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«Quiero ser feliz con mi empresa y quiero el balance con mi vida»

TEXTO: PAULA YACOMUZZI
FOTOS: CAMILA BERRIO

Octubre de 2021

Los primeros 1.500 euros que Mónica Kisic (Lima, 1982) invirtió en Roots Radicals los ganó en una incubadora con un pitch genial. Apenas subió al podio escuchó una música de fondo y, sin pensarlo, se puso a bailar delante de todos. Dice que el ejercicio espontáneo le ayudó a liberar las tensiones. Después —de pronto— se puso seria y empezó a hablar. En un simple minuto debía redondear el concepto de forma convincente y, como se sabe, no solo lo hizo, lo hizo con méritos.

Hemos charlado quizás menos de una hora, pero no me sorprende que se haya llevado ese premio. Hasta acá no hay bocado (léase pregunta o comentario) que yo pueda o quiera meter en su relato. Ella explica situaciones complejas con pocas palabras y no se pierde por las ramas de los recuerdos o lo que podría haber sido. Como si se hubiera pasado los últimos días repasando su historia para contarla, me digo. Lo cual es poco probable, sobre todo si se observa el ajetreo en la cocina y cómo, por turnos, Cayetana o Chris, sus empleados y cómplices, se acercan a hacerle consultas para poder continuar la labor.

Unos días después le pregunto por esa habilidad narrativa. «Hago yoga y mucho trabajo espiritual interno —responde enseguida—. De leer, saber, entender por qué estoy aquí y qué estoy haciendo. Tengo una parte supongo que conectada, que me da esa claridad a la hora de contar mi historia o lo que estoy haciendo.»

O a la hora de tomar decisiones. Mónica proviene de una familia acomodada y en su vida no han faltado los privilegios, pero ella no ha parado de desafiar las convenciones a fuerza de curiosidad, creatividad y trabajo. La historia de esta doctora en Biología que ha puesto el cuerpo y la mente en performances e instalaciones artísticas, es una enamorada del pan con masa madre que vistió el delantal de jefa en la cocina del prestigioso restaurante limeño IK y hoy vende alimentos deliciosos hechos, por un lado, con ingredientes ganados al tarro de basura y, por el otro, con el precioso influjo del tiempo está plagada de cambios de rumbo atrevidos. «No necesariamente tenemos que dedicarnos a hacer una cosa toda la vida dirá un par de veces—. Podemos ir moldeando quiénes somos a partir de los intereses que vamos madurando conforme también maduramos como personas.»

¿De dónde viene tu determinación?, quiero saber. «Yo creo que en cada momento de mi vida en el que tomé una decisión había una gran intuición. Después yo siempre veía que había hecho lo correcto. Sentía que al escuchar esa voz o fuerza estoy siguiendo mis valores, mi pasión, lo que estoy buscando en ese momento.»

El año pasado, cuando Roots apenas arrancaba y ella aprendía sobre la marcha los pormenores de la producción y comercialización de alimentos, también se dedicó a abrazar una cantidad de procesos internos. «Estuve sanando muchísimas cosas personales y como mujer. Desde la imagen corporal hasta el perfeccionismo, el tener que ser siempre complaciente o aprender a decir que no o a poner límites.» Como emprendedora novel, se enfrentó al influjo de las presiones sociales cuando vienen desde dentro, esas voces que nos dicen que hay que conseguir el éxito, que mucho cuidado con fracasar, que hay que demostrar a nosequién de lo que somos capaces… «Vivimos en un mundo (capitalista, corporativo) en el que siempre hay que estar mostrando», afirma entre sorbos de capuchino, el pelo lacio revuelto, ni rastros de maquillaje en el rostro. 

¿Su conclusión? «Si voy a tener una empresa, yo quiero ser feliz con mi empresa y quiero el balance con mi vida.»

Acto seguido dijo basta tras una etapa de seis días de trabajo a la semana en la que no tenía tiempo ni para su hija. «Me daba una pena…», recuerda. En cuanto pudo empleó una persona para las ventas los sábados, empezó a librar los lunes y se los dio también a los cocineros. El fin de semana pasó a durar tres días, y el lunes, con su niña en el kindergarten, ella puede hacer yoga, cocinar casero o ver películas. Ese día es importante en lo personal y repercute directamente en la empresa. El martes, cuando llegan los tres a la cocina, las energías están a full.

«Esa fue una decisión profundamente femenina —observa ahora—. De búsqueda, de trabajar con una misma, de encontrar la calma… Porque lo masculino siempre está dictando acción. Ahí siento que, cuando las mujeres tenemos una empresa y la llevamos desde ese poder femenino que tenemos, las cosas son diferentes, pero también germinan y crecen y son muy bonitas.» 

Si un desafío al comienzo fue conseguir una cocina profesional cuando no sabía ni dónde empezar a buscar y más adelante estuvo una semana en pánico porque iba a recibir las primeras siete cajas de frascos, lo que la pone nerviosa en estos días es terminar el plan de negocios. Roots ha crecido de forma orgánica desde aquellos 1.500 euros y algunos aportes generosos del hermano de Mónica. «Todo ha sido como pasos de bebés, de a poquito», dice ella. En octubre de 2019 ocupaba una sola estantería en la cocina que comparten con una chica búlgara que hace chocolates, alguien que hace vinos, y Volkan, «que prepara un hummus delicioso y está en el Wittenbergplatz con unos sánguches buenazos». A partir de 2020 empezaron a emplear una estantería nueva casi cada mes y este verano se trasladaron a una cocina exclusiva que el dueño del inmueble ha acondicionado en un edificio trasero.

Ahora Mónica se prepara para golpear la puerta de los bancos y conseguir préstamos. El plan de negocios, con esos números gordos como gremlins mojados, es el primero que jamás ha hecho. Pero el set mental vuelve a estar ahí: «Para mí el éxito está ahorita en el día de hoy, en todo lo que se logra cada día en lo que hacemos. Porque si siempre estamos obsesionados en llegar a un objetivo y siempre sientes que todavía no has llegado y que hay algo más que hacer, te pierdes». 

«Los retos son continuos. Y cuando lo haces en un país que no es el tuyo es muy difícil. Yo me demoro de repente tres días más en hacer esa llamada. Primero el idioma, luego no sabes si te van a contestar mal, luego no sabes si vas a entender lo que te dicen…» La madre de todos los desafíos, sin embargo, es «hacer que el negocio funcione, que podamos crecer y vender manteniendo el balance en lo femenino».

ROOTS RADICALS

En Roots Radicals ya no hacen helados sino conservas, salsas y especias deliciosas, nutritivas y sostenibles que venden en el Markthalle Neun, en algunas tiendas y por la web, en envíos sin packagings de plástico. En la lista de productos hay limones fermentados, un extracto de vainilla, un kétchup, una salsa harissa y una de jalapeños picante, pickles, chutneys, un caldo de verduras, vinagre, sauerkraut, compotas, mermeladas, kimchi, dulce de membrillo, escabeches, frutas en conserva y un montón de especias.

Los guían las ideas del consumo circular y el Zero Waste (o Cero Residuos), respuestas al desperdicio de alimentos y la generación de basura que hoy son verdaderos estilos de vida. Su materia prima son excedentes de supermercados, productos caducados que todavía están bien y piezas de frutas y verduras que no se llegan a vender porque son demasiado pequeñas o grandes o tienen la piel manchada, como suele ocurrir con muchas papas y limones.

No usan carnes ni lácteos y los lazos comerciales con las ONGs y start-ups son fundamentales. La primera y la que impulsó a Mónica al salto de los productos recuperados fue SPRK. Casualmente uno de los profesores del máster que hizo en Berlín era parte de la iniciativa y la introdujo en el mundo de los alimentos recuperados. También trabajan con Querfeld y Gebana, que distribuyen directamente de pequeños productores agrícolas. Entre todos ellos (productores, rescatadores y cocineros) se establece una nueva cadena alimenticia, una cadena que se encarga de salvar.

En la cocina de Roots las pieles de los tomates que usan para hacer kétchup se deshidratan, se hacen polvo y sirven para preparar una sal de tomate. Con las cáscaras de las manzanas que emplean para el Apple Pie Filling hacen vinagre. Las cáscaras secas de limón, naranja, mandarina y lima también se envasan y comercializan. (A quienes no se nos ocurre qué hacer con algo así, ellos nos guían desde la web: «Decoran muffins y pasteles y se llevan fantástico con el chocolate. Pueden ser el ingrediente especial al cocinar un pescado y encajan perfectamente en una ensalada».) Nada se descarta, todo se utiliza. El día de las fotos hacen un pesto con las hojas de rabanitos para un evento de la plataforma Wumanas.

Una mañana, mientras charlamos, Chris se acerca a preguntar cuántos gramos de azúcar debe agregar en un sirup de limón o si, aunque sería menos exacto, convendría reducir a fuerza de hervor. Mónica le recuerda que hay que empacarlo caliente y luego lo dirige a una tabla que ayudará a zanjar el dilema. De ese mismo modo han ido llegando a las recetas; desde los conocimientos de Mónica y la experimentación. Hoy tienen un listado de artículos fijos cuyas recetas conocen, pero trabajan también con productos de temporada (muchas frutas en primavera y verano) y con imprevistos. Cuando una empresa les ofrece una fruta o verdura inesperada, ellos deben decidir si la aceptan y qué prepararán con ella. Así hicieron hace poco un kétchup de plátanos y una mermelada de naranjas caramelizadas, una receta nueva (esta última) que les dio algún dolor de cabeza, ya que no era tan fácil deshacerse de la pectina.

Roots nos propone que nos convirtamos en recuperadores de alimentos a través del consumo de sus productos. Pero también promueve un cambio de hábitos generalizado, donde lo nuevo consiste en recuperar costumbres olvidadas. «Hoy en día reutilizar las cosas se ha perdido. La mayoría compramos la coliflor y le sacamos las hojas y las tiramos. La mayoría usamos las hojas de las hierbas y los tallos los tiras. Hay mucho que hemos aprendido también de cómo te venden las cosas en el supermercado y no utilizamos los productos secundarios o no queremos conservar o pensar en eso. Cuando hablamos con la gente mayor que viene al puesto de Roots en el Markthalle Neun a mí me encanta. Porque en realidad viene inspirado de nuestros abuelos, de una cultura que teníamos. Las conservas se hacían para sobrevivir, para preservar los alimentos. Luego llegó la industria y el capitalismo y terminó desconectándonos de eso.» 

«Cuando las mujeres tenemos una empresa
y la llevamos desde ese poder femenino las cosas son diferentes. Pero también germinan y crecen
y son muy bonitas.»

Para llegar a la gente y reconectarlos con la buena comida como parte de un estilo de vida sostenible realizan grandes esfuerzos de divulgación. Desde su Instagram informan que «Si el desperdicio de alimentos fuera un país, sería el tercer mayor emisor después de Estados Unidos y China» y que «En Alemania, cada año se desperdician alrededor de 11 millones de toneladas de alimentos». Desde el blog en la web generan comunidad compartiendo recetas de cocina circular y en Instagram hacen periódicamente los Rooted Lives, donde invitan a conversar a personas con iniciativas ligadas al hacer de la empresa. En general, verás a Mónica Kisic con frecuencia por las redes, en festivales de Zero Waste y todo tipo de iniciativas relacionadas en Berlín.

Su visión final incluye, en realidad, la presencia física. El sueño de Mónica es poner «una cocina en el centro de Berlín donde la gente pueda ver cómo producimos. Y que tenga un café, un plato del día, cosas sencillas…». Solo a través de las experiencias se desatan los procesos que nos transforman y que pueden inducir a un cambio en nuestros hábitos. Así lo ve una mujer que se define como «científica, chef, artista y co-fundadora de Roots Radicals» y que en su vida ha saltado con pasión y creatividad de experiencia en experiencia.

DEL LABORATORIO A LA FERMENTACIÓN

Aunque el primer Kisic en suelo peruano fue un tío tatarabuelo de Mónica, la familia recibió la ciudadanía de Croacia como consecuencia de una investigación que su padre realizó sobre esos lazos genealógicos. De manera que, cuando Croacia ingresó en la Comunidad Europea en 2013, Mónica ya no tuvo que ponerse en la cola más larga en las oficinas de extranjería, como había hecho durante años en Madrid.

Hoy tiene algunos libros de cocina de Croacia pero el vínculo croata es tan remoto que no ha quedado un legado culinario en su familia. Los platos y sabores que recuerda de la infancia «son muy peruanos», explica. «El pollito con choclito, que es de mi abuelita. La lúcuma, el helado de lúcuma. Platos sencillos: una ensaladita de papa cortadita con atún, el solterito arequipeño, una receta del sur de Perú que me encanta, la sopita a la criolla…» 

«Mi abuela, la mamá de mi papá, cocinaba increíble. No solamente por el sabor sino por el amor que ponía. Yo tengo recuerdos de los sabores que quiero volver a hacer y hago hoy en día en mi casa para mi hija. A mi mamá también le gustaba mucho cocinar. De alguna forma, mi manera de conectar con ella también era a través de la cocina. Y no solamente cocinando, sino que además hacía libros de recetas, cortando y pegando papelitos. Yo me copiaba y también hacía mis libros. […] Mi papá hacía cenas de trabajo y yo cocinaba para los invitados desde que tenía doce o trece años. Preparaba los menús, me encantaba.»

La cocina ha estado profundamente enraizada en su alma desde entonces pero a Mónica le llevó algunas vueltas desenterrar ese vínculo. Apenas nos conocemos, quiero saber cómo llegó desde la biología a la cocina y la pregunta desencadena ese relato plagado de detalles que se despliega hasta la actualidad como un mapa de momentos decisivos.

«Yo nací en Perú, crecí en Lima —empieza Mónica—. Las ciencias, las matemáticas siempre me han gustado muchísimo. Yo era muy buena en el colegio, me gustaba mucho estudiar. Todo, en realidad, pero siempre quería resolver los problemas de matemática. Y fue igual cuando empecé a estudiar biología en el colegio: me compré los libros de la universidad para indagar más.» El estudio de los seres vivos y sus procesos vitales siguió después en la Universidad Cayetano de Perú y, a partir de los diecinueve años, pasó además tres veranos consecutivos en los laboratorios de algunas de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, donde investigaban la malaria, el herpes y otros virus. El cuarto verano, en cambio, el avión que la llevaba salió hacia el este y aterrizó en Europa.

En Madrid estudió investigación con cannabinoides, hizo el doctorado cuando terminó la carrera y vivió los mejores años —«los años locos»— de la juventud. Fue entonces también que vio emerger la cocina como algo central en su vida. «Los fines de semana invitaba amigos, hacía comida, venían todos… Y me encantaba, era lo que yo más miraba para que sucediera.» Tanta pasión y dedicación ponía que los amigos le empezaron a preguntar si de verdad iba a seguir en un laboratorio. Así resultó que, mientras escribía la tesis doctoral, también masticaba aquel dilema.

«Bueno —se dijo un día—, ya he dedicado doce años a la ciencia. No tengo que seguir haciendo esto el resto de mi vida si no quiero.» Sin presiones y sin sentir que tiraba lo andado por la borda tomó una decisión y, veinticuatro horas después de finalizar el doctorado, se atrincheró en la cocina. Con la cámara que le había regalado la mamá se dedicó a fotografiar lo que cocinaba y empezó a hacer un blog de recetas paso a paso para comprender qué cosa exactamente iba a querer preparar.

Fue poco tiempo después que un amigo le regaló un curso de pan de masa madre y ella descubrió la fermentación. «Hasta entonces no había hecho ese vínculo de toda la ciencia que hay en la cocina. Creo que porque la ciencia era mi trabajo y la cocina era mi entretenimiento. Cuando hice esa unión, me di cuenta de que todo lo que había estudiado me servía muchísimo, a pesar de que no eran virus. El entendimiento de cómo funcionan las cosas, la estructura a la hora de pensar o investigar un ingrediente o la cocina de una cultura… Todo me lo dio la ciencia.»

La fermentación también le dio «la artesanía, el valor que tiene el tiempo cuando uno permite que tenga su función en la cocina: cuando fermentas para hacer un pan, o con los limones o chilis como hacemos hoy en día, y la transformación de sabores que ocurre. También cómo ese tema tan ancestral nos une con una cultura que estamos perdiendo. Estamos tan metidos en la inmediatez que nos olvidamos del valor del tiempo».

Y algo más. «Al décimo o veinteavo intento de hacer pan, la primera vez que el pan salió realmente bien, yo estaba tan contenta que simplemente sabía que no podía ponerle cualquier mantequilla. Entonces comencé a hacer mantequilla yo misma. Comencé a comprar la crema, incluso comencé a cultivar la crema. Empecé a hacer queso, todas estas cosas que sabía que me estaban dando un valor tan grande a lo que comía.» Ese respeto hacia el producto y su enorme valor es una de las premisas que más ha impactado en su hacer y que ya nunca ha abandonado.

Los dos años siguientes vivió en Berlín. Amasaba pan y lo vendía los viernes en la escuela de alemán donde estudiaba. Hasta que descubrió un máster en el Basque Culinary Center en San Sebastián.

Eran épocas del furor de la cocina molecular y el centro acababa de abrir con el objetivo de justamente impulsar el vínculo entre la cocina y la ciencia. El máster se llamaba Cocina técnica y producto y duraba seis meses, una extensión perfecta para alguien que acababa de sacar la cabeza de los libros. Cada semana trataban un producto diferente y llegaban a enseñar los expertos más expertos de España y el mundo. «Fue increíble. Fue para mí estar metida en un playground donde yo podía observar, aprender… Estaba feliz.»

«Hoy en día reutilizar las cosas se ha perdido. La mayoría compramos la coliflor y le sacamos las hojas y las tiramos.»

La estancia siguiente en el restaurante Blue Hill at Stone Barns de Nueva York, con sus 32 hectáreas de huertos orgánicos, confirmó y reforzó la devoción de Mónica por el producto, las temporadas y las conservas. Aunque ya no lidera la cocina, el chef Dan Barber comenzó en Blue Hill a llevar a la práctica sus ideas visionarias para transformar radicalmente, en clave sostenible, la forma en que cultivamos y comemos. En 2009 la revista Time lo nombró entre los cien pensadores más influyentes de Estados Unidos. En su proyecto más reciente, la iniciativa Row7 a la que ya se han sumado cocineros y cocineras de todo el mundo, Barber ha reunido la revolución del sabor con la ecología, la lucha contra el monopolio de las semillas y la democratización de los alimentos. Se trata del desarrollo de semillas nuevas que permiten cultivar vegetales sabrosos desde el inicio, de acuerdo con las condiciones climáticas del sitio donde se cultivan y con independencia de los tres grandes monopolios globales. De ese enorme idealismo visionario y pragmático de Barber, con pilares como la alimentación vegetariana, el Zero Waste o cocinar sin un menú preconcebido, también se empapó Mónica.

IVÁN, PERÚ, VOLCANOES Y ALMA

«Mi primo se fue en el momento en que yo salía de presenciar diferentes masterclass donde siempre estaba el chef y el chef de investigación. Yo pensaba que así iba a ser esa dupla, yo con mi primo.» Iván Kisic fue uno de los chefs jóvenes más reputados de la cocina peruana y una persona súper cercana e influyente en la vida de Mónica. Ya desde pequeña él le enseñaba y asesoraba cuando ella preparaba los menús para las cenas de su padre. También fue el primero en saber que ella dejaba el laboratorio para dedicarse a la gastronomía. Iván falleció a los treinta y cinco años en un accidente de auto que también se llevó la vida de otros tres reputados jóvenes chefs limeños.

«Yo había estado nueve años ya fuera de Perú y nunca había tenido un llamado a volver. Las razones por las que me fui fueron muy ligadas a la sociedad, a cómo funcionan las cosas allá, al colonialismo que se ve, el racismo, el machismo de las ciudades latinoamericanas en general. (…) También porque notaba que no había lugar para mí para poder crecer. Yo quería ser puramente yo y mi alma. Allá tienes que ser más de una forma y entrar siempre en una especie de burbuja.

»Iván dejó su restaurante en plena construcción. Y no solo yo sino todo el mundo tenía un poco en la cabeza que yo iba a tomar el mando. Acabado Blue Hill, en el ínterin que había conocido a mi actual esposo (que es de Nueva York y lo había conocido en Berlín), le dije a Eric: Por primera vez siento una llamada de que tengo que estar en Perú, tengo que volver, ayudar, hacer algo por mi primo. 

»Y así fue. Volví a Perú y tomé el mando del restaurante y estuve casi un año de jefa de cocina de IK, un restaurante de alta cocina con un equipo de quince cocineros. Fue una experiencia difícil para mí. Muy linda en el sentido de toda la parte creativa, pero difícil porque había un duelo. Y cuando son temas familiares uno sabe que tiene que poner a la familia primero, y por eso dejé IK relativamente pronto. IK fue un magnífico proyecto desde el cual me acerqué a la prensa, a conocer cocineros, y le di oportunidades a mi equipo, supe también lo que era ser un líder en la cocina y cómo yo quería hacer las cosas…

»Comencé a hacer pop-ups. Estuve unos meses en un bar que se llamaba Barra55 con Matías Cilloniz, un gran amigo y uno de los mejores cocineros que conozco en Perú. Nos íbamos a cosechar dos días antes de ir a Barra, sin tener menú en mente. Yo quería fluir con la improvisación, también ver qué hay en la tierra y pensar cómo lo voy a cocinar esta semana. Esta experiencia trajo la vulnerabilidad y honestidad a la cocina que ambos buscábamos, fue hermoso.

»Luego estuvimos haciendo pop-ups en otros lados y mi esposo y yo cogimos una casa que era de la familia, allí estaba mi taller culinario. Empecé a hacer panes y todos los viernes venía la gente a recoger. Me compré un buen horno. Todo funcionando. Hasta que nos fuimos a Italia a hacer una performance multidisciplinaria con un colectivo de artistas que se llama Elephants and Volcanoes.  

A Mónica le encanta trabajar en equipo y nutrirse de las ideas y profesiones de los demás. Ya en Perú había colaborado con la artista Annika Kappner. Ahí realizaron juntas una instalación en la que Mónica usó pallares blancos con manchas negras distintas en cada uno. Los incas empleaban estos frijoles como oráculos y ella recuperó esta idea junto a su simbología, cocinándolos con azúcar y depositándolos en una flor de piedra de huamanga. Más adelante, las dos se unieron a otros artistas y fundaron el colectivo Elephants and Volcanoes, de donde nació la experiencia de degustación multisensorial Come Conciencia que realizaron en una galería de Nueva York, para la que Mónica diseñó platos de acuerdo a seis valores que han desaparecido en la cocina moderna. Más adelante hicieron Firnocene, una instalación que representaba las diferentes fases del agua y cómo se reflejan en las personas. «La sólida la vivimos como paz y tranquilidad, la gaseosa es un poco más turbulenta, para la líquida teníamos una catarata e hicimos una instalación con sandías.»

En Italia, en el pueblo de Altamura, Mónica presentó junto al colectivo una culinaria del futuro basada en valores como la recolección y Eric hizo la música. La performance tuvo lugar en una casa de líneas futuristas diseñada por Giacomo Garziano. Fue después del evento que Mónica y Eric se sentaron en un restaurante de Roma y, entre copas de vino, se entusiasmaron con la idea de volver a vivir en Europa. «Tuvimos todo un plan ahí. Sí, yo voy a trabajar más en música comercial para hacer mucho dinero y luego nos vamos a Berlín y me entrego al arte y a mi música. Yo también, voy a mirar tal y tal cosa…»

Tres semanas después, ya en Perú, supieron que Mónica estaba embarazada y «cambió todo», dice ella. Cambiaron las razones, cambiaron los fundamentos, pero ellos volvieron a acudir a la idea de Europa. «Yo pensaba si me quedo y doy a luz aquí y me acomodo a la sociedad en Lima, a tener toda la ayuda que se pueda tener y todo esto, ya sé que no voy a vivir como hubiera querido vivir. Podía verme quince años después, infeliz.» Solo su padre los apoyó al principio porque sabía que no podía detenerlos. Mónica vendió el horno y hasta la última bandeja para juntar dinero y también la familia los ayudó económicamente.

Alma nació en Madrid, una ciudad con la que Mónica tiene una conexión muy intensa y donde su familia tiene un departamento. Durante esos meses, tras el parto hermoso y en medio de unos días que recuerda como mágicos, se dedicaron a planificar la mudanza a Berlín, la meta final. A la capital alemana llegaron el primero de diciembre de 2016, Alma tenía cinco meses. «No me preguntes por qué decidimos venir en pleno invierno. A una casa vacía, además. Nos quedamos una noche en un hotel, así que a la siguiente noche dormimos en un colchón inflable.» 

BERLÍN

«El 2017 básicamente me dediqué a la página web. Quería estar con Alma, dedicarle todo el tiempo. Y comencé a juntar las fotos y experiencias en la web. Con Michael, un fotógrafo amigo, hicimos los videos. También empecé a hacer menús degustación de comida peruana o de temporada. Lo hacíamos en el cuarto de invitados en nuestra casa cuando no teníamos invitados y Eric ofrecía un concierto.

»En 2018 llegó un momento en que yo tenía que madurar mis ideas. Lo que yo sabía era que no quería un restaurante. Sabía que había algo que me gustaba muchísimo era la conservación de alimentos, con toda esta parte ancestral, cultural…

»Un ingrediente en Berlín siempre se va a utilizar de manera diferente que cómo se utiliza en Perú, Argentina, Turquía o Rusia. Cada cultura crea sus propias recetas y sabores. Cada cultura tiene sus propias formas de preservar también, porque tienen sus estaciones, sus maneras de conservar, sus climas… En Perú, por ejemplo, en los Andes, ocurre la liofilización, que es una especie de secado al vacío y sucede naturalmente en las alturas, a través de las heladas. Entonces el chuño, la papa seca, es una papa liofilizada que tiene un sabor totalmente diferente a la patata. O el charqui, la carne seca, que es otra manera de conservar.

»Entonces me encontré con un curso de verano en le Universidad Técnica de Berlín. Se llamaba Start-up Crash. Y decidí meterme. Alma todavía no iba a la kita. Usamos esa página que te permite alojar alguien en casa y esa persona te ayuda algunas horas con algo. Salma se llamaba la chica que estuvo con nosotros, que además es quien me enseñó a hacer la harissa. 

»Durante este curso había que evaluar, idear, pensar… Había veinte personas más, todos tenían dieciocho o veinte años, venían muchos de Singapur, algunos de Estados Unidos… No es que no se lo tomaran en serio, pero ¡yo iba al curso con mis tarjetas! Me hice muy amiga de todos, vinieron a mi casa. Fue muy lindo porque me rejuveneció, me dio mucho. Y comencé a pensar: si lo que quiero es hacer conservas, ¿cuál es mi propósito? Ahí era importante para mí no solamente el desperdicio sino el hecho de que haya tanto hambre y a la vez tanto desperdicio. Esa paradoja es muy difícil de digerir para mí. Entonces pensé en la economía circular, pero no en comprar rescatado porque tampoco sabía cómo hacer eso.

»Dio la casualidad de que Mario, que era mi profesor, estaba trabajando en una start-up que se encarga de rescatar las cosas que están en exceso en los supermercados, lo que por demanda no se ha consumido. Cuando Mario llegó empezamos a trabajar, y no solamente con el tema circular, sino con que todos o casi todos los ingredientes que utilizamos vengan de esta especie de sombra de la cadena alimentaria. 

»Cuando comencé con estas ideas desde mi casa e hice mi primer mercadito, pasó que me invitaron a participar en una incubadora que se llamaba Singa Business Lab y ayudaba a extranjeros a montar una empresa. Ellos hicieron un día en el que todos presentan un pitch y ofrecen dinero de premio.

Ese día Mónica subió al podio, bailó al compás de la música, comunicó en un minuto la idea de empresa y ganó los primeros 1.500 euros que invirtió en Roots Radicals.

Pasen por aquí y vean la fabulosa web de Mónica Kisic. Roots Radicals está en este enlace. Por aquí otros links de interés: SPRK, Gebana y Querfeld

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