TEXTO: PAULA YACOMUZZI
FOTOS: MICAELA MASETTO
Diciembre de 2019
La primera vez que veo a Monserrat Peniche Barrera (Mérida, México) está de pie frente a una olla gigante llena de pollo cocido. De ahí va extrayendo las pieles que después picará para que no se perciban en el relleno de los tamales, dice que la gente acá es un poco quisquillosa con eso. La música suena a todo volumen y rebota en el acero de las mesadas industriales; entre salsas y otros ritmos latinos, reconozco una cumbia rioplatense y un tema de Shakira de esos que hacen corear a multitudes. Un chico trabaja a la par de Monse mientras charlan frente a frente, olla de por medio; ella ríe con la cabeza hacia atrás sin abandonar su labor. Otra chica revuelve con una cuchara larguísima en una olla sobre el fuego, le cuesta partir el mole para que se descongele sin que se pegue en el fondo. Parece que Monse y el chico se conocen entre sí, pero no conocen a la chica que revuelve el mole. Ella habla de los tamales de pescado y queso que se comen en su zona de México y Monse la mira sorprendida, nunca escuchó que se ponga queso a un tamal. También Micaela, entre foto y foto, cuenta que se comen tamales en el norte de Argentina y la conversación se va hacia la comida argentina durante un rato. Más tarde el mole se ha descongelado y hay que condimentarlo, también se puede empezar a pelar verduras. Cuando llega un chico alto, Monse le pide que traslade la olla enorme cerca de la batidora. Entonces Micaela termina con las fotos y es hora de irnos.
Esa tarde tengo sobre Tlayolan la información que ofrecen internet y las redes. Sé que cultivan maíz biológico en una parcela de tierra dentro del proyecto de agricultura solidaria SpeiseGut, en las afueras de Berlín, que lo forman un grupo de latinoamericanos y que Monse es la fundadora. Ella me cuenta que la cocina donde preparan hoy los 350 tamales que venderán en el Markthalle IX para el Día de los Muertos pertenece a Tlaxcalli, una empresa que produce tortillas orgánicas y distribuye en los comercios de la ciudad. El alemán que la inició vivió algunos años en México y regresó hace poco con las máquinas de tortillas que hoy ocupan buena parte de la cocina.
He visto antes los dos proyectos juntos en internet. Si en Tlayolan emplean la milpa, un sistema de cultivo comunitario y sostenible de origen prehispánico, Tlaxcalli utiliza una forma de cocción tradicional de las tortillas que permite mantener los nutrientes al cocinarlas en agua con calcio, lo que se conoce como nixtamalización y proviene de Mesoamérica. Ambas han participado en conferencias en Berlín, en ocasiones invitados por la asociación FairBindung. En las charlas informan sobre los peligros del maíz transgénico en el ecosistema y su consumo, sobre la relación entre el consumo de alimentos biológicos, el mercado global y el capitalismo e incluso simplemente enseñan lo que hacen. Monserrat Peniche aparece como activista.
FairBindung es una organización sumamente interesante: cuestionan el crecimiento económico a costa de la naturaleza, buscan otras formas de producción y consumo, hablan de resistencia cultural en este contexto de catástrofe medioambiental y promueven propuestas concretas para practicar aquí y ahora. Uno de sus programas se llama “Von Süden lernen – gemeinsam handeln” (“Aprendiendo del Sur, actuando juntos”) y está financiado por la oficina de Berlín para la Cooperación al Desarrollo. Como otras organizaciones en estos días, en FairBindung miran activamente al sur global y difunden iniciativas como las de Tlayolan y Tlaxcalli por ecológicas, sostenibles, comunitarias y democráticas, sean de origen indígena o no. En ellas vive el germen del cambio de paradigma que reclama el planeta Tierra.
Yo aspiro a conocer cómo nacen y crecen estas iniciativas en Berlín, y quiénes son estas personas tan capaces de actuar creativamente en nuestro entorno. En este domingo gris de tamales y cumbia en la cocina, voy colando preguntas a Monse entre charlas y risas que, una a una, van quedando sin responder. Aunque tampoco son tantas: si alguna vez intentaste cocinar con amigos alemanes y te chocaste con su concentrada disciplina de trabajo, te das cuenta enseguida de que este momento de labor amena compartida es oro puro. Alguien canta mientras cocina, otro abandona su tarea por un momento para ayudar al de al lado con lo suyo, hay historias que atraviesan las mesadas industriales y miradas de apoyo a los que cuentan.
Cuando me voy, lo poco que he averiguado es que en Tlayolan cocinan algunas veces al año para sus reuniones privadas y solamente dos veces para vender en los puestos o por encargo: para el Día de los Muertos como ahora y para la fiesta de la Candelaria, que se celebra el 2 de febrero, cuando venden en la cervecería The Castle, frente al Nord-Bahnhof.
—¿Y cómo es que cocinan, no se dedicaban a cultivar? —me pregunta Micaela mientras bajamos las escaleras.
—Justo eso tampoco lo entiendo.
La segunda vez que veo a Monse está sentada en una mesa de la cafetería de Dussmann, la librería y oasis multimedia de Friedrichstrasse. A su lado hay dos bolsas de compras repletas de decoración navideña. Está feliz de que llega esta época del año. Las luces que cuelgue en su departamento estos días se quedarán hasta pasada la fiesta de la Candelaria.
Enseguida comenta que le sorprende la cantidad de hispanohablantes que ha llegado a Berlín en los últimos cinco años. “Antes, subir al U-Bahn y escuchar español era algo así de una vez al mes. Ahora es todos los días.” ¿Qué tal es tu alemán?, le pregunto. “Hablo muy bien. Ahorita concursé para una nueva oportunidad de trabajo en [el hospital universitario] Charité como Wissenschaftler, científico, y me piden tener el C2. Así que el mes que viene voy a hacer mi examen. C2 ya es producción de textos.”
Así, como quien no quiere la cosa, Monse me acaba de introducir en el universo de su ocupación profesional y, como si fuera un cuento dentro del cuento, la enfermería nos hará olvidar por un buen rato el maíz biológico y Tlayolan.
Hace veinte años que Monse trabaja como enfermera. Es enfermera neurológica, una especialidad que en Alemania recién se puede estudiar desde este año, y en 2013 formó parte del equipo que creó la primera unidad de rehabilitación neurológica temprana de Berlín (Neurologische Frührehabilitation), en la sede de Steglitz de Charité. Allí se trasladan los pacientes que han tenido un accidente cerebrovascular después de los dos o tres primeros días en terapia intensiva neurológica y se les suministra rehabilitación durante veintiún días. “Esos veintiún días son determinantes de lo que va a suceder luego. En ese tiempo hay un 80 por ciento de oportunidad de que el paciente recobre lo que haya perdido durante el accidente.” Ella trabajó en el diseño y seguimiento del programa de rehabilitación, junto a neurólogos y especialistas, como fisioterapeutas, ergoterapeutas, logopedas y psiquiatras, según el caso.
“Es todo el ciclo: germinamos las semillas, sembramos, cuidamos la planta, cultivamos, cosechamos y, de lo que se cosecha, se cocina.”
En la actualidad, Monse trabaja en el laboratorio de Medicina del Sueño de Charité. Le pregunto cómo llegó ahí. “Esa historia viene desde muchos años atrás. Todo comenzó en el 96, creo yo. En realidad, yo quería estudiar neurología y no me aceptaron en la escuela de Medicina. Para mí eso fue el trauma más grande de mi vida. Yo estaba convencida de que quería estudiar neurología desde los cinco o seis años. A mí me preguntabas qué quería hacer y yo no decía doctor, yo decía neuróloga.”
¿Cómo conociste la neurología tan chiquita?
Por un accidente cerebrovascular que tuve. Un borracho se pasó el alto. En aquel entonces nadie usaba el cinturón de seguridad y yo salí volando por el panorámico del auto y lo rompí con la cabeza. Estuve tres meses en coma. Tenía cinco o seis años. La cosa es que, por tanto contacto con los neurólogos y las enfermeras, apareció mi interés por la neurología. Ahora me doy cuenta que me explicaban como si yo fuera una persona mayor: “Esto te pasó, esto tenemos que hacer”. El no tener miedo a una resonancia magnética, a estar metido en una bola así, ahora que soy mayor se me hace algo impactante, porque no en cualquier lado te topas con médicos de esa calidad humana.
Luego ya sabía qué era la neurología y eso era lo que quería hacer. El problema fue que quería entrar a medicina y ese año estábamos en concurso más de mil estudiantes, porque también venían de Quintana Roo y de Campeche [en la Península de Yucatán]. Y sólo aceptaban a los primeros cien. Me quedé en el 126. La frustración, el estar enojada pero no saber con quién… Fue cuando mi mamá me dijo “Bueno, ¿y por qué no quieres ser enfermera?, hacen lo mismo, ¿no?”. Y entré en enfermería. Pero hay siempre la mentalidad de que la enfermera es la que va a estar al lado de la cama, bañando al paciente o limpiando excrementos… Cuando en realidad no es así, la enfermería es un campo muy grande dentro del sistema de salud. Yo en aquel entonces no sabía y entendí también gracias a una muy buena maestra de la licenciatura. Ella fue la que realmente me abrió los ojos. Me dijo “Tú te deprimes por algo que no tiene sentido. Porque aquí, en México, no lo tenemos, pero hay países en el mundo que tienen enfermeras neurológicas. Y ahí es donde muy bien puedes trabajar”. Ahí es donde se me prendió el foco.
Entonces había la posibilidad de hacer cursos de intercambio con la Facultad de Enfermería de Málaga, en España. Así concursé, mandé una idea de proyecto de investigación y ganó. Así fue como me fui a Málaga, luego a Madrid, luego regresé a México y entablé el proyecto de investigación. Después de eso me ofrecieron la especialidad de rehabilitación neurológica en Madrid y lo hice. Después de eso, me ofrecieron trabajo en Holanda. Me voy a Holanda a trabajar y yo ya quería estudiar la maestría en Ciencias de Enfermería, para poder ya hacer investigación formal. Metí mis documentos en varios lados para ver dónde cae la beca —ríe—, así he estado viviendo desde el año 2000 que estoy en Europa… En ese momento se dio la beca en Charité y así fue como llegué en 2006 e hice la maestría en Ciencias de Enfermería.
Llevas muchos años trabajando en Charité, ¿es el entorno muy alemán?
No. Charité es uno de los Arbeitgeber (empleadores) con personal más multiculti de Europa, hay gente de más de 80 naciones del mundo… Cuando tú dices “Lárgate a Timbuctú”, en Charité hay gente de Timbuctú —ríe—. Es increíble.
¿Cómo es el entendimiento entre ustedes? ¿Cómo te has sentido tú?
Ese es el punto. Cuando llegué a Charité, me fui topando con un equipo en el que, los que hablan alemán, lo hablan o escriben mal. En ese equipo tenemos que encontrar una manera de comunicarnos, que todos nos entendamos y nos entendamos bien. Porque no estamos horneando un pan, estamos trabajando con gente enferma, donde los márgenes de error aceptables son mínimos. Cuando un equipo es tan multidisciplinario y tan multicultural, estamos hablando de dos áreas en donde el equipo tiene que estar bien estructurado. Ahí vienen las diferentes posibilidades que uno descubre de comunicarse con los demás. Y eso se aprende.
¿De qué manera?
En la maestría tuvimos una asignatura de enfermería transcultural. Ahí se aprende ese contacto con las diferentes culturas y factores que pueden influenciar al equipo. Lo primero es descubrir qué culturas están presentes en ese equipo y las diferentes perspectivas de salud que tiene cada colega. Por ejemplo, la perspectiva que yo tengo del dolor es totalmente diferente a la de un japonés o a la de un africano. Y estas perspectivas culturales de enfermedad y salud también cambian en los pacientes. Para los pacientes hay screening, cuestionarios para evaluar cuál es el nivel del dolor que mi paciente ruso, japonés o mexicano siente en ese momento. De esa manera puedo identificar si necesita un medicamento o no, si se lo está aguantando porque viene de México y “no es de machos quejarse, porque los hombres no lloran”. Pero esa persona sufre porque veo que está pasando por una taquicardia y suda demasiado o está pálida. Y a lo mejor, el africano dice “tengo dolor, ayúdame”.
Se trabaja mucho con la intuición, pero es una intuición aprendida. La intuición que tengo hoy no la puedo comparar con la que tenía hace quince años.
¿Y con tus compañeros de trabajo?
Por ejemplo, en la rehabilitación temprana, si yo veo que un paciente está empezando a tener un poco de fiebre, ya empiezo a pensar y trabajar lo que está sucediendo. Pero a lo mejor viene otra enfermera que ese día me está ayudando (con el rollo de que falta personal por todos lados), mide, ve 37,5 y dice “aún no tiene fiebre” y lo ignora. Y a lo mejor media hora después el paciente tiene 39 y ya tienes un problema. Porque ese es otro punto, en la rehabilitación neurológica, esos cambios de enfermedad a muerte suceden en cosa de minutos. Identificar esos síntomas es diferente entre una cultura y otra. A una enfermera de Japón a lo mejor le va a resultar más fácil identificar el dolor entre los japoneses.
Para mí un equipo multicultural en Berlín es algo súper positivo. Porque Berlín es también una ciudad muy multicultural. Es una ventaja también en el idioma… ¡Ah!, incluso tenemos un directorio y podemos pedir ayuda dentro de Charité a las personas dentro del personal que hablan diferentes idiomas.
¿Es estresante tu trabajo? ¿Qué te da y qué te saca?
Es estresante… Pero a mí lo que más me enamoró de neurología es que en esos veintiún o hasta veintisiete días, que es lo máximo que te paga la Krankenkasse (la obra social) en Alemania, tú puedes ver el cambio enorme de enfermedad a salud en una persona, cuánto influye tu atención para su bienestar. Y eso es algo que está escrito en muchos libros de atención y práctica de la enfermería, pero cuando llega el momento en el que traduces ese libro a tu vida diaria y ves los resultados es la satisfacción más grande. Porque te das cuenta del poder que tiene tu atención en esa persona, porque es “poder”, el poder de hacer algo.
¿Cómo te llevas con lo otro, cuando alguien muere?
Bueno, eso también es algo muy cultural. Desde pequeña veo la muerte como un proceso natural. Por circunstancia de salud y enfermedad mías y alrededor mío: muchos de mis familiares han muerto de cáncer, yo he estado mucho en los hospitales… Y también en México no la vemos tanto así como “el acabose”. Yo veo la muerte como un “después de”. En mi profesión, lo veo como qué tanta calidad puedo yo ofrecer para que esa persona, en ese lapso de tiempo, termine su vida con toda la dignidad posible.
Claro que también he tenido pacientes que se mueren de sorpresa. También tengo las calificaciones en Alemania para hacer Sterbebegleiter, la persona que acompaña a un paciente hacia la muerte en los últimos días. En algunos casos, se puede determinar cuál es el tiempo de vida que le queda a un paciente. Ahí viene otro tipo de cuidado en enfermería. Yo también diseño ese plan de Sterbebegleitung con el personal. En el caso de que me encuentre en ese momento crítico, es mi deber estar ahí al lado y ayudar a disminuir el temor, que es algo que veo mucho acá. También hay mucha frustración, tanto del paciente como del personal. La frustración del personal puede ser porque lo hemos estado cuidando tanto o, al contrario, con un enfermo terminal que no se muere y no se muere y no más estamos esperando que fallezca, pero tampoco puedes cerrar tus ojos y pasar por el cuarto e ignorar que ahí hay una persona. Son procesos de aceptación y esos son dos espacios en los que puedo ayudar.
Estás lejos de tu familia en México. ¿De dónde viene tu fuerza vital para lidiar con asuntos tan delicados?
¡Ah, para eso está Tlayolan! —ríe—. Así es como nació Tlayolan.
“Es una responsabilidad y un honor que me vean como una persona que está luchando por cambiar un tipo de vida que muchos tienen.”
De la misma manera que nos fuimos, volvemos a Tlayolan.
La historia es más o menos así. Cuando Monse llegó a Berlín, vio que solamente se conseguían tortillas de maseca, de harina transgénica. Entonces ya se hablaba de los riesgos del consumo de transgénicos y ella tomaba muy en serio las advertencias que arrojaban los estudios científicos. Ese primer enero en Berlín participó de la manifestación en contra de los transgénicos y la agroindustria que se sigue haciendo cada año para la misma fecha (mientras el maíz transgénico se prohibió en 2009, el uso de glifosato todavía está permitido). Empezó a informarse, a conocer granjeros y personas involucradas activamente en la agricultura ecológica. Una de ellas fue el ingeniero agrónomo Christian Heymann, que ya quería comenzar su propio proyecto de agricultura solidaria, una idea nueva en Alemania. Él no conocía la milpa, pero le ofreció un pedazo de tierra en Vierfelderhof y Monse sembró semillas prestadas. El proyecto se asentó al año siguiente, cuando obtuvo una parcela fija en SpeiseGut, la inciativa nueva de Heymann, congregó más gente y adoptó un nombre náhuatl que significa “tierra que produce mucho maíz, lugar donde abunda la semilla que da vida”. Hoy Tlayolan ha cumplido los ocho años.
Por favor, vayamos al principio. ¿Qué es la milpa?
Milpa es un sistema de cultivo que integra el maíz, la calabaza y el frijol, un sistema de permacultura. Es la siembra de estos tres en una sola área, porque conviven muy bien, se ayudan entre ellos y también benefician a la tierra. En México, ese tipo de cultivo se hace desde eras precolombinas. Sembraban y cosechaban todo junto, intercalados. En el mismo momento del año, con variaciones de algunas semanas entre ellos para la siembra y cosecha. Ese tipo de cultivo de maíz no se conocía en Alemania, aquí era solo monocultivo. Christian me permitió presentarle lo que es la milpa y me dio un pedacito de tierra para que yo sembrara.
¿Qué experiencia tenías con milpa?
Yo conocía de milpa por el contacto con la tierra. La familia, mayormente de mi mamá, eran los que tenían sus cultivos de milpa. Y de pequeña los visitábamos los fines de semana o lo más seguido posible y ese era mi contacto con la tierra. Pues visitar a los abuelos no era como ahora, comer Kaffee (café) y Kuchen (pastel) —ríe—. Para nosotros, era sacar agua del pozo, regar las plantas, cosechar los elotes, sacar los escarabajos que se comían los frijoles… Pues entre eso y leer libros… Y Christian me enseñó mucho también, a pesar de no conocer el rollo de la milpa, él es agrónomo y sabía sobre siembra y cultivo de las plantas.
Hay muchas variedades de maíz, ¿funcionó enseguida lo que plantaron?
Funcionó lo que pudo funcionar. Algunos frijoles funcionaron bien y otros no tanto, lo mismo con el maíz. Fue aprender. Los resultados de hoy son una consecuencia de las experiencias que hemos tenido año tras año, de lo que hemos aprendido. Ya vimos qué tipos de cada uno se dan mejor que otros. Y cada año también intentamos sembrar algo diferente para observar cómo se dan acá también.
¿Cuánta tierra tienen, cómo es el proceso?
A partir de 2011, cuando empezó a llamarse Tlayolan, eran 20 metros por 10 metros, algo chiquito. Hoy podemos sembrar media hectárea y lo cuidamos entre todos, ahora que se ha ido sumando gente al grupo. Vamos una vez a la semana, los que pueden, se cuida, se riega… Durante todo el año. En invierno se prepara la tierra, se recogen semillas, porque muchas plantas ya cumplieron su ciclo y ahora están en etapa de muerte y producción de semillas; se hace lo que es la tumba de la milpa, el schroten (triturar), que aquí le dicen, mover la tierra, no arar. Se rompe todo en pedacitos y se deja sobre el terreno para que, durante los próximos seis meses, trabajen los microrganismos y haya biodegradación. Así la tierra se enriquece para comenzar con el arado en febrero o marzo, después del primer deshielo. Ahí pasa el tractor de nuevo.
Ahorita somos entre una docena y veinte personas con los que sí podemos contar. A veces también hay visitantes. Hay esa gente que no les gusta o no están acostumbrados a tener ese contacto con la tierra, pero sí les gusta cocinar. Porque Tlayolan es todo el ciclo. Nosotros sembramos, germinamos las semillas, cuidamos la planta, el cultivo, cosechamos y, de lo que se cosecha, se cocinan las recetas tradicionales de México. Y de lo que se cocina… hay días en los que se cocina de manera pública y vendemos comida para poder tener fondos para completar el ciclo para el próximo año.
Entonces tú me preguntaste qué haces con tu estrés. Y para eso es el proyecto. Está científicamente comprobado que tanto sembrar y ese contacto con la tierra como cocinar disminuyen no sólo el estrés sino que ayudan para no deprimirse también.
Supongo que la gente, la comunidad, también juega un rol en eso. ¿Cómo es el grupo?
Los pocos que ya estamos fijos en el proyecto somos amigos. No sólo nos vemos allá. Vamos a ver qué hacemos el 24 o el 25 [de diciembre] los que nos quedamos acá… si cocinamos juntos… o el día de Reyes…. En Tlayolan ya somos una comunidad, es otro concepto de familia, estando fuera de nuestro país y lejos de nuestra familia de sangre. Eso también es parte del ciclo.
Hasta hace poco, durante los últimos diez años, estuve sin pareja. Gracias a este proyecto, he construido una familia, no sólo amigos. Yo las veo como mis hermanas y hermanos, que puedo confiar en ellos en los ratos malos. Y eso es lo que hace falta en esta ciudad y en estos tiempos de mucho Handy (teléfono móvil). A pesar de las redes sociales, en la vida real es muy difícil tener personas al lado de ti cuando estás deprimida, tienes problemas con la visa, la universidad, la beca… y a veces solo necesitas tomar un té con alguien. Y aquel con el que saliste la semana pasada dice “¡¿que vamos a tomar un té…?!”. Ese problema es real y muchos lo identifican, pero hasta es un tabú hablar de que uno necesita a alguien de confianza que te ayude a salir de ese hoyo. Porque no sólo es necesario una psicóloga o una pastilla, es tan fácil y tan sencillo como tener una buena amistad, alguien que te escuche y se interese por ti. Ese ha sido un factor muy especial para mí en Tlayolan, porque se han construido esas redes sociales y familiares. El que ha querido… porque también es algo de querer.
¿Cómo te sientes con que te llamen activista?
Pues recuerdo que, la primera vez que leí un artículo donde me mencionaban de ese modo, mi primer pensar fue “ah chinga, ¿ya soy activista o qué pedo?” —ríe—. Porque nunca fue la meta vamos a hacer un movimiento o algo así. Cuando empezamos, nuestra meta fue querer nuestra comida limpia de pesticidas, libre de transgénicos y realmente regresar a nuestras raíces. Durante estos siete años hemos crecido en muchos aspectos y uno es ese, hay gente que ya sabe o se está enterando de lo que hacemos en Tlayolan. Cuando escucho que me llaman de ese modo sí se siente uno con mucha responsabilidad de lo que uno vaya a transmitir con las palabras. Y a las cosas las tengo que pensar dos o tres veces, tenemos que discutir también qué es lo que publicamos en Facebook y todo el rollo pues ya tenemos que pensar en una imagen congruente que queremos dar. Eso ha significado para mí que me empiecen a llamar activista, ¿no? Ya no sólo tener presente en mi vida cotidiana lo que como, que esa fue mi meta al principio, sino también de lo que estoy transmitiendo a los demás. Si yo quiero que este rollo de los transgénicos y de los químicos se acabe también tengo que dar el ejemplo. Segundo, también pienso qué bien que me vean de ese modo. Es un honor que me vean como una persona que está luchando por cambiar un tipo de vida que muchos tienen. También nosotros invitamos, por medio de este proyecto, a volver a nuestras raíces y descubrir nuestra identidad como mexicanos por medio de la comida y la siembra.
Igual el proyecto también tiene una dimensión educativa o informativa, ¿no es así?
Durante el ciclo de Tlayolan hacemos dos días para informar. El 19 de mayo es el Día Mundial en contra de Monsanto. Ese día, se invita a la gente a trasplantar las plantas al huerto y se hace el grill y, dentro de la comida comunitaria, se dan charlas sobre qué es el glifosato, por qué están prohibidas las semillas transgénicas, qué significan los números de los huevos, cuántos tipos de orgánicos hay en Alemania, qué significa Bioland, Naturland, Demeter y todo ese rollo.
¿Les gustaría tener más tierra o ya es demasiado?
No. Yo siento que el chiste de este proyecto no es crecer en cantidad sino crecer como comunidad, como familia. Es mejor tener un jardín pequeño pero que estemos unidos. A lo mejor nos gustaría crecer en el sentido de dar más información, charlas, que muy pocos las dan en español aquí, en Alemania.
La tercera vez que veo a Monse Peniche Barrera, caminamos juntas —con Micaela, nuestra fotógrafa— por los pasillos blancos de la Charité de Mitte y los exteriores de la Universidad Humboldt, un entramado de pequeños edificios antiguos entre jardines ya pardos de final de otoño. Antes de despedirnos, ella me alcanza una invitación para una celebración navideña que lleva el nombre Weihnachtliche-Posada y tendrá lugar en unos días. Tlayolan ha regalado las piñatas para el evento familiar, donde habrá ponche, rumba y tómbola, entre otra cantidad de atracciones. Yo siento que lo que he visto de Tlayolan aquella tarde en la cocina, en términos de comunidad, debe ser como la punta de un iceberg. Un iceberg de colores vivos, fucsia y amarillo probablemente, como la piñata en la foto de la invitación.
Acá podés entrar en contacto con el mundo de Tlayolan. Y aquí, con otras iniciativas que hemos mencionado a lo largo del texto: SpeiseGut, Tlaxcalli y FairBindung.