TEXTO: ANDREA ARANDA
FOTOS: MANUEL SORIA
Mayo de 2021
A María Corvera Vargas (Tarija, Bolivia) la descubrimos en una publicación en un grupo de Facebook, en la cual ofrecía telas y retazos para regalar. Después de algún click curioso e intencionado, apareció tras aquella chica la diseñadora y propietaria de la firma de moda sostenible C\V (acrónimo de Corvera Vargas). Su apuesta por una moda ética se consolidó hace doce años, durante un viaje a su Bolivia natal, en el que conoció las historias de semiesclavitud ocultas en la producción de telas. Al principio lo intentó en mercados y ferias de telas ecológicas, pero aquello solo aseguraba que las telas fuesen sostenibles para el medioambiente. La sostenibilidad, afirma contundente, no debe limitarse al medioambiente, también debe darse en las condiciones de trabajo en todos los eslabones de la cadena.
Hoy produce con retales que consigue. Hacerse con lo que ya nadie quiere es un paso fundamental dentro de su proceso de creación. Como diseñadora sostenible, su trabajo consiste en crear dentro de unas limitaciones. «Todo lo que tengo yo es una limitación —explica—. No puedo coger la tela que yo quiero sino la que dejan las otras compañías, no [tengo] la extensión de tela que quisiera y no puedo hacer la ropa que yo quisiera porque tengo que ver que sea para ponerse, para sentirla, y que la persona se lo ponga ahora y en cinco años también.»
—¿Cómo das con esos restos de la industria?
—Nosotros llevamos muchos años, por eso tenemos nuestros caminos. Donde buscamos nos dan, y yo me entiendo muy bien con los que nos llevan las telas, son como nuestros hermanos. También voy a Italia, sé dónde están los restos. Pero es difícil, con cinco metros de tela puedes hacer cuatro pantalones o cinco y medio. Tienes que decidirte por cuál modelo, tienes que saber cómo funcionan las telas, cómo van a caer… Y puede haber errores, puede ser que caiga diferente, se estreche al coser… Esas cosas aprendimos hasta la perfección, tenemos muy pocos errores en las telas que tomamos.
Sin embargo, junto a los periplos propios de la búsqueda de estas telas también surgen dificultades y frustraciones. Al hablarme claro de su proceso de trabajo, María me ayuda a comprender algunas cosas básicas del proceso general de producción de la ropa. Los diseñadores estándar crean y después deciden con cuántos metros de cada tela quieren trabajar. Mientras, María elige cada dos semanas entre retales que han sobrado de otros productores, desde los que debe arrancar. La situación se hace especialmente difícil cuando un diseño ha gustado mucho entre las clientas: «Tú estás parado delante de eso y sabes que es una tela que se puede conseguir, puedes pedirla y tampoco va a costarte muy caro. Pero ¿qué significan el dinero y tus principios?». Después de tal sentencia, María hace una pausa, respira y añade entre carcajadas: «Lo peor es que también hacemos eso con los botones. Estamos a veces una hora buscando cinco botones para cinco pantalones».
La entrevista con María ocurrió en dos actos. A un primer encuentro online siguió una visita a su boutique-estudio en Neukölln. Tras largas conversaciones sobre modos de entender la producción textil y cómo funciona la industria, pude comprobar el respeto con que María trata la ropa. En este sentido, su tienda se distingue de cualquier otra tienda al uso. Se trata de un espacio diáfano, regado con la luz que a veces regala el sol de Berlín. De varios expositores cuelgan una o dos piezas de cada diseño, organizados por escala cromática. María muestra y palpa sus prendas, las enseña orgullosa, al mismo tiempo que parece mimarlas. Su modo de acercarse a la ropa y transmitir su valor como objeto de uso es muy distinto a la cultura de consumo y desecho a la que los grandes almacenes nos han acostumbrado.
—¿La ropa se sitúa para ti más cerca de la pieza de arte o del objeto útil de primera necesidad?
—Yo como diseñadora separo el diseño del arte. Porque, para mí, el arte siempre cuestiona a la sociedad y digamos que la ropa no tanto. Mi ideal de trabajo como diseñadora es que una persona realmente tenga una pieza, que se la adueñe. Hay una diferencia entre una chica que se pone un vestido que no quiere ponerse y que le ves incómodo, a que se lo ponga.
Entre prenda y prenda, María hace una breve pausa: «Nosotros cuidamos mucho que el cut [corte] sea bonito, sea perfecto, que quede bien». Sin embargo, la belleza y atemporalidad que busca en sus diseños de corte minimalista no esconden tan solo un fin estético. El gran objetivo de hacer piezas cómodas y que a la vez no envejezcan es que sean usadas durante el mayor tiempo posible, rompiendo así con el círculo de usar y tirar. Para María, cada objeto posee además un alma, y darle el uso que se merece es rendir homenaje a las materias primas y la mano de obra que han pasado por él. Cada objeto producido «tiene muchísima historia, tiene recorridos, tiene una tierra que han quemado, un agua que han envenenado. A veces tengo conversaciones con niños porque ellos dicen que una prenda es muy cara. Entonces, les hablo de todo el supply chain [cadena de suministro], desde la persona que saca el algodón, hasta mí, hasta él. La historia dura casi una hora. Ellos se quedan ahí, parados, y les digo Decime tú de nuevo, ¿sigue siendo muy cara? Y entonces dicen No, es muy barata».
—¿Qué es la sostenibilidad?
—Sostenible no es solamente el medioambiente, también es la gente que trabaja con honestidad, que se esfuerza, que hace cosas durables, cosas con alma. La propia comunidad en la que vives también es la sostenibilidad. ¿Quién es mi comunidad de aquí? Es la mujer que tiene esa tienda de bicicletas, es la panadería que está en la esquina. Yo personalmente nunca he comprado de Amazon, ni siquiera tengo un Konto [cuenta]. No quiero centralizar mi dinero, porque si centralizo mi dinero van a caer muchas otras personas. Cuando piensas en Jeff Bezos… Él es el más millonario del mundo y se ha creado por nosotros en los últimos quince años, por cada cosita que comprábamos. Hay que buscar alternativas. Cada euro que tenemos es una protesta.
María fundó Corvera Vargas en 2014 y a principios de 2020 se unió Abbey Walker. La diseñadora australiana trabaja codo con codo con María, con quien comparte el modo de entender el diseño y su relación con la comunidad. Ambas danzan por la tienda, entran y salen, toman un café y atienden las visitas como si estuvieran por casa. Junto a las clientas habituales, un considerable número de gente se detiene en la puerta, ya sea para un saludo rápido o para charlar un rato. La relación de las diseñadoras con los vecinos de su entorno convierte el pequeño trozo de acera que da la bienvenida al estudio en un lugar animado a la vez que familiar. Esta energía de barrio, tan extraña y necesaria en una urbe como Berlín, es en realidad el esqueleto de un tejido comunitario fuerte. Para María y Abbey el trabajo en contacto directo con sus clientas es tan importante como la labor creativa. Mientras la industria de la moda en masa opera lejos de la realidad de sus consumidores, ellas no pueden entender el diseño sin una comunicación activa con las personas que eventualmente vestirán su ropa.
«La única posibilidad que vi de seguir trabajando con Bolivia fue buscar qué cosa hace la gente de Bolivia que tiene alta calidad y no está hecha en condiciones de trabajo cuestionables.»
Sin embargo, las ambiciones de sostenibilidad de María no terminan aquí. Su sueño es el diseño de ropa para mundos virtuales, ropa por la que se paga pero nunca se fabrica e interactúa con el usuario en mundos de realidad virtual o aumentada. Su visión se ha visto en gran parte cristalizada en su trabajo para el film Prison X, que ha formado parte de la Selección Oficial del festival Sundance 2021, donde se estrenó online. Prison X es un proyecto de la directora boliviana de origen quechua Violeta Ayala, concebido como un viaje de inmersión en un mundo neoandino. María ha diseñado la ropa de los personajes que habitan este mundo, en el que escenarios reales como la prisión de San Sebastián en Cochabamba (Bolivia) coexisten junto a figuras de la mitología andina. La realidad virtual regala la oportunidad de experimentar, a través de escenarios pintados a mano, una Bolivia evolucionada sin las fuerzas opresoras y destructoras del colonialismo español.
Así ha explicado Prison X su directora, Violeta Ayala, en una conversación con POV Magazine: «Todo existe en una mezcla entre la mitología quechua y la realidad. Es realidad en el sentido de que tenemos la plaza, la cárcel, las montañas (todo lo que tenemos en Bolivia), pero todo está hecho a mano y dibujado en la realidad virtual. Comienza con una directora de teatro de cine, la Jaguaress, en un plató. Te pide que entres y actúes porque falta un actor. Tienes que ir físicamente y ponerte una máscara en el espejo. Te ves a ti misma transformándote en el personaje. Luego te deja sola y tienes que navegar por este mundo. Es interactivo y a la vez inmersivo, algo muy difícil de hacer. Porque si sólo es inmersivo, lo ves como una historia en 3D, pero si es interactivo, lo juegas».
—¿Cómo enlaza el proyecto de Prison X con la realidad (material) de la industria textil?
—Yo tendría la gran esperanza de que el fast fashion [moda rápida] se pase a la realidad virtual. La gente ha pasado su vida a un cuento que es el Instagram. Yo quisiera que esa vanidad se traspase a la realidad virtual, para que cada chica en Instagram pueda ponerse un vestido increíble que no exista en realidad, que no haya sido sacado de los ríos o hecho por niños. Quiero diseñar fast fashion virtual porque ahí se puede desarrollar el arte sin tener miles de adornitos de plástico. Tú pones una foto tuya en bikini y entonces la ropa se adapta a tu cuerpo y es como si estuviese puesta. Pero es para la foto en Instagram y para impresionar a todos.
«Quiero diseñar fast fashion virtual porque ahí se puede desarrollar el arte sin tener miles de adornitos de plástico.»
María nació en la ciudad boliviana de Tarija y emigró junto a su familia a Alemania cuando tenía nueve años. Su forma de entender la ropa, dotada de alma, probablemente tenga algo que ver con la tradición aimara de la ch’alla, a la que se refiere durante nuestra conversación en más de una ocasión. La ch’alla es una ceremonia realizada el último martes de carnaval en la que se entregan ofrendas a la Pachamama y se bendicen tierras, casas, comercios y objetos en agradecimiento por todo lo que se recibe de ella y en espera de lo mejor al año siguiente.
—¿Cómo ha sido tu relación como diseñadora con tu herencia boliviana?
—En cierto momento yo empecé a hacer ropa. Claro que la primera idea es ir a Bolivia y hacer algo ahí porque es más económico, hablo el idioma… Llegando allá me di cuenta lo que significa la industria del fashion, que más allá de hacer solamente algo sin alma, es una rama bastante brutal, racista, clasista y cansina en mi opinión. Eso me chocó mucho y la única posibilidad que vi de seguir trabajando con Bolivia fue buscar qué cosa hace la gente de Bolivia que tiene alta calidad y no está hecho en situaciones de trabajo cuestionables. Al final encontré la cooperativa que hace las prendas de alpaca. Fue muy importante que fuera una cooperativa que no solo fuera fair trade [comercio justo], sino que le perteneciera también a bolivianos. Me es importante que los artesanos mismos busquen su camino y que les pertenezca, que no solo tengamos compañías de Suiza o Noruega que hacen fair trade en Bolivia. Yo quiero que sea de la gente misma.
»También empecé a trabajar con telas andinas. Ese fue el plan para el año pasado, que me fui a Bolivia con la esperanza de trabajar con los artesanos allá. Porque cada tela, cada aguayo, en cada franja que tiene, tiene el significado de dónde es: de la tierra, de los animales que están ahí, de las gentes, de las casas… Cada comunidad tiene algo diferente. A mí me parecía importantísimo e interesantísimo ir y conocer y desarrollar una nueva pequeña cadena como hice con las alpacas, pero con artesanos.
Del trabajo de María junto con la comunidad andina nacen las chompas o jerseys de lana de alpaca, una de las prendas más interesantes y también exclusivas de C\V.
—¿Cómo funciona la manufactura de las chompas con lana de alpaca?
—La lana que tenemos es de los Andes, de unas comunidades alrededor de La Paz. Son pequeños farmers [granjeros] que tienen las alpacas, que no se las puede mantener en cajitas. Ellos están acostumbrados a reunirlas y son como perros, juguetonas… Las traen de las montañas para sacarle la lana. No son abusadas porque son familias que se dedican a eso. Y claro que la alpaca no está en una sauna feliz en ese momento, pero no tiene nada que ver con la mass industry [industria masiva] de las ovejas, que es un horror. Ellos llevan esa lana que juntan a [la cooperativa] Coproca, la limpian con detergentes ecológicos y la pintan con tintes ecológicos. Entonces llega a la tienda de La Paz, donde vive la cholita de mis sueños, a la que le compro la lana, y la llevamos al Alto. En el Alto, Zacarías y Angélica hacen la producción con máquinas de tejer a mano y después lo cosen. Cintia nos ayuda para que Zacarías haga la óptica que yo quiero y me lo manda, porque Angélica y Zacarías no quieren tener nada que ver con el aeropuerto y los papeles. Y ese es el chain [la cadena] que tenemos: es simple, es pequeño y es honesto. A mí me gusta mucho porque reconozco la calidad, las imágenes que tienen, para mí son como chompas. Tenemos una producción mínima. El año pasado tuvimos máximo cien piezas. Este año, por la pandemia, logramos treinta o cuarenta y cinco, que es una pena.
—Hablando del trabajo con artesanos de comunidades originarias, ¿qué opinas de la apropiación cultural que últimamente se viene señalando dentro de la moda?
—Es muy triste para mí y para cada persona que piensa dos veces en lo que compra. El problema de la apropiación cultural es robar los derechos de autor, simplemente eso. Comunidades que desarrollaron las técnicas, los colores, las telas por años… Viene otro y se la roba. Por ejemplo, vino ahora lo de Carolina Herrera, que hizo una colección «en homenaje» a un pueblo en México. Sería un homenaje si Carolina Herrera hubiera ido ahí a trabajar con los artesanos de altura a altura, diseñador con diseñador, a desarrollar las telas con ellos y que ellos las hicieran, pagándole los precios que ellos merecen. Eso de la apropiación cultural tiene que ver con el alma de cada cosa que uno hace.
La situaciones que describe María de apropiacionismo cultural en el campo del diseño nos llevan en la conversación a la romantización y el fetichismo por lo «exótico», procesos con los que a menudo se enmascara el racismo sistémico cuando se toma al oprimido como objeto de culto e inspiración. De esta manera, y como explica María a partir del caso de Carolina Herrera, un artista arrebata de una comunidad algo que le es culturalmente propio, fotocopiando su patrimonio y fabricando, precisamente, objetos sin alma por los que se lleva el rédito. Para María, este tipo de situaciones maquilladas en el nombre del arte muestran su verdadera cara en el día a día:
«En Bolivia, por ejemplo, en el Parlamento, hay muchas mujeres andinas que tienen pollera. Pero el indianismo es utilizado. Hay siete mujeres indígenas en el Parlamento, pero están de florero, muchas no tienen el derecho de hablar, no tienen voz. Son de adorno, sin opinión, porque vienen las clases elitistas que siempre estuvieron y las oprimen. Es lo mismo en todos lados: la ropa no es un florero, la gente no es un florero, no estamos ahí para ser romantizados, nosotros tenemos mucho que contar.»
«La idea es aceptar mi piel morena, mis ojos negros, mi pelo negro y verlo bonito. Y demandar mis derechos donde esté.»
—¿Qué otras expresiones de racismo has encontrado en esta romantización de lo indígena?
—Hay una romantización muy alta de los pueblos, sean los pueblos originarios, la gente de color… El racismo está tan adentro que no nos damos cuenta. Viene una persona que es una minoría y se es más amable, como pobrecito. Eso hay simplemente que sacárselo de nuestro lado y del otro. Hay que aceptar que el racismo es una cosa sistemática que está en todas las cabezas. No solamente en las de los que oprimen, sino en los oprimidos también.
—Me recuerdas a las situaciones del racismo clasista que Eriván Phumpiú me contaba de su experiencia en Lima…
—Eso es el racismo estructural. Yo soy de descendencia andina, indígena, pero en Bolivia yo podría decir que soy blanca y la gente me creería, que es muy triste. Me creería porque yo soy más blanca que otras personas porque mi padre es blanco. Yo, digamos, subiría en una idea inexistente de las clases dentro de un cuento que nos contaron. Mi bisabuela es de pollera, de las clásicas, y su hijo, mi abuelo, se casó con mi abuela, que es más blanca. Ni siquiera fue una opción que yo me ponga pollera o que mi mamá se ponga pollera porque mentalmente la sociedad nos hace pensar que ponerse pollera es como bajarse de clase. Hay siempre que subir a lo blanco. Hay muchos latinos originarios o que tienen mezcla indígena que no queremos aceptar quiénes somos porque no queremos ser los pobrecitos pidiendo limosna en un poste en Europa, queremos ser como los blancos, pero nunca vamos a lograr ser eso. Nos mentimos a nosotros mismos, nos olvidamos quiénes somos y ahí fracasamos y vamos a fracasar siempre hasta que nos demos cuenta de que lo que somos es bastante valioso. La idea es aceptar mi piel morena, mis ojos negros, mi pelo negro y verlo bonito y demandar mis derechos donde esté. Esto en Sudamérica es un fracaso increíble, especialmente en lugares donde realmente lo que te dice él [Eriván] es verdad, el ser indígena está mal visto. Gente que se ve como yo, no admitiría su parte indígena, negando una parte de sí mismo. ¿Qué pasa cuando niegas algo que tú eres? ¡Terminas como el político que pescaron en la gay party en Brussel [Bruselas]!
—¿Has sufrido como inmigrante en Alemania este tipo de fetichismo o has sentido que debías recurrir en tu trabajo a tu cultura de origen porque era lo que se esperaba de ti?
—En el último año y medio pasado, cuando trabajé con Violeta Ayala en Prison X, ella me recordó quién soy. Hasta ese momento yo vivía en un pequeño olvido, y ahora veo la necesidad de remarcar quién soy pero no por mí, porque sea un hobby o porque quiero ser boliviana o andina… Yo pienso que aceptar que soy una emigrante que empezó de la nada, que viene de Bolivia y que puede terminar también limpiando casas es importante para cada emigrante. El ser emigrante, especialmente aquí, cambia toda tu personalidad. Tú eres emigrante desde pequeña y no me refiero a las expats, porque ellas no tienen la necesidad de aprender alemán. Si tú eres una emigrante y no eres blanca, la sociedad te va a dar duro cada vez, cada día. Cinco o diez veces al día te van a decir: así no se dice, tienes que repetir, así no se dice, repetí, estás mal. Y si das tu opinión, ellos van a decir No sabe alemán, ella no sabe lo que dice. Tú tienes que pasar por ese proceso día a día por años y eso cambia algo en ti, algo de lo que eres, de lo que podrías ser. Muchos fracasan y caen y muchos aprenden a defenderse y defienden lo que son cada día, en cada momento. Muchas veces la gente piensa que soy arrogante. Yo no soy arrogante, pero no voy a dejar que nadie me bajonee ahora o nunca. Eso también viene de mí, no solamente que las mujeres en Bolivia son muy fuertes y muy interesantes, sino que yo me he visto bajoneada todos los días y me he visto en la necesidad de defenderme más y más. Eso es cansado pero también es una parte de lo que soy. Mis raíces no solo son bolivianas andinas, sino también son las raíces de ser una emigrante.
—¿Cómo fue, en este sentido, tu paso por la escuela?
—En mi colegio, que era casi solo de extranjeros, me dijeron Tú nunca en tu vida vas a lograr ser algo más que una trabajadora en algún lugar. Nunca en tu vida. Y así se crece aquí en Alemania. En un colegio se pone a un profesor delante y dice Ustedes son todos perdedores. La clase es noventa por ciento de emigrantes y nadie se atreve a responderle. Yo fui la única que levanté la mano y dije No. Pero nadie más. Tenemos que recordar nuestras raíces para que otros bolivianos vean que se puede salir adelante. Utilizá tus raíces. Si no, te olvidas de quién eres. Tus raíces son una fuerza increíble. Tu ser emigrante es algo que puedes sacar adelante también, no tiene que ser siempre una desventaja.
—¿Has vivido algún obstáculo a la hora de emprender siendo mujer migrante?
—Claro que sí, cuando quería rentar un lugar y no me tomaron en serio. Ahora soy tan directa que ya nadie lo hace. Tengo una buena relación con toda la gente que trabaja conmigo, sean las que hacen la producción en Polonia o las que consiguen las telas. Yo diría que tuve más situaciones como mujer emprendedora que como extranjera. Yo empecé a trabajar en diseño de moda con veinticuatro años. Y tenía mi tienda, porque Berlín en aquel tiempo era mucho más barato. Yo decía que tenía treinta y dos desde que tenía veintitantos, porque mi edad y ser mujer me sacaba credibilidad, la gente no me tomaba en serio. Me pasaba (creo que la última vez cuando me mudé a la tienda en Neukölln) que se paran dos hombres blancos en la puerta, miran y se ponen a juzgar diciendo Interesante… Mientras bajan su cabeza a un lado y dicen ¿Puedes vivir de esto?
—¿Cómo sabías que querías dedicarte a esto?
—Me encanta crear. Crear es una belleza y la verdad es que empecé a coser cuando tenía diecisiete, también con restos de telas. Cosía cositas para ponerme, cambiaba mi ropa, compraba lo más barato que tenía H&M y lo destrozada y hacía otra cosa, porque era la tela lo que quería (en esos tiempos eran los comienzos de H&M). Cuando vine a Berlín yo quería ser trabajadora social, pero de pronto empecé a hacer ropa para mí y la gente me atajaba en la calle y me preguntaba de dónde la tenía. En cierto momento me moví a un taller de dos chicas en Prenzlauer Berg y empecé a hacer un top. Ese top lo puse en la tienda y lo vendí en veinticinco minutos.
»Eso fue para mí… Yo soy de un background de pocos recursos. Creo que tenía pocos euros para vivir al día, y vender ese top por 45 euros fue como… wow, súper. Entonces empecé a producir. Seguí haciendo mi ropa y fue increíble porque vendía muchas cosas al día. También fue difícil para mis colegas porque, ya desde ese momento, yo no quería [como clienta a] una mujer que es rica, sino a una mujer como yo, ahorrando. Por eso también es muy importante en mi label [marca] que los precios son directos. No tengo precios de 500 o 700 euros para una chaqueta. Nosotros tenemos… Yo, como emigrante, tengo la idea de que cada persona debería tener la posibilidad de comprarse ropa sostenible. En nosotros, un pantalón cuesta 129 euros. Pero nuestra cadena es pequeña: se puede ver, nos pueden preguntar, pueden visitarlos en Polonia, no hay problema, pueden visitarnos en Bolivia… Lo que no quiero es que sea un producto de lujo para una élite. Tenemos una estudiante que se compra una chompa de alpaca por meses y eso es una belleza, es algo que me encanta.
»Realmente desde el momento que empecé me fue muy bien y me sacó inmediatamente de la pobreza. Para mí fue algo absolutamente increíble poder ir a un café y pedir un capuccino. Sí que me gustaba mucho hacer ropa, el contacto directo con el cliente, ver cómo se usa la ropa, cómo salen las chicas… Yo decidí eso es lo que voy a hacer y lo hice. No pensé mucho y eso creo que me salvó porque no tuve mucha inversión. La única inversión fue que mi mamá y mis hermanos me regalaron una máquina de coser que costaba 700 euros en ese tiempo. Todo el resto fue una venta, me compro otra cosa, me compro una tela… Fue orgánicamente. También fue en el tiempo correcto, no pagaba mucha renta en mi casa y creo que pagaba 80 euros por el atelier. Fue una mezcla de suerte, talento, no pensar y falta de perspectiva.
»Hoy tampoco siento la presión de una industria que me diga qué tengo que hacer o presión de demostrarle a nadie lo que soy. Tengo la libertad de hacer lo que quiero como diseñadora.