TEXTO: MELISSA REP
FOTOS: MANUEL SORIA
Octubre de 2020
Una vez alguien me dijo «una lengua es un regalo». Eine Sprache ist ein Geschenk. Quienes vivimos en el extranjero estamos ya acostumbrados —o aún en la lucha— a llevar una vida en cada idioma, o en cada pliegue del mismo idioma. ¿Somos personas diferentes en cada caso? Muy probablemente. Hemos tenido que acoplarnos a sus exigencias culturales y, para quienes vivimos en Berlín, a la gramática lingüística y social de una ciudad que no habla un único idioma. En las esquinas de los barrios, en los andenes del subterráneo, en las veredas y en los bares se arremolinan el inglés, el árabe, el turco, el ruso, el farsi, el español, el francés, el polaco, el alemán. Pero ese es el mundo de los adultos, el de los niños se desdobla de otra manera: se crían bilingües, políglotas. En el patio de la escuela se persiguen gritando en alemán, a mamá o a papá o a ambas mamás o a ambos papás les contestan en la lengua de casa, la de la familia, la de los antepasados.
También a mí, en la lejana Patagonia, me criaron bilingüe, al amparo del mandato familiar que implícitamente obligaba (obliga) a conservar el idioma de los antepasados europeos, aún después de llevar, como familia, más de cien años en Argentina. Un rareza, sin dudas, pero de alguna manera «entendible»: Argentina sigue siendo víctima de su mito originario, el de una nación hecha de inmigrantes europeos, en desmedro de quienes ya habitaban el continente americano y de quienes, esclavizados, fueron forzados a emigrar. Una imagen que, con sus matices, se repite en otras naciones sudamericanas. Ahora somos nosotros, los latinoamericanos, embajadores de nuestra riqueza y de nuestros fantasmas, quienes por motivos muy diversos salimos de nuestros países y nos instalamos en Europa. Acá estamos, viviendo, trabajando, estudiando. Pero también criando.
Una de ellas es Laura Gutiérrez (1989), colombiana de Cali, mamá de tres, flamante vecina de Prenzlauer Berg. Laura cría a sus hijos multilingües —español e italiano puertas adentro, alemán en la escuela y en la calle— y a esta crianza la documenta, promociona y detalla en su cuenta de Instagram, La familia Fettuccini, y en un blog del mismo nombre.
Más allá de los consejos, las estrategias y el desglose de la propia experiencia, los posteos de Laura se destacan por su franqueza, en muchos casos por el contraste entre las fotografías de sus niños sonrientes y sus relatos al pie de foto, reflexiones nacidas de la experiencia desbordante de la maternidad. Así, Laura se pregunta por la percepción de la propia identidad que tienen sus hijos, sopesa los sinsabores de la lactancia, confiesa preocuparse por la cantidad y calidad de atención que le presta a su hijo menor, se angustia ante «la tarea más difícil» de la crianza —el paso implacable del tiempo— o admite haber estado a punto de perder la cabeza. «Solo un poco.» «Trato de no ocultar la realidad de la maternidad detrás de esta pantalla, porque eso es esta cuenta: un espacio familiar, una familia viviendo en el exterior (porque en esta casa nadie es de estas tierras), una familia multicultural creciendo tres niños multilingües», escribe.
De Laura, a quien de momento solo conozco por sus videos y textos, me intriga saber cómo y en qué medida puede sostener esta crianza trilingüe. Mi propia experiencia me dice: es difícil. El ir y venir entre frases y expresiones, la mezcla, la confusión, la imposición del estudio como forma de mantener ambos idiomas a flote. Hasta que, ya en la adultez, toma otro sentido. La del regalo.
Atravieso un florido patio interno lleno de bicicletas para niños, subo al primer piso. La puerta está entreabierta, desde adentro me invitan a pasar.
LA LENGUA MATERNA
De un lado de la larga mesa del comedor, Lucía (7) y Aurora (3) comen frutillas (fresas). Acaban de volver de la escuela y de la guardería, son las tres de la tarde. Del otro lado, sentados sobre una banqueta igual de larga que la mesa, Laura sostiene a Francesco (año y unos meses), cuya mirada va y viene, seria, entre esta persona desconocida que acaba de entrar a su casa y los mira con curiosidad y su aparato mágico (mi grabador), apoyado en el medio de la mesa. También las chicas lo miran con respeto. Comen tranquilas, nos escuchan hablar, se aburren, juntan unos juguetes y se van para la habitación. Pasa Pier, esposo de Laura, saluda y ofrece poner música. Laura dice que no hace falta, y agrega «Así te puedo decir… los secretos» y se ríe.
Laura y Pier se conocieron en México. Tras intentar un semestre de estudios en Argentina, a los veinte años Laura hizo un intercambio universitario en la Universidad de Monterrey; en Colombia estudió Diseño Industrial. Y allá fue donde lo conocí a Pier. Estuve seis meses, en Querétaro. Llegué el primero de enero y me regresé a finales de junio. No con él, no, con él fue ese amor de intercambio, muy intenso, pero que decís esto no va para ningún lado, yo tengo veinte años, cumplí veintiuno allá, ¡y miranos, con tres! Al final se dio una casualidad y Pier tuvo la oportunidad de venir a Colombia a hacer su tesis. De hecho, una oportunidad muy chévere: en un barco hospital que se iba por todo el Pacífico colombiano, donde no hay clínicas. Pier estudió Ingeniería del Cine, hoy se dedica a la programación. Pero en ese momento hizo un documental sobre ese barco, sobre las comunidades que visitaba. Y ahí fue que vimos que la situación era un poco más seria.
Decidí entonces ir a Italia durante mis dos meses de vacaciones de la universidad, me regresaba los otros cuatro meses y volvía a ir…. Hasta que yo también tuve que hacer tesis y práctica: me fui a hacerla a Italia. La hice en una empresa de manufactura de alimentos, en Torino. Pier es de Torino. Estuve un año.
En Torino, Laura aprendió italiano. El italiano pasó a ser el idioma entre ellos. Este también fue un cambio que no se da muchas veces, me dice: normalmente la regla es que si conocés a una persona hablando inglés seguís para siempre hablando inglés con ella. Pero nosotros logramos hacer ese cambio. Ahora nuestra situación es diferente. Si estuviéramos en Italia y yo hablara en italiano con él, el tiempo de exposición de mis hijos al español sería todavía más reducido. No les estaría ayudando. Pero como estamos fuera de los dos países, ya es en casa donde lo tenemos que balancear, y como los niños también están mucho más tiempo conmigo, entonces escuchan mucho más español. Pero cuando estamos los cinco hablamos italiano, y ahí se balancea. Yo creo que la mayor [Lucía] habla —después del alemán— mucho mejor el italiano. También se puede ver cuando vamos a Italia, ella tiene allá contacto con primos de su misma edad. En cambio cuando vamos a Colombia somos todos adultos.
Otra cosa muy valiosa es que Pier también habla español. Para nuestros hijos, para el desarrollo del idioma. Que mis hijas, si dicen algo incorrecto en italiano, yo puedo corregirlas; igual pasa si dicen algo incorrecto en español y Pier está presente, él puede dar el ejemplo de qué decir. Cuando el otro padre de familia no habla el idioma, se queda ahí el error. No tienen dos modelos.
¿Y no mezclan mucho?, me pregunto y le pregunto. No, al principio. Ahora la pequeña está en su furor de mezclar. Y mezcla los tres. Es por la edad, Lucía ya no. De vez en cuando dice alguna palabra, pero es consciente también de que está usando esa palabra. En cambio la pequeña, si está usando un verbo en español le pone una e al final: «Mamá, vamos a jugare», que es como los colombianos se ríen del idioma italiano, «póngale una e al final y listo». Pero eso quiere decir que ella tiene en claro la gramática.
Sus comentarios me hacen llegar a una pregunta clave. Para sus hijos, su lengua materna, ¿cuál sería?
Laura hace un breve silencio, baja a Francesco al suelo. La lengua materna es un concepto bastante discutido. La lengua materna, repite, es el idioma que desde que naciste, o desde que estás en el vientre, estás escuchando. El alemán no es la lengua materna de mi hija. La lengua materna de ella es el italiano y el español, pero habla mejor el alemán. Ese es su idioma dominante. Pero el idioma dominante no tiene por obligación que ser tu lengua materna.
Su afirmación me deja entre intrigada y perpleja. La primera lengua que escuchaste a tu alrededor. Para quienes nos criamos bilingües, la pregunta —la duda— por la lengua materna se reduce muchas veces a un plano emocional. De conexión.
—Mami, el teléfono.
Es Aurora. Apunta con un dedo a mi grabador. Le explico que cumple la misma función, casi.
—Mami, quiero un teléfono.
—Vos tenés un teléfono de juguete, los que te dio el papá. ¿Te lo traigo?
—A mí el mío, es el rojo, el mío —interrumpe Lucía.
—Por favor, sin pelear por eso —pide Laura—. Y se van a la habitación a jugar.
Laura sugiere los walkie-talkies pero Lucía dice que no tienen batería; Aurora, por su parte, no quiere el teléfono que le tocó, pero tampoco quiere prestárselo a Francesco.
—¿Cómo podemos hacer si todos quieren este teléfono? —dice Laura—, ¿qué le puedes traer a Francesco para que él nos lo preste? ¿Le traes un juguete? Tráele un juguete que le guste.
Los chicos vuelven corriendo a la habitación. Minutos más tarde aparece Francesco, solo, llorando. Ya no tiene su teléfono. Se renuevan las negociaciones.
COMO MUJER SÍ PUEDES
Bueno, esa es otra historia re larga: los partos. Laura se acomoda sobre la banqueta, derechísima. Lucía, la mayor, nació en Cali. Prematura. Un kilo seiscientos pesaba, me cuenta. Me habla de un síndrome, de cómo no le «dio duro» porque no había sido consciente del riesgo que había corrido. Leí del síndrome después de que Lucía naciera, dice. Y ahí fue cuando entendí por qué mi prima, mis tíos, mis médicos me decían «fue un milagro, menos mal salió todo bien». Cuando me puse a leer me di cuenta de que sí pudo haber sido algo muy, muy grave.
El síndrome del que me habla es el síndrome de Hellp. Digamos que va después de la preeclamsia y de la eclampsia, me explica. Yo me sentía muy bien, yo fui asintomática; lo que pasa es que aparte de que se te sube la presión, aunque yo no tuviera ningún síntoma de presión alta, te empieza a fallar la sangre, la orina, y la única forma de que vos te recuperés es desembarazándote. Hay que sacar al bebé. Yo siempre fui de presión muy baja durante el embarazo [pero] hubo un momento en el que me sentía muy hinchada. Un día regresé del trabajo, en Cali, y mi abuela estaba en la casa, ella sufre de presión alta. Estaba con su aparato de la presión y yo dije «a ver, yo me lo pongo», y mi presión estaba disparada. Llamé a mi tío y cuando le dije los datos me dijo «te vas ya para la clínica». Yo tenía veintitrés años.
La enfermera me volvió a tomar la presión; empezó a decir «¡Doctora, doctora!», y, cuando llegó, la doctora dijo «ya, sulfato de magnesio, va a convulsionar». Yo me sentía, o sea, ¡yo me iba de fiesta! Esa semana era la feria de Cali, a la doctora le dije «¿cómo que voy a convulsionar? ¡Yo me siento bien!». «No, usted se queda aquí hospitalizada.» Eso fue un 25 de diciembre. El 31 me tocó pasarlo en la clínica. Lucía ya había nacido pero yo seguía en la clínica.
Pasan de nuevo los chicos corriendo, se escuchan sus risas y conversaciones en el fondo. Para los próximos embarazos también fue una situación un poco triste, sigue Laura, más de un internista me dijo «Bueno, ¿cuándo piensas operarte?», como si ya me estuviesen diciendo «usted no puede tener más hijos». Al mes cumplí veinticuatro años, ¡yo no me voy a operar! Yo había soñado siempre con tres hijos, ríe.
Hablamos con Pier. Nos vinimos para acá y estando acá tuvimos muchísimo la idea de adoptar. Queríamos otro hijo, yo quería un niño colombiano, pero un día hablando con Pier pues me di cuenta que él no estaba muy seguro. Creo que nunca vas a estar muy seguro. Es normal que cuando ya tenés uno y quedás embarazada del segundo muchas personas se hagan la pregunta «¿será que sí lo voy a querer igual?». Pues más aún cuando llega otro niño con el cual todavía no tenés una conexión. Él me dijo «No sé si lo voy a querer igual». Pues es que no querés igual a Francesco como querés a Lucía, le dije, aunque sean tus propios hijos. Lo vi a él muy dudoso y entonces paramos el proceso. Decidimos tener otro hijo. La ginecóloga que visité aquí me dijo, de una: «¡Claro que puedes tener más hijos! Vos sos muy joven, ya sabemos lo que te pasó, vamos a controlarlo».
Bueno, fue así. De hecho yo me quité la espiral y quedé embarazada al mes. Fue un embarazo sin bebé, anembrionario. Creció la casita, creció el saco, pero no había bebé. Y nos dimos cuenta de que había que hacer un legrado… en Indonesia. Un mes nos habíamos ido para allá. Y estábamos en una isla donde hay… poquísimo. Pero habían acabado de hacer un hospital para atender extranjeros que venían golpeados de bucear. Allí fui a parar. Después quedé embarazada rápido y nació Aurora.
Tanto Aurora como Francesco nacieron en Berlín. Tras un embarazo muy controlado, en el que uno de los canales del útero se cerró pero el otro mantuvo a Aurora nutrida, y tras haberle sido asegurado a Laura que podría parir de manera natural, Aurora, pasadas ya varias horas de trabajo de parto, se escondió. Se volvió, dice Laura, se fue para arriba. Después de tres horas también terminé en cesárea. Francesco, el último, sí nació por parto natural. Siento que con una cesárea no soltás todo, ¿no? Con Lucía mucho más que con Aurora: con Lucía sentí que me cortaron y se acabó, que no hubo una finalización del proceso, que me dejaron ahí, a la mitad. Además no fue para nada respetuoso el momento de la cesárea, los doctores estaban hablando de sus cosas, en cambio aquí toooodo el tiempo el ginecólogo me hizo parte: «Estamos cortando, ya le veo la cabeza».
Con Francesco, que fue parto natural, sentís que pufff, ¡ya! Laura hace un gesto de alivio. Le das un final. Hoy en día, si tenés dos cesáreas, él no podría haber nacido por parto natural, esto en Colombia nunca lo hubiesen aceptado. En cambio aquí fue hablado, me controlaron varios ginecólogos, que la herida se viera bien, el tamaño del niño, la edad. Tuve que firmar un papel en el que conocía los riesgos, pero ya no dio a tiempo. En una hora empezaron las contracciones y ya después nació. Me rompió todo. Pero fue otra cosa para mí, como mujer. Creo que pude cerrar todo lo que fueron mis embarazos. Yo creo que tuve depresión posparto con ellas dos, porque nunca hubo…
¿Un cierre?, le sugiero. Sí, contesta Laura, ¿verdad? Le habla a Francesco, que ha vuelto a orbitar alrededor nuestro, pendiente de este vínculo extraño entre su madre, la desconocida y ese aparato que titila rojo sobre la mesa.
Ha sido muy interesante esa parte, reflexiona Laura. A veces me gustaría contarla más. Muchas mujeres no se atreven. No se dan cuenta de que sí, que sí puedes, que como mujer sí puedes.
EXTRANJEROS, COMO EN CASA
En uno de sus posts de Instagram, Laura escribe que sus hijos, mitad italianos, mitad colombianos, a veces son extranjeros en su propia familia. Pero, a pesar de estar criándose lejos de Colombia, afirma, sus hijos son colombianos. En qué sentido, quiero saber, tus hijos son, para vos, colombianos, qué o quién les da esa identidad: ¿un lugar de nacimiento, un origen, determinados valores? Laura lo medita.
Yo creo que los valores es algo que hay en todos los países, piensa en voz alta, y viene de familia ¿no? Siento que de mi familia colombiana lo que le puedo aportar a ellos es ese empuje, esa berraquera [carácter, valentía]. No se pudo así pero lo vamos a hacer asá, PERO LO VAMOS A HACER. Laura golpea un puño cerrado contra la mesa y ríe. No sé, nosotros tratamos de integrar lo que es el ser colombiano por toda parte, un poco de música, la comida, algunas palabras. Mi hija de tres años, por ejemplo, aprendió a decir chévere, y no sé de donde lo aprendió, yo no lo digo.
Pero es difícil, ¿no? Porque al fin y al cabo podrías adoptar cocina, palabras, idiomas de otra cultura pero no por eso podés decir que sos francés. O sea que al fin y al cabo sí hay una conexión: «Mi mamá es…» o «mis raíces son colombianas» o «yo nací en Colombia».
Lucía se da una vuelta por nuestra conversación y le pide algo a Laura, que le dice que busque en la caja de materiales para hacer manualidades. Francesco se acerca peligrosamente a un cuchillo, es detenido a tiempo. Su objetivo, por más que nos quiera engañar, sigue siendo llegar hasta mi grabador. Luego, cuando esté en mi casa, desgrabando, escucharé los sonidos de esfuerzo y de tensión, la respiración focalizada de un bebé en su afán por llegar hasta un objeto.
Lo que también hablaba con una amiga, dice Laura de golpe, tirando otra vez del nene hacia sí, es cómo te cambia la mirada de la maternidad estando acá, en el extranjero. A veces digo «Ey, mi abuela tenía razón», es así de sencillo: cuidás a tus hijos, cuidás la casa, estás atenta a tu marido… Ríe, irónica. Aunque eso no era lo que vos tenías como expectativa de vida, a veces cuando te encontrás en el extranjero, como madre, te ves viviendo esa situación. Ya no la ves más como muchas veces te la intentan meter por los ojos, «¡no te vas a quedar sólo de mamá!», que te lo intentan hacer ver todo el tiempo, como a manera también de presión social; pero cuando estás aquí, en el extranjero, en esa situación, después de sufrirlo, no, después de la depresión, lográs ver que es lo más bonito, y que es la oportunidad más linda que podés tener.
“El alemán no es la lengua materna de mi hija. La lengua materna de ella es el italiano y el español, pero habla mejor el alemán.”
Después de sufrirlo, dice Laura. Vivir en el extranjero, sugiero yo, te obliga a crecer en aspectos en los que, quizás, en tu país natal no crecerías: tenés a tu familia, tus vínculos, tus redes sociales. En el sentido analógico de la expresión, me refiero. El famoso colchón en donde caerte.
Claro, coincide ella, aquí no lo tenés. Tenés un colchón de púas, ríe. Te caés un montón de veces. Cada vez que me he caído, me he vuelto a levantar. O lo he intentado. Dentro del proyecto que tengo, el de tratar de llegarle a las familias [multiculturales], siento que la conexión más grande no la establezco por lo que sé (manejar una situación lingüística familiar), sino por lo que he vivido. Pero si yo les cuento este cuento a mis amigas que viven en Colombia, o en sus países, no lo ven igual de importante. Lo ven muy banal.
¿Ven muy banal el hecho de que críe a sus hijos multilingües? Sí, contesta ella, o el tema de emprender en el extranjero. Como si fuera sencillo. Le pregunto si cree que son prejuicios per se o si es el hecho de que Alemania es un país rico. Creo, me contesta, que no se llegan a dar cuenta de lo grande que es dar estos pasos en el extranjero. Para la gente que está en mi país es como si hiciera poco. No son conscientes del resto de cosas que tenés que cargar. No digo que sea más sencillo, pero de pronto es más viable que yo en Colombia me hubiese decidido a emprender y hubiese contratado a alguien para que me ayude en la casa, o que si no alcanzo a recoger a los niños, entonces va mi papá. Momentos que vos podés utilizar para tu proyecto o para relajarte como persona. Aquí no los tenés. Y eso no lo ve nadie. Los dos (Pier y yo) tenemos que combinar: yo trabajo los viernes, él no trabaja. Para que yo pueda.
Alemania es, además, un país extranjero tanto para Laura como para Pier. ¿Genera esta condición una cierta complicidad entre ambos? ¿Ayuda, evita conflictos? Laura lo piensa. No sé si ayude o evite, dice. Sí se puede sentir esa complicidad, no estamos en donde está nuestro idioma, en donde está nuestra gente, pero también te pone otros retos muy grandes. Motivos de discusión nuestros son «estamos cansados y hay que traducir un contrato del alemán». Cuando alguno de los dos está en su «territorio» es claro que esa persona puede ayudar mucho más. Sabe cómo funciona y sabe el idioma. Uno, el extranjero, está nadando todo el tiempo, pero tiene el tronco para sostenerse. En cambio nosotros estamos los dos nadando todo el tiempo, y te cansás, ¿no?
Mis hijas, bueno, si no les haces ver tu situación familiar como una normalidad, como algo que también es normal, pueden batallar también con eso. Que tengan la oportunidad de experimentar que no son los únicos, que hay muchos más en su situación. Por ejemplo ayer fuimos a recoger fresas: ella era mexicana, él era alemán, ella era chilena, él era alemán; pero también estaban estos amigos que son rusos. Entonces Lucía también ve eso, que los dos son de Rusia. Lo ven. Creo que vos como padre tenés que lograr brindarle esos momentos para que ellos vean que hay más [gente] en esa situación, entonces ellos no llegan nunca a sentirse raros. Mis hijos nunca se han preguntado por qué estamos aquí.
Siento que mis hijas aquí no se sienten extranjeras, aunque sepan que no son de aquí. Pero cuando estamos en Colombia, o cuando estamos en Italia, o cuando estamos con familiares… sí se sienten extranjeras, ¿no? Porque no saben por qué dicen o hacen eso, por qué cortan la manzana así y no asá, o no entienden una frase o expresión. Me pasa a mí, sin necesidad de haber crecido bilingüe o [de venir] de una familia de dos culturas. Me pasa que aquí no me siento como en casa, pero ya no me siento en casa tampoco en Colombia, o en Italia. No tiene que ser la realidad de nuestros hijos, que son niños multiculturales. De pronto aquí sí se van a sentir como en casa.
Francesco suspira.
DISCIPLINA POSITIVA
En su perfil de Instagram, Laura se presenta, en inglés, como una mamá expat de niños multilingües, como asesora en crianza bilingüe y como educadora certificada en disciplina positiva. Laura fue hasta Madrid para hacer esta certificación, me cuenta. Disciplina positiva. ¿Qué sería?
En mi opinión, contesta ella, es un camino en el que decidís meterte y después no das marcha atrás: te das cuenta que no solamente funciona en el trato con tus hijos, si no en tus relaciones en general. Mi mamá fue muy gritona. Muy gritona. Entonces dije «No. Tiene que haber otro camino». Empecé a leer sobre psicología dreikursiana, sobre crianza respetuosa, crianza consciente. Llegué a la disciplina positiva y cada vez intentaba involucrar más herramientas hasta que dije «yo quiero compartir esto con más familias». Es difícil, ¿no? A veces veo que estoy llegando otra vez a esa crianza en la que nosotros crecimos: el castigo, la manipulación, la amenaza. «Lo hacés porque yo digo, si no lo hacés…» Yo no quería eso. Pero es difícil cuando has sido criado así tratar de soltarlo. Claro que todavía me cuesta. No es algo que se da de un día para el otro, no es que hoy me levanté y ¡Ay, ya!, hoy te escucho, hoy no me enojo: es todos los días trabajando un poquito con la situación que se nos presenta. Cada situación es una oportunidad para que lo hagas consciente, para que no arranqués con el grito, para que tomés aire. Cuando nuestro cerebro está agitado no puede pensar, mejor calmate y después volvés a buscar la solución. Y en la disciplina positiva con los niños es cómo podemos involucrarlos a ellos en las decisiones, para que sientan que son decisiones de ellos, de familia, y que no es una imposición. Bueno, ahí voy, sigo aprendiendo, y lo que he aprendido hasta ahora quisiera empezar a compartirlo.
En la disciplina positiva encontré una serie de conceptos muy interesantes que también pueden servir en la crianza bilingüe, o multicultural, que te pone otros retos. Porque si es difícil ya llevar un matrimonio en cualquier parte, creo que el hecho de que tengas diferentes formas de decir las cosas, diferentes palabras para comunicar algo, lo hace todavía más difícil.
Francesco golpetea algo contra la mesa, balbucea, ensaya una canción sin letra.
Ahorita trato de mezclar lo que es la disciplina positiva, continúa Laura, con la crianza multilingüe. Digamos que está la crianza de la chancla, ¿no? A mí me dieron en la cola un montón, y si a ese sistema lo intentamos en una crianza bilingüe, lo que va a crear en el niño es un rechazo a la lengua. Rechazo a mi mamá, por lo tanto voy a rechazar el español; las emociones y los momentos que estoy teniendo en español no son lindos. Entonces quiero involucrar esas dos cosas, la crianza bilingüe o multicultural desde la empatía, desde la disciplina positiva. De cómo motivar a más familias a hablar, a manejar o a controlar esa estrategia lingüística de los idiomas minoritarios. Muchos padres se casan con una estrategia lingüística, que normalmente es un padre/una lengua, pero a veces esa estrategia no le sirve a todas las familias.
Aparece otra vez Aurora, ofendida. Dice que Lucía le pegó. Laura actúa sorprendida y le saca una confesión: Aurora quería jugar con Lucía pero Lucía quería jugar sola. Le ofrece traer colores y sentarse a pintar acá, a la mesa. O un rompecabezas. Pero Aurora no quiere saber nada. Fue su primer día de Kita [jardín de infantes/guardería] tras la pausa forzada por la pandemia, aclara Laura, debe de estar muy cansada. La vuelta a la rutina. Una rutina que se vio alterada: a esta casa de pisos inmaculados y ángulos extraños se acaban de mudar. La Kita y el colegio de Lucía les quedan ahora un poco más lejos, pero no lo quieren cambiar. Es un colegio público, alemán, en donde el consulado de Italia tiene un programa de italiano. Pagás poco, detalla Laura, y los niños pueden ir dentro del horario escolar.
Es algo muy curioso, dice, como sorprendiéndose a sí misma, yo considero que Lucía habla mucho mejor el italiano, sin embargo el idioma entre ellas es el español. No es normal, ¿no? Lo normal es que sea el idioma local. A pesar de que el italiano sea el idioma de familia, entre ellas hablan el español.
Laura hace una pausa. De hecho, me dice, señalándose y señalándolo a Pier, sentado al fondo, a espaldas nuestro: los dos, aquí, nos separamos.
SE REGÓ LA ESCARCHA
Han pasado un montón de cosas, empieza Laura. Y, bueno, y una separación de un año y medio. Laura va y viene entre frases, sin decidirse a completarlas: darte cuenta de, reflexionar si he hecho lo suficiente, qué sigo haciendo aquí, vivir todo este proceso interno, no, no he hecho lo suficiente. Fue un año bastante duro, concluye, aunque los niños realmente no lo sintieron muy fuerte. No tuvieron cambios, tampoco de personalidad. Nadie lo notó, ni siquieran en la guardería. Cuando yo les dije ya habían pasado seis meses de este proceso.
Hago cuentas. Le pregunto si Francesco ya había nacido.
No. Eso fue… ahí. Decidimos separarnos y al mes yo me di cuenta que estaba en embarazo, y que tenía dos meses de embarazo. Entonces fue decírselo a Pier en la situación en la que estábamos, ¡y no solo eso! Después fue decírselo a mis padres, donde ni siquiera les había dicho de la separación.
Hacíamos igual muchas cosas en familia, los cinco. En esa separación vi muy reflejado cómo, como mujer, estás siempre en desventaja. Porque, claro, él siguió su vida. Siguió su trabajo, siguió con su sueldo, siguió viendo a su familia… Y él tenía su espacio, porque él se fue para un espacio. Pero yo no había construido mi trabajo, entonces no lo tenía, ni lo que implica tenerlo, ¿no? Un seguro médico, una pensión. Yo no tenía mi privacidad, porque mis hijos siempre estaban conmigo, y él siempre venía a mi espacio a ver a sus hijos. Estaba en embarazo, entonces tampoco es que pudiera arrancar ya con un trabajo, tampoco era que ya me pudiera soltar de mis hijos. Ni siquiera podía salir una noche a airearme… Él sí podía salir todas las noches. Pero también es cierto que si me hubiera pasado en Colombia, o en el país natal de cada uno, te empiezan a afectar otras cosas de la presión social, los comentarios… Aquí nadie te dice nada. Yo decía y punto. Fue así.
Los chicos vuelven, esta vez con hambre. Empieza Aurora, Lucía finge indiferencia. Pero al ver la galleta que recibe Aurora cambia de opinión. Francesco también pide, a su manera. Las nenas comen en silencio, Laura me ofrece una cerveza y sale con una lata al balcón. Francesco se ubica a sus pies. Nuestra conversación se desvía hacia nuestras experiencias como expatriadas, lejos de nuestras familias, de las convenciones sociales de nuestras sociedades latinoamericanas. Ella con hijos, yo sin. Yo me siento muy afortunada con estar criando a mis hijos en el extranjero, me dice, porque los estoy criando a mi manera. He cogido lo que me gusta de allá, he cogido lo que me gusta de Italia y he cogido lo que me gusta de lo que he aprendido aquí, de ver a otras mamás. Sin que nadie me diga si lo estoy haciendo bien. Para mi mamá es una manera extraña, pero no puede criticar porque no la conoce, entonces todo el mundo trata de decir pero tampoco puede decir mucho. Eso creo que también ha sido, entre comillas, un lujo en la crianza. Porque hoy en día, en donde sea, te critican lo que hagás. Si le das esto está mal, si les das lo otro también te van a criticar… En cambio aquí he sentido que de pronto te están criticando, ¡pero en su mente! He podido evadir esos comentarios directos, que son los que te pueden perjudicar más.
Adentro, Aurora y Lucía comen con dedicación. Aurora escupe algo y se queja:
—Man! —Analiza las galletas—. ¿Vos también tenés chocolate en la galleta? —le pregunta a su hermana, en español—: ¿Así, drauf de la galleta? —Lucía asiente.
—¡Ahh! —dice Aurora—, y esta de chocolate es más rico.
Dice rico pronunciando la erre alemana. Lucía empieza a cantar una canción en alemán y Aurora trata de repetirla, sin saber la letra. Terminan de comer y vuelven al cuarto. Laura entra, seguimos charlando. Minutos más tarde las chicas —y Francesco— aparecen otra vez. A Aurora le brilla la cara.
—¿Estaban haciendo algo con escarcha? —pregunta Laura. Se hace un silencio, interrumpido solo por una pregunta léxica de mi parte. Escarcha es aquello que yo llamo brillantina («brishantina»), lo que en España es purpurina.
—¿Sí? —insiste Laura.
—No —dice Lucía —, se regó la escarcha.
—¡¿Se regó?!
Otro silencio.
—Coge la aspiradora si se regó la escarcha. Hay que pasar la aspiradora.
—Ahora no —dice Lucía.
—Vamos ahora.
Aurora se mete una hoja de albahaca en la boca. Laura le avisa: es albahaca, ¿te gusta más que la galleta de chocolate? Aurora la escupe. Dice que sigue con hambre, Laura negocia con ella un yogur. Algo en Francesco llama su atención. Venga por qué te digo que hay que aspirar, dice, un tanto enojada.
—¿Escarcha? —pregunta Aurora.
—¡Claro! —dice Laura.
—¡Oh-oh!
Le pregunto a Aurora qué o quién tiene escarcha. Francesco, me contesta, y pronuncia Francesco a la italiana.
“Quiero involucrar esas dos cosas, la crianza bilingüe o multicultural desde la empatía, desde la disciplina positiva.”
LA FAMILIA FETTUCCINI
La reunificación ocurrió después de que naciera Francesco. Como a los seis, ocho, diez meses, duda Laura. Después de que estuvimos un fin de semana todos juntos en el Ostsee, él se fue para su casa y a los dos días me quiere volver a ver; cuando abrí la puerta me dio un abrazo. Yo lo abracé y le dije «¿te hacemos falta?». Ahí se abrió más el diálogo a… a sí, a que puede ser, puede ser que estemos mejor cuando estamos juntos.
No sé. Yo siento que esos años cuando nos conocimos son los años en los que vos como ser humano más cambios podés presentar, entre los veinte y los treinta. También fue el período en el que vivimos muchísimos [otros] cambios: estuvimos en Italia, de ahí volvimos a Colombia, ahí nos devolvimos para acá… y un niño, y un trabajo, o sea un montón de cosas que normalmente no vivís tan intensamente, entonces creo que llegó un momento en que nos saturamos de todo. Lo más duro para mí fue el día en que me di cuenta que ya no tenía miedo a la separación. Mi miedo más grande llegó cuando me di cuenta que el otro miedo, el de separarme, ya no estaba. Y ya me empezó a dar miedo.
Le pregunto si a su cuenta de Instagram, a la forma en que la tiene perfilada hoy, la había empezado antes o después de la separación. Fue ahí, me dice. Las chicas iban a veces con Pier y yo empecé a darme cuenta de que tenía tiempo, y se lo empecé a dedicar al proyecto. A dedicar, dedicar. Le di un cambio a la página, tenía tiempo para pensar en otras ideas. También en ese periodo fue donde encontré un minijob en una tienda de ropa para niños. Creo que fue el impulso de decir «Ya, ahora a ponerse los pantalones y a arrancar».
En La familia Fettuccini, Laura registra con imágenes, videos y textos la exposición de sus hijos a tres idiomas diferentes y las estrategias que extiende para acompañarlos en su crecimiento multilingüe. Las fotos de Lucía, Aurora y Francesco se intercalan con placas en colores pastel con sus reflexiones, consejos y máximas. En un país que hace un culto ciego a la privacidad, me intriga saber qué opina ella sobre las fotos de sus hijos en las redes sociales, si alguna vez se topó con resistencia o con críticas.
Pues mi marido, ríe Laura. Es el primero que me dice algo. Vos a él no lo ves, en Instagram. No le gusta. Tampoco le gusta que le vendan ese modelo de familia, por tanto él no quiere hacer parte. Aunque él me apoya mucho en el proyecto; con la página web me ayuda mucho. No es que se haya desentendido, pero esa parte no la comparte.
El contenido que muestro con mis hijos trato siempre que sea contenido de valor, que aporte. No lo hago solamente por mostrar que ya escribió la A, o que va a jugar fútbol, o que se ganó un premio. No es por usar el perfil de mi hija, sino el perfil de un niño de tres años, qué capacidades tiene y qué está haciendo. Mostrarlas a ellas y lo que hacen y cómo va su desarrollo del lenguaje es fundamental en mi proyecto. De hecho, muchos de mis temas están basados en la experiencia. Y esa es la forma de evidenciarlo.
Yo creo que hoy en día por donde sea estamos re controlados.
Con indignación, Laura me comenta cómo después de mencionar, en el supermercado, un producto de limpieza que finalmente no compró, al llegar a su casa se encontró con publicidad de esa misma marca en su celular. Las caras de mis hijos ya están por todos lados, dice, sin necesidad que yo las esté publicando. Entonces, ¿por qué no puedo compartir mi historia yo, por decisión mía? Si igual sin mi firma ya lo están haciendo. Yo lo veo así, soy un poco más relajada.
Claramente hay fotos que no comparto nunca, que se quedan para mí, videos personales de nosotros que le comparto a mi mamá y a mi papá y a mis hermanas, y como allá [en Colombia] el tema es mucho más liberal, muchas veces he dicho «esto es para nosotros». Por ejemplo, las primeras fotos de cuando nacieron mis últimos dos hijos, que nacieron aquí, mandé fotos a mi núcleo familiar y decía por favor, no van a publicar nada, que si alguien va a publicar una primera foto sea yo.
Me gustaría saber qué piensan los chicos. Lucía, por ejemplo. Pues a Lucía le pregunto mucho, me asegura Laura. A veces cuando hago una foto o cuando voy a hacer un post les muestro cómo quedó, y a Lucía le cuento de qué voy a hablar, o qué voy a escribir. Es curioso que me preguntes: la semana pasada estábamos tomando unas fotos graciosas, aquí, entre nosotros, y Lucía me dijo «Mamá, pero eso no lo vas a poner». Ella empieza a ser más consciente.
Consciente de su doble vida, pienso. O de las dos dimensiones de su propia vida: una por fuera de internet y otra en internet. Generaciones que crecen sin la opción de la desconexión, rodeados de ventanas hacia lo digital, un río de datos y proyecciones que nosotros, de niños, considerábamos de ciencia ficción. Y las fotos. Tantas fotos. La interminable posibilidad de tomar una foto, y otra, y otra, y otra más.
Yo soy de tener un álbum de fotos para ellos también, dice Laura, como si me leyera la mente, pero «en vivo»: impreso. La mayoría de fotos que hay ahí no están en Instagram, ríe. No quiero decir que lo que [subo a] Instagram sea irreal, pero mi cuenta tiene un propósito, de mostrar cómo es una vida de familia en el extranjero. Aparte, de fondo, creo que es mostrar lo lindo que es tener familia. En los álbumes impresos hay otro tipo de emociones.
Francesco pide teta, Laura se rehúsa. Lo que sigue es un breve llanto mal actuado.
—Mira —le indica ella—, mira lo que quedó aquí: un pedacito de chocolate con escarcha.
PROYECTO DE PAZ
Laura ve a su proyecto de crianza como un modelo para la paz. Cuantos más idiomas hablemos, asegura, o cuantas más simpatías tengamos hacia las culturas, que es aquello que nos pueden brindar el bilingüismo y el multilingüismo, menos actitudes racistas vamos a tener.
Tengo un post ahí preparado, muy lindo, que habla sobre Aurora. Ahí pongo cómo de pronto ella come pizza con aguacate, y de cómo ella tiene carácter pero es sensible, de cómo ella cree que su amiguita de ojos azules, rubia, es su hermana, y que Malia, que es una niña de papás senegaleses, vive también en Colombia; de como para ella no hay diferencias. Para ella todo eso puede estar junto en un ser. Sin necesidad de que tenga que escoger, que tenga que ver diferencias. ¿Cuándo nos formamos nosotros como racistas? ¿En qué momento? ¿Cuándo escuchamos a nuestros padres decir algo? En Colombia es muy común que la gente de la ciudad se queje de los que vienen de la costa: es un racismo interno. En el imaginario popular los costeros son más rumberos, más relajados. En Colombia [también] hay mucho racismo hacia las culturas afro.
Laura menciona un concepto: la clase social del idioma. También los idiomas parecieran estar clasificados, coincidimos: los expats versus los inmigrantes. Yo misma muchas veces me pregunto por qué es que no hay un interés general en aprender árabe, o turco, dos idiomas con una presencia muy fuerte en Berlín. Laura juguetea con un pensamiento: ¿qué pasa si dos niños en el patio de una escuela hablan rumano entre ellos? ¿Vendrá un educador a decirles que aquí se habla en alemán? ¿Sucedería lo mismo si entre ellos hablaran en inglés? Difícil especular, pienso. El inglés, además, goza de otro estatuto: el de lingua franca. La lengua que tarde o temprano el mundo nos empuja a aprender.
Seguimos en estas tribulaciones y aterrizamos otra vez en nuestras tierras. La lógica, allí, pareciera ser la inversa a la de los movimientos nacionalistas europeos: son los idiomas originarios los que, desde hace cinco siglos, sufren la negación y el desinterés por parte de los estados y de la sociedad, con algunas excepciones y revalorizaciones en los últimos años, gestos y políticas implementadas para proteger minorías y no, como en el caso del nacionalismo europeo, aludir a una «pureza» originaria. ¿Por qué —se pregunta Laura— en Colombia se considera bilingüe a un niño que habla español e inglés y no a uno que habla español y un idioma indígena? Si vas a admirar el bilingüismo, tenés que admirarlo por todos lados. Que un niño hable inglés, japonés y sueco no significa que sea más bilingüe que uno que habla chino, turco y rumano. O un idioma indígena. Al final es lo mismo de siempre: son estructuras racistas.
Ya se hizo tarde, me despido. Las chicas piden bajar a jugar a la plaza y Francesco, que aún no habla pero todo lo entiende, se dirige sereno y decidido a buscar sus zapatos. Tú todavía no, Franchi, le dice Laura, que primero tenemos que cambiarte. El día en que a Laura le tomaremos las fotos estará sola, sus hijos en la escuela, en la guardería. Nos mostrará la casa, sus materiales de trabajo, su universo multilingüe. Su proyecto.
Bajo las escaleras con las nenas y las acompaño a la plaza que queda justo enfrente de su casa. Aurora me da la mano. No sé exactamente con qué esperaba encontrarme, pienso, si una puesta en escena à la familia Von Trapp, o si me estaba dejando llevar por cierto descreimiento, cierta desconfianza en esa otra vida nuestra, la vida que ponemos sobre el escaparate. Me pregunto finalmente cuál es la distancia que existe entre nosotros y nuestras refracciones, las proyecciones que seleccionamos y colgamos en la galería virtual por la que deambulamos varias horas al día. No lo sé. Por lo pronto con lo que me topé es con una familia. No muy diferente a la mía, pienso: padres, hermanos, una merienda, un ir y venir entre los espacios de una casa. Con más de una lengua para comunicarse y expresarse, con un pie en cada orilla. Como tantas otras familias en esta ciudad-mundo, en esta Berlín del siglo XXI.
En la plaza, Lucía y Aurora se abalanzan sobre las hamacas y sobre el tobogán, se entremezclan con los demás niños, «switchean» enseguida al alemán. Laura me habló de «lengua dominante» en contraposición a una «lengua materna». Miro a Aurora trepar y saltar desde el tobogán hacia la arena, gritando palabras en alemán, y a Lucía hablándole a otros chicos, y pienso que a lo mejor, a veces, lo que cada uno define para sí como su lengua materna, o como su lengua dominante, no es otra cosa que el idioma de los pares.
La lengua de los amigos.
La Familia Fettuccini está en el Instagram @lafamiliafettuccini y en el blog, donde también se encuentran todos los recursos para ayudar a afianzar el multilingüismo en la infancia.