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«El miedo hace que una pierda el contacto consigo misma.»

TEXTO: PAULA YACOMUZZI
FOTOS: MANUEL SORIA

Mayo de 2022

Desde joven Karina Villavicencio (Córdoba, 1975) quería estudiar Psicología. Pero en las aulas del Manuel Belgrano, uno de los mejores colegios de Córdoba (al que tuvo la fabulosa posibilidad de ingresar por sorteo), se fraguaron inclinaciones más urgentes. El profesor de Literatura la introdujo en la historia del arte del siglo xx. Griselda Osorio, la profesora de Artes Plásticas, la puso manos a la masa y de ella quedó también el compromiso social.

Su primera exposición fueron pinturas en gran tamaño de hombres y mujeres desnudos que se masturbaban o tenían sexo con otras personas. Hoy siente distancia de aquella manera de ser contestataria, aunque rescata el entendimiento precoz de que «cada uno puede tener una vida sexual elegida».

Desde entonces, todo lo que ocurre, entra, sale, se refriega o proyecta desde o hacia el cuerpo parece ejercer en ella una atracción magnética. El vello corporal y lo heteronormativo, las manos (que «pasan desapercibidas y son tan importantes»), los gestos personales como símbolos de una cultura (minoritaria) o el erotismo son algunos de sus motivos en la actualidad. De la escuela de Arte recuerda cuando posaron mujeres obesas y tuvo la posibilidad de observar y dibujar los volúmenes y pliegues de la piel de unos cuerpos no normados.

Pero su arte ha rebalsado hace tiempo las dos dimensiones. Como estudiante también hacía danza contemporánea y realizaba coreografías con los amigos y amigas del pequeño círculo gay de su ciudad. En la presentación de final de estudios, hace veinticinco años, cuestionó el pensamiento binario al introducir un nuevo género abierto y múltiple. El tercer género, como se llamó, tomó la forma de una instalación y performance donde los participantes se tocaban.

«Todo con lo que trabajo ahora ya estaba presente ahí», dice. La mirada de género que es su abrazo actual al feminismo y la artista como mediadora de energía, con la presencia, el contacto con el cuerpo, la participación y el intercambio, los rituales y las energías que fluyen. Incluso las vivencias que se hacen arte aparecían en aquella performance inaugural.

Lo maravilloso, como suele suceder con los intereses que brotan temprano, es que la vocación por la conducta y los procesos mentales nunca se ha ido y ella absorbe de lo cotidiano como de sus propias transformaciones. Últimamente también explora los miedos que nos alejan de nosotros mismos y la importancia de los recuerdos en la construcción de valor e identidad en las mujeres migrantes, un trabajo de una enorme dimensión política y poética.

«Todos mis proyectos significan para mí la creación de espacios-tiempo poéticos como lugares de manifestación, denuncia, resistencia y, sobre todo, como espacios-tiempo para la elaboración de estrategias de empoderamiento», escribe en su web.

– – –

La primera vez que la veo está en la vereda de la librería y café de temática feminista en Kreuzberg donde me citó. Han pasado pocas horas del mediodía pero ya está oscuro. Desde adentro, intento descifrar si será la mujer que se acerca a la puerta. Va envuelta hasta la cabeza en uno de esos abrigos que parecen bolsas de dormir verticales. Lleva puesta una mascarilla y solo quedan sus ojos. Son los ojos que conozco de las fotos, esos que atraviesan la cámara para clavarse en tu retina como si de ella se alimentaran.

¿Karina?, pregunto cuando ha entrado. Ella me mira. Durante segundos largos oigo tazas y platos y el murmullo de fondo. Después dice Paula, una afirmación seca, casi la exhibición de un hallazgo.

Es más baja de lo que esperaba. Sobre el lateral izquierdo de la cabeza tiene una franja de pelo cortada al ras. La melena larga y esponjosa se vuelca en masa hacia la derecha y muchas veces después la recoge y acompaña hacia ese lado haciendo un recorrido con la mano por detrás de la nuca.

No nos cuesta comenzar a hablar y desandar una historia donde tres ciudades ofician de anclaje para la memoria.

Antes de instalarse en Berlín Karina estuvo más de una década en Marsella. Llegó a Francia con veintisiete años y una beca. Allí terminó dos estudios de máster y vivió un momento hermoso de juventud. No obstante, ya en esa primera época empezó a sentirse diferente. En cada ocasión en que hablaba en francés le preguntaban de dónde venía. «No me podía olvidar que no estaba perteneciendo y que tenía que dar cuenta de algo.»

—El idioma fue un disparador.

—Tal cual. Tuve una experiencia personal muy fuerte. En Argentina siempre me gustó hablar mucho y ocupar el espacio con la palabra. A eso le llamo «mi argentinita interior» —ríe—. En francés no podía hacer eso. Y me di cuenta de que tampoco era tan importante que hablara, y que tampoco tenía ideas tan geniales… Me di cuenta de que, finalmente, hay otras maneras de ocupar el espacio. O de no ocuparlo. No hay que decir siempre todo.

En Marsella, además, intentaba continuar el proyecto de murales participativos que había hecho al terminar los estudios de arte con Consuelo Moisset, su compañera de escuela, en varios pueblos del norte de Córdoba y junto a la comunidad local. Pero en Francia no solo era difícil conseguir paredes para pintar. A los profesores los murales les resultaban «turismo cultural» y no les interesaba su idea de dinámicas participativas que producen una obra conjunta. Entonces también sentía que no encajaba.

En esa época empezó trabajar con la idea de otro. Y se puso a coleccionar y hacer fotos macro de vellos de diferentes partes del cuerpo. La gente ofrecía sus donaciones y ella tomaba las muestras mientras conversaban, indagando en las percepciones de cada uno.

«Siempre me han interesado estos temas de la sociedad. Que alguien venga y te diga que te tenés que depilar, y se mete en tu tiempo privado, íntimo. Ya había ahí preocupaciones: soy mujer y tengo que tomar mi tiempo libre para depilarme para agradar a una sociedad y pasar en un molde. En invierno la gente no sabe si estás depilada o no pero vos sabés que estás dentro o fuera de la norma. Es una manera de control muy eficaz».

«Sentirse aceptada tenía que ver no tanto con lo que decías, sino con que se respetaba mi presencia.»

El malestar que había asomado en Francia aumentó cuando llegó a vivir a Berlín. Entonces volvió a emerger con fuerza el concepto de otro. Karina tejía con las manos unos objetos enormes que daban formas esculturales mitad humanas, mitad amorfas, y en las performances los pasaba por su cuerpo. Como con las fotos súper ampliadas de los vellos corporales, había algo conocido y, a la vez, las figuras monstruosas generaban cierta repulsión.

«Es algo antropomorfo, pero a la vez está deforme. Era así como yo me sentía. O sea, era yo, pero me veía rarísima. Y no entendía qué era. En realidad, tenía que ver con mis procesos. […] Porque yo hacía todo por integrarme y no me salía. Entonces pensaba que tenía un problema, yo era la rara. Porque no hablaba alemán, era artista, porque venía de Argentina… Era tan poco cool venir de Latinoamérica…» 

Por entonces también empezó a sospechar que en esas dinámicas se escondían asuntos «de estructura, o de jerarquía, o de concepto».

– – –

—¿Cómo fue que viniste a Berlín?

—Mi hijo nació allá. Nosotros vivimos doce años en Francia, con el papá de mi hijo. Pero en algún momento vi que él hacía mucho que no estaba contento. Le dije, bueno, si te parece nos cambiamos de país y nos vamos a Berlín (él viene del sur de Alemania). Pero fue como un suicidio para mí. Yo no me di cuenta del alcance que podía tener una experiencia así. ¿Viste cuando vos pensás que lo podés todo?

»Él se hizo cargo de todo, fue mucha responsabilidad. Y yo tuve muchas limitaciones. Mi hijo tenía seis meses, vinimos en invierno, yo no hablaba la lengua y era artista: no es que encuentro mi trabajo cuando abro el diario. Así que tuve que construir todos mis espacios. Y aprender la lengua, y ocuparme de mi nene. Pero eso [nos] desgastó mucho. Hace cuatro o cinco años que no estamos más juntos. 

Son los cuatro o cinco años que permanecieron en su departamento los muebles y pertenencias de él. Unos meses atrás, cuando los recogió, arrancó una etapa de renovación para Karina y su hijo, quien se involucró activa y creativamente en el rediseño del hogar. 

Cuando llego por primera vez al departamento, tras sacarme abrigos y zapatos, Karina me dirige hacia la cocina. Ella entra, pero yo permanezco junto al marco de la puerta y recibo la geometría desbordante de la habitación. Las baldosas enormes blancas y negras y la planta triangular de lados desiguales traman una calidad irreal o surreal y Karina está adentro, como en una pintura de Leonora Carrington.

—Hago un té navideño, ¿te parece? 

—¿Qué sería un té navideño?

—De manzana y canela.

Mientras coloca las hebras en un colador y vierte con cuidado el agua en la tetera, habla del viaje a Argentina que hará en un mes. La escuela de su hijo dio el permiso y se pueden conseguir pasajes a buen precio. Está a horas de concretarlo y se siente súper entusiasmada. Hace tres años que no visita su país. Pero esa emoción, dice, no es un reclamo a esta vida berlinesa. Acá está bien. Ahora está bien.

Cuando termina, pone la tetera y las tazas en una bandeja y nos dirigimos al salón. Allí nos sentamos en el suelo, sobre la alfombra, con el té en la mesita ratona.

Durante el primer tiempo en Berlín aprendía el idioma y buscaba relacionarse con personas alemanas para practicar e integrarse más rápido. Al mismo tiempo fue conociendo madres en español y llegó rápidamente a la asociación MaMis en Movimiento y al festival Fieber, organizado por artistas latinoamericanas.

En Fieber «eran todas mujeres que estaban en situaciones parecidas a la mía. Algunas estaban de paso, no todas eran mamás, algunas eran más jóvenes, otras hacía mucho que estaban acá, pero estaban extrañando cosas. Todas éramos artistas y teníamos ganas de hacer algo juntas. De ahí quedó mi mejor amiga y muchas mejores amigas».

En MaMis participaba de los talleres y actividades infantiles en español con madres e hijos y, a la vez, terminó a cargo del diseño y comunicación de la asociación. También ahí se generaron afectos. Pero el proceso fue distinto y, sobre todo, inesperado.

«Yo iba a MaMis en Movimiento como usuaria, y así estuve unos ocho años. Es un espacio que no ponía verdaderamente en valor, pero seguía yendo. Y fue después que me di cuenta (y tampoco lo hice sola, en algún momento es importante hacer un proceso de reflexión profunda con una psicóloga o psicólogo porque es mucha la información que una recibe como migrante) de que estos lugares de mujeres eran los que a mí me ponían ciertamente en valor. No los espacios con artistas que venían de Tokio y Londres. Ahí se hacía una gran diferencia jerárquica. No sé si por el hecho de que yo era mujer, me imagino que sí. Y que yo venía de Latinoamérica y no hablaba inglés, por ejemplo. Son cosas que no se dicen. Hasta que un día se me dijo claramente: Karina, no te vamos a escuchar nunca y nada va a cambiar. Tu opinión no nos interesa. ¿Cuándo vas a hablar inglés? Yo estaba hablando alemán ya en ese momento y la mayoría de las personas que estaban ahí hablaban alemán también.» 

—¿Cómo te explicás esas experiencias empoderadoras como la de MaMis, que ocurrían sin que te dieras cuenta? —Durante dos segundos me mira en silencio. Después gira la cabeza en un movimiento suave y continuo como un ejercicio de tai-chi y fija la vista en un punto en la habitación.

—Creo que hay algo muy importante. A veces no es tanto el contenido sino la forma de hacer las cosas. Yo creo que sentirse aceptada tenía que ver no tanto con lo que decías (si tenía calidad o no), sino con que se respetaba mi presencia. Eso me parece que, claro, se puede trabajar, pero es una calidad de persona. […] Creo que la experiencia de migración ligada a un dolor (porque dejás tu familia, etcétera) sacaba lados frágiles y hacía que se bajaran las defensas, las exigencias, las expectativas… Mi teoría ahora es que esa experiencia no la hacés si no estás en una situación de dificultad, cuando te das cuenta de que esas cosas a las que te agarrabas ya no son tan importantes y bajás la guardia para ver cómo podés hacer con lo que tenés. Bueno, es lo que he visto en los procesos.

Además, «eso que me pasaba a mí de estar pensando o extrañando es algo que nos pasa a todas. Por eso estos espacios de intercambio fueron tan importantes. Si no te sentís integrada, tenés un problema o dificultad y escuchás que a otras personas les pasa lo mismo, te das cuenta de que no es un problema tuyo, sino que muchas situaciones son sociales, políticas y tienen que ver con estereotipos de género. Muchas no tienen que ver con tu vida personal y tu historia de familia y cómo te trataron de chica».

«¿Cómo podemos nosotras, migrantes, valorizar nuestras historias y hacer un puente para que tengan un lugar acá?»

«También tuve una experiencia positiva muy importante con un grupo que se llamó Normative Gaze in Performance Art (NGinPA). Ahí éramos todas artistas de performance de todas partes del mundo. Eso fue hace ocho años; yo todavía no era feminista y tenía muchos prejuicios con respecto al feminismo. Pero, de a poquito, me empecé a dar cuenta de que ahí pasaba algo que me hacía sentir bien y aceptada. Justamente en este grupo muchas ya eran feministas. Empezamos a pensar qué significa ser mujer en el arte de performance y qué se espera de nuestro cuerpo. ¿Qué significa mostrar un cuerpo de mujer desnudo o vestido para ser mirado? O sea, empezar a pensar en la materia feminista y de la performance.» 

En ese grupo Karina comprendió también que, más que la nacionalidad, lo que la acerca y une a otras personas es la mirada compartida. No me lo dice a mí, lo hace frente a una pequeña audiencia en la embajada de Argentina, en una charla con artistas mujeres con motivo de la exposición Con nombre propio, curada por Marcela Villanueva. Allí ondea al soplo de un ventilador pequeño su pañuelo con las imágenes de dos manos que interactúan en distintas posiciones y preside la habitación larga un dibujo suyo de una mano gigante, cuyo soporte de papel está rasgado en uno de los lados.

– – –

«El trabajo con los recuerdos comenzó como algo emotivo, íntimo y artístico. Emotivo porque yo extrañaba Córdoba, íntimo porque tenía que ver nada más conmigo, y además lo hacía desde el arte.»

En el Festival Fieber conoció a la socióloga y ahora amiga y colega Thais Vera Utrilla. Con ella consiguió elaborar unas observaciones e ideas que la ocupaban hacía un tiempo. Karina se preguntaba por qué las personas migrantes, que han elegido conscientemente vivir aquí, no terminan de sentirse bien y viven divididas entre dos mundos. Hay mucha angustia e insatisfacción, pensaba, y sin embargo no se toma la decisión de volver.

«Finalmente me dije: quizás se pueden trabajar todas esas vivencias de distancia. Y eso nos preguntamos con Thais: ¿cómo podemos nosotras, migrantes, valorizar nuestras historias y hacer este puente? ¿Cómo podemos actualizar nuestras experiencias para que tengan un lugar acá y generar una unidad para no sentir esta división constante?»

Entre las dos dieron forma a unos workshops con mujeres migrantes y refugiadas (no solo hispanohablantes) a partir de unas afirmaciones potentes. Los recuerdos constituyen en ocasiones el único capital simbólico de una mujer migrante. La historia propia puede ser empoderadora. La acción de contar la historia propia instala al sujeto, en este caso a las mujeres migrantes y refugiadas, en la cultura.

«Cuando vos te estás acordando que te ibas a hacer compras de la mano de tu abuela al kiosquito de la esquina de tu casa es una historia un poco banal, que alguien que la escucha quizás entiende la importancia aunque no la vive en el cuerpo. Pero vos la estás viviendo en el cuerpo. Y puede pasar que le toque el cuerpo a alguien. Es una cosa física, emocional y energética.

»Ahora ese proyecto tomó una dimensión política y discursiva. Desde el momento que cada una de nosotras, como mujer migrante, puede nombrar un recuerdo, puede activar su historia a través de su biografía y ocupar su cuerpo con su propio contenido. Entonces el contenido externo, que viene de la sociedad, sobre cómo debemos ser, que hay que hablar alemán para integrarse y demás, ocupa menos lugar. Eso tiene que ver con empoderarse, hacerse cargo de una misma y situarse: ok, soy esto, tengo estás características, y ahora estoy en Berlín.

—¿Cómo son los talleres?

—Con Thais hacemos talleres donde charlamos, para dar espacio a la palabra y las historias. Yo últimamente estoy trabajando dinámicas corporales; la palabra para mí es un elemento más. Hemos tejido, nos hemos movido, hemos experimentado con el olfato. También estoy trabajando dinámicas para que entren los sonidos. El pensamiento es importante, pero ahora busco evocar otros contenidos. 

—Algunos de los recuerdos que he leído de las mujeres son súper específicos, momentos puntuales. ¿Qué valor tiene el relato, la narración de la historia?

—Te muestro un catálogo —saca un pequeño librito con el título Your Story Piece—. Creo que estás hablando de esto. Al principio, para mí esto era lo importante, el documento. Pero después vi la energía que se manejaba en los encuentros y entendí que el documento está bien para visualizar, pero lo más importante es esa energía. También que nosotras mismas somos los archivos. Ahora me estoy concentrando justamente en desarrollar estrategias para activar estos archivos y afectos que tenemos con nosotras. Si la historia tiene una coherencia narrativa es algo secundario para mí.

«Para culturas que no son eurocentristas, otras partes del cuerpo son importantes, no solo la visión y la razón.»

»Lo que me interesa es crear un espacio-tiempo donde cada una pueda ser ella misma. No hay una dinámica de aprendizaje, por ejemplo. Es compartir un presente. Llego acá, vivo algo, ocupo un espacio. Eso mismo que yo recibí: te escucho, te respeto en lo que decís, no importa lo que decís, pero no porque no tenga importancia sino porque es un estado de ser. Recibir un estado de ser y poder vivir ese estado de ser en ese presente. Eso me interesa.

«Y por eso se mezcla esa cosa de taller y performance», agrega. Es decir, lo social y lo artístico o «creación, conocimiento y activismo». Esa mezcla que no puede dejar de indagar y que todavía es fuente de profundos dolores de cabeza porque no siempre se reconoce como arte. 

Finalmente, las teorías decoloniales han contribuido en la misma dirección que los workshops. «Para culturas que no son eurocentristas, otras partes del cuerpo son importantes, no solo la visión y la razón. Por eso estoy experimentando otras maneras de activar los afectos. Son maneras que conocemos, en todo caso [busco] darles más espacio. Cómo suspender la narrativa y descubrir otras cosas a través del cuerpo.»

Ahora Karina ha conceptualizado esta actividad como Dekoloniale Erinnerungskultur. Porque se trata de abordar «la cultura de la memoria de otra manera, y eso es decolonial». 

– – –

—Me siento poseída —dice al final, mientras me pongo las botas antes de salir de su casa. Está sentada en el brazo del sofá frente a mí, con las piernas colgando, y se ríe con la cabeza hacia atrás. —De verdad, me siento poseída —repite cuando ve que también me río.

Si está poseída es por un montón de ideas.

En su estudio todo está ordenado. Las obras que me ha ido mostrando salen de un estante, un cajón, una cajita… El escritorio blanco contra la pared blanca está vacío como el de un showroom de Ikea, solito con la silla. Más arriba, pegados sobre la pared, hay un calendario y tablas de papel con anotaciones.

—¿Usás el escritorio? —había preguntado esa tarde.

—Sí, yo me siento a la mesa. ¿Te conté que estoy organizando mi actividad como artista? Esta es la parte práctica —señala las tablas sobre la pared—. Hasta ahora fue todo en paralelo. Ahora quiero dar un ochenta por ciento de mi tiempo para mi obra y el veinte para otro tipo de proyecto. Por eso está todo ordenado ahí. Todo lo que estaba separado ahora tiene que tener coherencia para presentarlo. Y tengo que entender qué quiero continuar y qué no. 

—En un post de Facebook hace poco decías que tenés tantas ideas que no sabés qué hacer con ellas. ¿Qué consejos te dieron?

—¡Sí! —abre los ojos grandes y asiente con la cabeza—. Algunas personas me felicitaban o me decían aprovechá. Había muchos consejos prácticos, hasta me propusieron que use el Trello. A mí me llegó mucho el de esta escritora argentina, Esther Andradi, que me habló sobre disfrutar el proceso creativo. Entonces me dije tomalo así. Porque seguido siento que soy dispersa y eso me genera complejos. Hay artistas que comienzan con algo y ya saben dónde van a terminar. Eso nunca me pasó a mí. Yo trabajo mucho con las contingencias, el contexto, el tiempo…

Hace poco tuvo además una experiencia a la que llama «mítica o espiritual». Su llegada a la astrología es reciente. Es una de las formas con las que busca enriquecerse desde lo decolonial y el feminismo, como también lo es la decisión de leer, siempre que se pueda, solo mujeres y mujeres no europeas. Ejercicios que ya constituyen «un proyecto político —explica—. Las puedo enumerar y compartir, son prácticas comprensibles».

En esa búsqueda por entenderse desde otros saberes hace poco descubrió que tiene a Neptuno en la casa 3. «Cuando supe qué significa fue súper fuerte. Fue como si hubieran venido todas esas Karinas que están siempre separadas y se pusieron así —rodea el torso con los brazos y se aprieta, indicando algo compacto—. Una puede creer o no en la astrología, pero esa descripción me hizo entender que la dispersión que yo percibía en mí es en realidad mi unidad». 

Pero a la vez es «súper productiva», como me cuenta después, mientras abre una pequeña caja de cartón con tarjetas en el interior. Uno de los proyectos que está retomando en estos días es el juego de cartas que realizó con su amigo y filósofo Guillermo Tirelli. Un juego abstracto que tiene que ver con el deseo y que en gran parte se inspira en el tarot, que también lee.

«Hay preguntas que podés responder —me muestra las tarjetas—. Pero en realidad es una frase y vas entrando en un flujo poético. Es un disparador filosófico, poético.» Entonces lee: «Mi amo y señor te ama. Oh, un amor así no puede sino ser recompensado». Y la respuesta: «Permitirme ser feliz, dejarme querer, dejar atrás miedos e inseguridades».

Otra idea que va tomando plena forma es una continuación del trabajo de los gestos que hizo el año pasado para la East Side Gallery, con motivo de los sesenta años de la construcción del muro de Berlín. En aquella ocasión realizó un video a partir de los gestos que le entregaron mujeres nacidas en la antigua RDA. Ahora planea coreografías. Con esos y los gestos de mujeres migrantes proyecta una danza como una cartografía de «movimientos que no tienen acceso a la cultura oficial».

«En el momento en que repetís este movimiento —levanta un brazo— o este —hace un gesto con una mano— estás dejando entrar en vos una parte de otra persona, otro discurso en tu cuerpo. Quiero crear talleres para que las personas participantes puedan repetir los movimientos y generar una comunidad contra las fronteras. Me gustaría bailarlo en lugares donde hay fronteras.»

– – –

Karina hizo la performance Sandía Mítica un tiempo antes de que nos sumergiéramos colectivamente en los temores y el encierro de la pandemia. Empezó con los miedos que compartieron con ella algunas personas: miedo a los grupos de gente, a parecerme a papá, miedos viscerales que no tienen mucha explicación. Después introdujo a Fuchsi, «porque buscaba poner en relación el miedo, la muerte y la vida».

Seguimos de pie en el centro de su estudio. «Fuchsi es nuestra mascota. Te lo presento», dice. Entonces se gira muy rápido y solo veo la mancha negra del pelo que sale de la habitación. Cuando llego al salón, ya tiene la estola de zorro en la cabeza y parece una mujer prehistórica o un ser multiespecie.

—Este es Fuchsi —anuncia, con una sonrisa ondulada.

—¿De dónde lo sacaste? —pregunto, asaltada por la extrañeza.

—Se lo regalaron a mi hijo y me dio la idea. Él siempre quiso tener una mascota y la señora que se lo dio le dijo tenés que cuidarlo muy bien porque él murió. Y le empezó a hablar de la relación entre la vida y la muerte y lo que significaba el esfuerzo que había hecho este animalito. Mi hijo estaba con la boca abierta.

»Esto yo lo llevaba ahí, en la cabeza. Me daba fuerza. Yo andaba en patines en medio de los autos; entonces estaba esa noción de riesgo. Entré después a la galería en Kreuzberg, donde estaba la gente sentada. Ahí tenía un objeto cuadrado que tejí yo y empecé a hacer acciones con los patines y la sandía. Estaba esto del equilibrio, de armar formas con ese objeto tejido y la sandía, había una pequeña noción de riesgo también porque la sandía es súper pesada. La sandía pasa por mi cuerpo y después le saco toda la cáscara de tal manera que parece un corazón. Primero se leen los miedos y después ese corazón lo como y también lo ofrezco. Compartir ese corazón era una manera de conjurar esos miedos y entrar en una energía creativa. Aparte, cada vez que alguien lee un texto es muy poderoso en el momento presente. Entonces todos esos miedos, que no eran de la gente que estaba ahí sino de otras personas, se corporizaban; a veces la gente que leía ni hablaba el idioma en el que estaban escritos los miedos. Después comíamos entre todos la sandía, que generaba pudor, risas, hacía mucho calor porque era verano, había muchas ganas de comerla… Compartíamos la saliva, había agua que corría, había un sonido de arpa que también nos ponía en relación con el agua que fluye… Se generaban situaciones muy corporales, era una manera de volver al cuerpo. Esa idea. Generar una cosa fluida entre vida, cuerpo, muerte… Fuchsi era el símbolo, la sandía era el medio. Yo estaba como performer, pero en realidad todos estábamos ahí como performers. Había una dimensión terapéutica, porque la idea era conjurar todos los miedos y que se vayan, tenía ese lado de ritual.

Tiene muchas ganas de volverla a hacer pero todavía hay que esperar que el covid y sus amenazas se disipen. Entretanto, hace unos meses, hizo una versión online que, para su propia sorpresa, funcionó muy bien. También dio un workshop online con mujeres para explorar los vínculos del erotismo y los miedos.

«El miedo hace que una pierda el contacto consigo misma, que se vaya del presente. Entonces hay menos posibilidades de entrar en contacto con el cuerpo propio y de poder vivir ese erotismo, que tiene que ver justamente con estar en el presente, hacerse cargo de una misma, tener ganas de vivir…»

En la web de Karina Villavicencio podés ver de cerca algunos de sus proyectos. 

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