos—. Sabía que es más barata que otras capitales y quería tener mucha gente internacional a mi alrededor. Tenía transporte público y ya había estado visitando a mis amigos aquí.»
Venir al viejo continente ha sido una buena decisión en lo profesional. Al día de hoy, ha ganado dos competencias de mural: una en Bélgica cuando estaba terminando la maestría, la otra en Berlín este verano.
En julio pasado, cuando el sol quemaba a Europa, estuvo casi diez días sobre un elevador de la empresas de servicios de la ciudad hasta doce horas por día con sus pinceles, brochas, rodillos y litros de pintura, vestida con un overall, un sombrero y un arnés. Manchada de pintura de los converse a la cabeza, esparcía como flotando los colores sobre las placas tristes de cemento de una de las fachadas del edificio ubicado en la calle Klausingring 21, propiedad de la inmobiliaria Gebowag, que a su vez pertenece al estado de Berlín.
«Ellos ayudan con low income housing, casas para personas de bajos ingresos. Tienen apartamentos más baratos para personas que no pueden pagar y tienen una cooperación con Urban Nation, que es un museo internacional de arte urbano, y con esto se crean varios murales y proyectos en esos predios, buscando traer cultura para las comunidades.»
Gebowag erigió el museo a través de su fundación Berliner Leben para promover el arte urbano no solo (paradójicamente) encerrándolo entre cuatro paredes, sino también comisionando obras de enorme tamaño y organizando talleres y proyectos que buscan generar comunidad, participación ciudadana y hacer de los barrios lugares amigables y seguros.
Quienes vivimos en Berlín normalmente sabemos que el arte callejero tuvo un gran momento en los ochenta, con el movimiento okupa. Pero también comprobamos a diario que no sucumbió con él. Hoy casi todo está rayado: las casillas postales y de electricidad, las fachadas y las medianeras, los cajeros automáticos, los carteles de señalización, los andenes, las vitrinas, las ventanas, los baños… Incluso lo rayado se reescribe a través de tags y adbusters, burners en los vagones de tren, las plantillas de stencil y el spray, los throw ups de letras infladas, los stickers y los paste ups. Las paredes de Berlín siguen gritando, protestando, susurrando, increpando y seduciendo como en sus mejores momentos.
La mayor parte del graffiti es ilegal y punible, pero otra gran parte se hace dentro de la ley. Básicamente, para pintar una pared hace falta un permiso. En este contexto aparece la asociación entre el museo, las empresas y las instituciones para comisionar murales.
Eso sí, las consignas, en esta nueva etapa institucionalizada y no exenta de críticas, suelen orientarse por la agenda mundial: sostenibilidad, cambio climático, paz… Así, la competición que ganó Júlia se llamó «More art, less litter» («Más arte, menos basura»). Fue lanzada en ocasión del Día de la sobrecapacidad de la Tierra, la fecha en que se agotan los recursos disponibles para un año a nivel planetario y que esta vez cayó el 28 de julio, seis meses antes de finalizar el año.
Júlia no es la única latinoamericana que ha terminado colando su imaginario en la ciudad y, de hecho, en nuestra propia percepción del espacio urbano. Entre los diez finalistas en el mismo concurso figuró la artista chilena Rommy González, mientras que el mexicano Sr Papá Chango sacó el segundo puesto. Ya conocíamos los personajes mullidos de Sr Papá Chango de los murales de Alexanderplatz, donde fueron vecinos de esa explosión de colores primos que es el universo de la colombiana Carolina Amaya. Pero esta vez salieron a recorrer las calles, pintados en el chasis de los camiones de basura de la Berliner Stadtreinigung. Además, el artista ecuatoriano Roberto Rivadeneira (alias Urku) plasmó en gran tamaño su visión colorida gracias a la iniciativa One Wall de Urban Nation. Su mural está justo frente al museo, en la Bülowstrasse esquina Zietenstrasse.
«Últimamente he pensado mucho en el graffiti, quiero dejar mi marca.»
Un último dato en clave latinoamericana: quizás has visto el mural en el número 64-67 de la Gitschinerstrasse de Kreuzberg… Se trata de un homenaje a la activista brasilera Marielle Franco, que fue asesinada en las calles de Río de Janeiro en 2018 con el fin de acallar su lucha por los derechos humanos. Es una obra de la artista Katerina Voronina y se realizó en marzo de 2021 con la colaboración de Amnesty International.
Hasta este verano, Júlia había pintado siete murales privados para empresas. «Dos en Alexanderplatz, otro en Prenzlauer Berg, también en Kreuzberg… Y ahora voy a pintar uno en Neukölln. Todos son lugares a los que no se puede entrar a menos que trabajes ahí, con excepción del de Neukölln, que será en una tienda de pósters cuyos dueños son brasileros.»
En Brasil, cuando regresó del Norte, cada vez que no estaba buscando su nuevo rumbo estaba practicando su deporte favorito. Un día le preguntó al propietario del campo de tenis si podía pintar un muro. Fue el primero de su vida. «Siempre quise pintar una pared. Como era gratis, si lo arruinaba no iba a ser tan malo», dice entre risas.
El bloque de apartamentos en Berlín está a un paso de la estación del subterráneo Jakob-Kaiser-Platz. Este tipo de predios de placas de cemento en su momento fueron «lo último» porque muchos querían vivir en pisos con baño propio y menos costosos de calentar en el invierno. Pero aunque los Plattenbau se suelen considerar típicos del Este, es un método de construcción rápido y económico y también se usó ampliamente en la Alemania Occidental. Como es el caso del edificio que pintó Júlia, que está en Charlottenburg.
Aceptar el miedo
Un hombre de tez roja y dos mujeres amarillas sonríen con los ojos cerrados, las mejillas coloradas y los brazos abiertos. Parecen abrazarse a la Madre Tierra, mientras disfrutan el aroma de unas rosas rojas que sobresalen sobre el paisaje azul y verde. Los protagonistas se pasan empaques que podrían reutilizar, en una referencia al consumo sostenible. Y es que, para pintar este mural, Júlia se inspiró en el símbolo internacional del reciclaje. De una manera lejana, también recuerda el estilo de Tarsila do Amaral, una de las pintoras favoritas de Júlia desde que era niña.
«Abrieron una convocatoria y envié mi portafolio. Escogieron los diez artistas que más les gustaron y colocaron pósters por toda la ciudad que mostraban los diseños de cada uno de los artistas seleccionados. Se podía entrar al sitio web y votar por el favorito. Gané, fue una gran sorpresa.»
La productora de arte urbano Yes and… productions le ayudó a desarrollar el mural. El que había pintado en la universidad de Leuven era horizontal; el de Berlín, vertical. En Bélgica fue muy complicado porque no tenía experiencia ni apoyo de nadie, era una competencia más humilde iniciada por profesores y estudiantes. «Ni ellos ni yo sabíamos producir algo de esa magnitud. No sabíamos lo que estábamos haciendo.»
En Berlín, «pinté todo. Tenía un asistente y también me ayudó mi novio. Teníamos una máquina muy grande, tipo elevador. Había una persona manejándola porque no aprendí a hacerlo». Todo se hizo en menos de diez días. «Fue muy agotador. Había días que estaba doce horas. Hubo días más cortos por culpa de la lluvia y un día la máquina se trabó. Estuvimos allí dos horas y media.» En Bélgica había pintado sobre un andamio que no estaba fijo a la pared y que se balanceaba constantemente, así que en Berlín, a pesar del incidente que menciona, se sintió más segura.
Y a pesar también, como me cuenta (y para mi enorme sorpresa), de su miedo a las alturas. Le pregunto cómo hace una persona con acrofobia para subirse a un elevador y trabajar a ocho plantas de altura. «Yo acepto mi miedo porque si no lo hago, nunca voy a hacer nada», dice, con gran convicción.
Explica que lo aprendió del tenis, de unos días de entrenamiento que podían durar hasta siete horas. «Cuando estás en el campo de tenis, estás completamente sola, no tienes a tu equipo cerca para apoyarte y, cuando entrenaba en Estados Unidos, allá la gente es muy loca, todos son muy individualistas. Pienso que logro muchas cosas debido al tenis porque me acostumbré a las personas gritándome al oído que estaba cometiendo errores todo el tiempo… Cuando estás en el campo, el equipo rival te está insultando con todas las palabrotas posibles, en todas las lenguas que saben. Es como si estuvieras sobre un escenario con todo el mundo insultándote y tú tienes que hacer tu performance. Es mucha presión y los entrenadores están locos. Constantemente te dicen que vas a perder la beca, te insultan, te gritan, te castigan… Entonces pienso que, debido al tenis, incluso si me estuviera muriendo de miedo a la altura, voy a decir: todo está bien.»
«Por ejemplo, cuando estás pintando en una oficina todo el mundo te está mirando; para mí eso es estresante. Cada vez que voy a pintar lo afronto como si fuera una competencia; antes me concentro, lo visualizo: voy a entrar y hacerlo y va a estar tranquilo.»
A todo color
En los cuatro años que llevo en Berlín, una de mis lecturas personales es la forma de vestir de muchas personas: una parte de la población parece que se vistiera con la luz apagada o con lo primero que encontró en un armario de los noventa o en alguna de esas casas de ropa vintage; la otra parte usa el blanco y negro en todas sus formas.
«Los brasileros adoran los estampados, las ropas son muy coloridas. Cada vez que estoy en Brasil y me voy de compras con familiares o amigos, ellos me dicen: ¡¿Que vas a comprar una blusa negra?! ¡Compra una de colores! Me gusta transferir mis diseños a mi estilo de vestir y así esté usando prendas simples, siempre llevo algún color.»
«Hasta me pregunto si fue por eso que gané, porque mi diseño era el más colorido. Cuando vi los otros no estaba segura de si iba a tener éxito porque, tal vez, era muy colorido para Berlín. Y mis amigos me dijeron que no, que Berlín necesita de eso, algo diferente.»
Es casi mediodía. Pagamos la cuenta. El sol brilla sin quemar, parece ser de los últimos del verano. Buscamos las bicicletas y pedaleamos juntos hasta Frankfurter Tor. Subo por la Bundesstrasse. Júlia se pierde calle abajo, por la Warschauerstrasse. Tiene que ir a medir la pared del local de pósters de Neukölln, el lienzo de su próxima obra.
Yo me la imagino en un campo de tenis, con zapatillas deportivas manchadas, un overall, una brocha del tamaño de una raqueta y un cubo de pintura en las manos, visualizando la obra que está por ejecutar, poniendo a tope verano2022, una de sus playlists musicales, para entrar en su zona, en la que «nada más existe», olvidando a los espectadores, ejecutando un perfecto drive de color para que el marcador del juego no cambie y siga a su favor.
Tie Break: preguntas para el desempate
¿Cómo te defines?
Soy ilustradora y muralista.
¿Berlín es tu ciudad?
De momento sí. Nunca vine con la idea de quedarme aquí para siempre. Por ahora está genial, es todo lo que quería: las personas, la internacionalidad, la accesibilidad; además consigo pagar mi apartamento y el estudio que comparto con otros artistas.
¿Influencias?
Hoy lo que más me influencia son las prendas de Brasil. Me encanta ver lo que los brasileros están usando, los estampados y los colores. La moda me influencia mucho. No necesariamente solo de Brasil, cualquier cosa que veo en la calle, personas usando combinaciones de cosas… siempre tomo nota mental para poder usarlas en mis trabajos. Y también la decoración de interiores. Me apasionan mucho esas cosas.
¿Tu proyecto de ensueño?
No tengo ningún proyecto concreto, comencé a trabajar como freelancer este año, en enero. Me gustaría trabajar para revistas, para algunas marcas de comida vegana y sustentable. Me encantaría trabajar con arte para esos lugares, pero no tengo ningún proyecto concreto.
¿Quieres hacer algo más político?
Siempre quise hacer algo más político y tuve dificultad para eso. Siento que es algo pesado porque si pones algo así en la red, tienes una lluvia de gente insultándote y otra apoyándote. Soy una persona muy sensible con esas cosas. Siempre tuve mucho miedo de eso.
Comencé haciendo retratos para ganar dinero. Mi familia me decía que no hiciera nada político, que no tomara partido porque eso podría acabar con el negocio. Pero tengo planes futuros para hacerlo. Mi objetivo era hacerlo este año, con motivo de las elecciones en Brasil.
¿Ves alguna relación entre el graffiti y el muralismo?
Lo que me gusta del graffiti es lo que me gustaría transmitir con mis murales en el futuro. Todos mis trabajos son comerciales, alguien me contrata. En el caso del graffiti, la mayoría no es así, y la idea es dejar tu marca, ser visto, porque muchas veces son comunidades que no tienen mucha voz, una influencia, no se sienten escuchadas por la sociedad…. Es una comunidad muy interesante. Últimamente he pensado mucho sobre eso, quiero dejar mi marca, decir que pasé por aquí.
¿Tu color preferido?
El amarillo. Pienso que es un color feliz, muy vibrante, llama la atención de inmediato y todo lo que me gusta de mi arte es que tiene energía y es feliz. No me gustan las cosas muy oscuras, soy una persona del día, me gusta la mañana, levantarme a las seis. Necesito de eso, soy brasilera [sonríe].
Acá podés ver desplegado el trabajo de Júlia, mientras que en esta página está el concurso «More Art, less Litter» con imágenes de los diez finalistas.