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«Entonces me fui nomás.»

TEXTO: MELISSA REP
FOTOS: MANUEL SORIA

Octubre de 2022

PRELUDIO

breve introducción a nuestra historia – el verbo viajar y sus derivados – nos acercamos a Natalia

Viajar. A la vez anhelo y mandato, circunstancia y destino. Viajar se traduce hoy en un estilo de vida: viajes que no implican sacrificarlo todo, o que sólo representan un breve interludio en la perseverancia de una carrera, o bien viajes en los que el trabajo remoto forma parte del (nuevo) paisaje. Pero nuestra protagonista no se corresponde exactamente con alguna de estas categorías. Ella es una chilena que vive en Berlín con una visa de trabajo. Desde que salió de Chile viajar y radicarse es, para ella, su estado natural y permanente, a veces una elección, otras una necesidad; una exponente de tantos otros latinoamericanos y latinoamericanas que llegan a Berlín y se quedan, y luego se van, o permanecen, y en ese lapso saltan de trabajo en trabajo, de subarriendo en subarriendo, de barrio en barrio, y se introducen en la vida cultural de la ciudad, enriqueciéndola, contribuyendo a su economía, su arte y sus innovaciones.

Acostumbrados como estamos a pensar una vida en términos lineales, evolutivos, ¿qué nos viene a contar una treintañera que dejó su tierra y su trabajo para cruzar todos los mares, dejándose maravillar por el mundo y, a la vez, abriéndose un espacio en él?

CAPÍTULO I

conocemos a Natalia Moreno – sus orígenes – sus estudios – sus viajes – de cuando trabajó mal a propósito y de cuando descubrió una forma distinta de viajar

Natalia Moreno es descendiente de fotógrafos. Su padre es fotógrafo, su abuelo era fotógrafo, sus tíos son fotógrafos. El estudio de mi papá, cuenta, se llama Foto Moreno. Laboratorio y estudio. Mi mamá trabaja con él. Tiene en la casa el cuarto oscuro, revela fotos en blanco y negro. A veces hace encargos: paisajes, foto estudio, casamientos, cosas así.

Pero Natalia no es fotógrafa. Hace poco más de dos años salió de Chile a ver el mundo. De visado en visado, de trabajo en trabajo, de paisaje en paisaje. Ahora, en la cocina estrecha del piso que comparte con una chica argentina en el barrio berlinés de Neukölln, se mueve con diligencia. Prepara dos tés de menta en vasos altos de un acrílico resistente. Afuera aún es invierno. No me permite quedarme descalza y me presta dos pantuflas que imitan las patas peludas del Yeti. Habla rápido, cantado, chileno. Le brillan las perlas que lleva en sus orejas. Está completamente vestida de negro. Se ríe.

Natalia nació y se crio en Ñuñoa, en Santiago de Chile. Están Las Condes, La Reina y Ñuñoa, ubica. Es un barrio tranquilo, a la mitad de lo que se considera bajo y alto; un barrio de viejos, muy chiquito. Estudié ingeniería en comercio internacional. No sé. Yo tenía dieciocho años y ni idea de lo que quería estudiar, pero mis papás me decían que estudiara esto, que esto me iba a dar plata. Yo hablaba inglés, entonces me dije bueno, negocios internacionales… Ya. Lo terminé y trabajé en eso seis años. Cinco, seis años. Pero lo odiaba. Odiaba tener que levantarme e ir a un computador a hacer rico a alguien mientras yo ganaba un sueldo promedio.

Natalia trabajaba para una empresa chilena de químicos. Es chilena pero está en Brasil, en China. Bien grande. Eso también lo pensaba: es una empresa de químicos que está contaminando un montón. Te juro que lo odiaba. Pero tenía plata. Eso me permitía viajar. Y viajaba. De vacaciones, claro: dos, tres semanas. Fui un montón de veces a Estados Unidos, viajé por Latinoamérica.

Un día Natalia dejó al azar del dedo que se posa sobre un globo terráqueo el destino de su próximo viaje. Literal hicimos así. Nueva Zelanda. Fuimos con dos amigos y allí conocí a mucha gente que estaba haciendo la Working Holiday, que yo no tenía idea de lo que era. Todos decían cosas como «renuncié a mi vida de doctor, a mi vida de tal cosa», y yo decía ¡wow! ¡lo lograron! Se me abrió la cabeza. Volví a Chile y a los tres meses ya estaba en Australia con mi visa.

La Working Holiday: el visado que permite viajar y ejercer trabajos temporales en áreas rurales y urbanas a jóvenes de entre dieciocho y treinta y cinco años en países de Europa, Asia y Oceanía por doce meses. Es un trámite que se puede gestionar por cuenta propia pero con la infranqueable premisa de que tanto la disponibilidad como el destino y la duración máxima de la estadía dependen del pasaporte de quien aplica. De Latinoamérica, los países con mayores opciones para sus ciudadanos son Argentina y Chile. En el caso de Alemania, las visas deben tramitarse por fuera del país (países como Japón, Israel, Australia y Nueva Zelanda pueden gestionarla ya en territorio alemán), y además del límite de edad, para todos los países es pre-condición contar con un seguro médico y con ahorros suficientes para sobrellevar los primeros tres meses de estadía.

Antes de partir a Australia, Natalia debió deshacerse de un último obstáculo: su trabajo. No renunció. Empecé a trabajar mal y me echaron. ¡Para que me pagaran! Necesitaba la plata. Para irse había que tener harta plata, no sabía cómo iba a ser.

Entonces me fui nomás.

CAPÍTULO II

Natalia en Australia – de cómo aprendió a cocinar – de cuando se quedó sin plata y se desesperó – de ser vulnerables al amor

En el viaje anterior a Nueva Zelanda, Natalia había conocido a una chica de la Isla Mauricio que vivía en Australia. Siguieron en contacto y la chica la recibió en su casa, muy amorosa. Hasta ahora somos amigas. Después Natalia se fue a Melbourne, donde vivió seis meses. ¡La pasé tan mal! Era mi primera Working Holiday, la primera vez que me iba… ¡No sabía hacer ni arroz! Yo en Chile no cocinaba porque vivía con mi abuela, y mi abuela no nos dejaba meternos en la cocina, estaba prohibido. Entonces yo no sabía hacer ni un huevo, nada, nada, nada. Al principio comía sólo lechuga con atún. Tuvo que recurrir a su madre: «Mamá, cómo se hace tal cosa, cómo se hace tal otra», «extraño comer esto, que es chileno». Ahora soy la mejor cocinando. Para la próxima te invito a almorzar.

De un momento a otro, ahí, en Australia, ocurrió lo peor: llegó un punto en que tenía solo seis dólares en su cuenta. No sabía qué hacer. Hice un anuncio para una página que era como Craigslist pero de Australia, y me vinieron un montón de ofertas para ser escort o prostituta o cosas así. ¡Y uno lo piensa! Lo cierto es que yo a veces usaba Tinder pa’ salir con weones que me invitaban a comer y así me ahorraba un poco de plata, se ríe. Súper machista, admite, pero me ahorraba plata. Una piensa, entonces, en hacer esos trabajos. Lo sopesa. En un momento se decidió a hacerlo, era muy buena la paga. Pero se preguntó: qué pasa si te pegan. Qué pasa si te maltratan. Una no tenía que tener sexo, dice, simplemente tenía que salir con los weones. Como una cita de Tinder en la que el chico no te gusta, en la que salen un rato y ya está. ¡Te juro que lo pensé! Le dije a un amigo «Mira, te doy la mitad de la plata (que aún así era mucha) y me seguís para todos lados». Pero Natalia no lo hizo. No. Porque este cerebro que fue criado católico… No. No puedo hacerlo.

Fue su madre quien la rescató de la bancarrota. Con esa plata me busqué otro trabajo, me fue bien. En Melbourne tenía muchos, por eso la pasé mal. Por aquí, por allá, siempre de garzona. El clima, además, era muy malo: Natalia llegó en invierno y Melbourne puede llegar a ser muy frío. Para colmo, convivía con gente con la que no se llevaba tan bien.

Desde Melbourne, Natalia se fue a Airlie Beach, un pueblo muy chiquito. De hecho hace dos semanas, cuenta, salió elegida la playa más linda del mundo. Me fui a vivir ahí. Me contrataron en un restaurante en que encajé muy bien, trabajaba muchas horas, ganaba mucha plata y me encantaba ser garzona. Aún me encanta, creo yo. Trabajaba con una vista bien y en un pueblo en el que te demoras sólo cinco minutos en llegar a tu casa.

En Airlie Beach tuvo un pololo irlandés. Natalia se detiene un momento. Creo que cuando uno tiene estas visas, medita, visas como la Working Holiday, con las que vas rebotando en todos lados, uno encuentra el amor porque tiene la necesidad del amor, porque estamos vulnerables al amor. Porque estás sola y cualquier persona que te ofrezca cariño y atención… estás tan sola que te dices Ya, po, voy a estar con él, o él se convierte en alguien muy bonito, y luego te dices que no, que tan bonito no era, que era sólo esa falta de atenciones hacia ti. ¡Mi pololo irlandés era tan malo conmigo! Muy frío. Pero yo estaba en el pueblo más bonito de Australia, me daba lo mismo.

Después tuve que ir a trabajar a las granjas.

CAPÍTULO III

las granjas – el escándalo de la frutilla – Natalia en el Sidney Opera House – la visa llega a su fin – más viajes – un nuevo destino: Europa – la irrupción de lo impensado

Para extender una visa Working Holiday, Australia exige pasar una temporada en una granja. Una granja productora. Natalia cree que es una buena regla, porque si tú te vas al campo, a la granja, a ayudar a los locales a que crezcan con su trabajo, al final uno también termina ganando, porque es un sueldo súper bueno: yo estaba ganando unos ocho mil euros al mes. Un sueldo generoso atado a las exigencias del trabajo en el campo: Natalia trabajaba desde las cuatro de la mañana hasta las siete de la tarde. La producción era masiva y ardua y migraba de fruta en fruta.

Empezó recogiendo mangos. Los mangos más ricos que comí en mi vida. Gigantes. Todo el día recogíamos mangos. Te cansas, sí, y del mango cuando lo recoges bota un líquido que te quema, entonces había que estar súper atenta, o a veces podía caerte un mango en la cabeza. Pero era entretenido. Es ahora que lo veo así. En ese momento me decía «¿Por qué estoy acá? Me quiero ir». Natalia repite el gesto que acompaña cada vez que relata una pasada frustración: echa la cabeza hacia atrás, hace resonar una queja entre dientes, mira hacia el techo, luego se ríe.

Después empezaron a cosechar piñas.

Para recoger piñas hay que pasar entremedio de la planta, una suerte de palmera, y esas hojas son pinchudas. Quien haya alguna vez elegido una piña o ananá en el supermercado sabe de esta textura áspera, resistente, cortante. ¡Y las plantas me llegaban hasta acá!, señala Natalia, poniendo una mano a la altura del pecho. Terminábamos el día con rasguños, con los brazos y codos sangrando.

Por último, las frutillas.

Las frutillas o fresas requieren otro tipo de esfuerzos: el de agacharse a cada paso, volver a levantarse, agacharse otra vez. Te mata la espalda. Cuando empezó esa temporada llegaron los refuerzos, la plantación era gigante. Todos teníamos que dedicarnos a las frutillas: los que vivíamos en la casa, en la granja, que éramos quince, sumados a unos doscientos trabajadores venidos de países asiáticos vecinos. Estos trabajadores no vivían en la granja. La producción de frutillas empezaba desde el principio, con la plantación. Alguien le dijo a Natalia «Tú, tú eres mandona: vas a ser supervisora». Su trabajo consistía en contar cuántas plantas de frutilla plantaba cada uno de los jornaleros: se les pagaba por unidad. Natalia le entregaba a cada uno una caja con doscientas plantas y lo anotaba. Anotaba todo. Los veía sufriendo con su espalda y me daba pena. Sentía culpa. Pero si yo no hago este trabajo, pensaba, alguien más lo va a hacer. Era por equipos: yo tenía siempre treinta personas a cargo. Como mi casa estaba ahí mismo, en la granja, les daba helados a los trabajadores, compraba bebidas o snickers, para la energía. Tú estás ahí parada esperando a terminar, rememora, y ellos llegan caminando con dificultad para pedirte otra caja. Natalia lo explica con su cuerpo: la resignación.

Una vez trasplantadas todas las plantas comienza el proceso de sacar las hojas color café y de cortar los runners, las extensiones naturales de cada planta que suponen una nueva, la forma en que tiene la frutilla de reproducirse. También en esta etapa Natalia tenía que anotar cuántos cortaba cada trabajador. Luego, por fin, llegó la cosecha.

«Todo el día recogíamos mangos. Te cansas, sí, y del mango cuando lo recoges bota un líquido que te quema.»

Fueron unos seis meses de recolección. Se cosechan las frutillas rojas de una planta pero alrededor tiene algunas verdes, que en dos días más habrán madurado, y luego saldrán otras… La producción era enorme, la más grande de toda Australia, tanto como cuatro canchas de fútbol. Nos subíamos a camiones para que nos llevaran al siguiente campo. Pero un buen día irrumpió el pánico en el país: alguien había puesto una aguja en una frutilla, y esta frutilla había sido vendida en un supermercado, ¡y alguien se la había comido!

Llegó la policía a investigar. A hacer sumarios. La frutilla problemática no tenía su origen en la granja de Natalia y la producción tampoco se frenó, pero durante tres semanas todos estaban atentos, mirando. El ambiente se tensó, todos se habían vuelto sospechosos. En la televisión recomendaban cortar todas las frutas en pedazos bien chiquitos. La pesadilla del consumidor disociado de las condiciones y exigencias del trabajo campesino.

Todo pasa. También la temporada de frutillas. ¡La granja se sentía tan vacía!, dice Natalia. Se dijo: es momento de irse. Extrañaría su sueldo, unos dos mil euros por semana. Allá te pagan por semana, cuenta. Todos los miércoles. Me encantaba. Estaba muy cansada pero cuando era miércoles me decía «Ya, una semana más», y así durante los nueve meses que pasé en la granja.

De la granja partió a Sidney. Al Sidney Opera House. Trabajó allí de garzona, una experiencia que le gustó, que le pareció entretenida, y que le dio un punto extra a su currículum: cuando me instalé en Dinamarca la gente veía que había trabajado en el Opera House y se asombraba.

A Escandinavia llegó casi un año después. Al terminar su visa australiana, Natalia se tomó once meses para viajar por el Sudeste asiático. Le hubiera gustado quedarse en Australia un tiempo más, confiesa, pero es tan, tan lejos. Es muy lejos de todo.

En Tailandia se contagió de dengue. Tres semanas en el hospital. Nunca antes me había sentido tan mal. Horrible. Pero las tailandesas eran súper tiernas, amorosas. La gente de Tailandia es dulce y amorosa.

Seguí viajando. Tenía para entonces una nueva relación amorosa, con un italiano. No me iba a volver a Chile, después de tres años, ahora que estaba en una relación. Fue él quien sugirió que sacara una Working Holiday para Europa, que así podrían viajar y seguir juntos: él era italiano y podía ir a visitarla cuando quisiera. Natalia se decidió por Dinamarca porque era el segundo país en donde se ganaba un mejor sueldo. Me pasó, confiesa, y sé que suena un poco arrogante: me acostumbré a tener plata. Buscaba eso. No me gusta esa imagen. Me causaba problemas saber que no tuviera diez mil dólares sino nueve mil en mi cuenta. No está bien, porque aún así estaba a salvo. Me dio una mini obsesión.

Natalia postuló entonces a la visa en Dinamarca. Dos semanas antes de irme, el italiano me dijo que no, que no quería irse conmigo, que quería quedarse con su mamá.

Entonces me voy sola.

Natalia voló a Europa, inició el trámite para obtener su visa y, como la burocracia se demoraba unos dos meses, viajó otra vez. A Medio Oriente, a Turquía. Volvió a Dinamarca ya sin un peso –o dólar, o euro– en la cuenta. Había un motivo: había pagado el pie del veinte por ciento para comprar un piso en su Chile natal. Le transfirió la responsabilidad a su madre: Mamá, toma, es tu departamento, haz lo que quieras con él. Arriéndalo, cobra lo que tú quieras.

«Acá la gente desde chiquita tiene esta idea del hobby; se valora mucho el tiempo libre, el tiempo que uno dedica a su vida.»

Ya en Dinamarca, su primera impresión fue floja. Un pálido reemplazo de sus años australianos. Lo encontré frío, qué se yo. Pero fue aquí donde pudo reconectar con una de sus pasiones: bailar swing. A las dos semanas de llegar encontró un puesto en el que trabajaba sólo hasta las cuatro de la tarde, maravilloso, y eso le permitió volver a bailar. Encajé un montón. Me dijeron si quería ser profe en una de las escuelas, ¡obvio! ¡Era tan feliz! Trabajaba de mañana, por las tardes bailaba. Hasta viajó nuevamente a Tailandia, a un festival de baile. Pero apenas aterrizó en Asia, todos los eventos se fueron cancelando uno tras otro. Había empezado a circular un virus. Natalia visitó Camboya y dos semanas más tarde volvió a Dinamarca. También aquí la vida pública se iba acotando. La pandemia del coronavirus obligaba a los países europeos a tomar medidas drásticas y así, de un momento al otro, no hubo más trabajo ni viajes ni swing: cerraron todo.

CAPÍTULO IV

 

las cuarentenas – las visas que no salen y las que sí – dejar el baile atrás

En Dinamarca el gobierno le pagó el sueldo a todos durante cuatro meses, cuenta, aunque todo estuviese cerrado. Aún así podía seguir saliendo a la plaza, a caminar… Igual, en ese momento, todos teníamos miedo, ¡todos!

Natalia vivía en una casa con sauna, frente a la playa. Llegué ahí con una argentina, vivíamos con un viejo de setenta y tantos años. El precio normal de un arriendo supongamos era de cinco mil coronas, él cobraba mil. Y tú piensas: es un viejo de setenta y pico y está cobrando mil, algo está pasando acá, ¿qué es? Fuimos a ver dos habitaciones, porque él tenía muchas y recibía gente de Couchsurfing. El viejo se veía normal, se veía bien. Tocaba en una orquesta. Nos dijimos que eran mil coronas, que estábamos cerca de la playa, que en la casa había sauna… Aún así, al instalarse en la casa, Natalia y su amiga la revisaron toda, no fuera cosa que tuviese cámaras escondidas. Pero al final el viejo quería compañía, nomás: cenar juntos, jugar juegos de mesa. Como la gente que vive junta.

En la casa con sauna Natalia vivió ocho meses, el tiempo entero que pasó en Dinamarca. Cuando su visa expiró postuló a la de Suecia, pero no le contestaban. Sin una respuesta cierta, gestionó el trámite para la alemana. La de Alemania me la dieron en cuarenta minutos, a los dos días me salió también la de Suecia. Cualquier visa Working Holiday europea permite viajar o radicarse hasta 180 días en otro país del espacio Schengen. Entonces, con el permiso alemán en mano, Natalia extendió su estadía en Dinamarca a pedido de su jefa en el restaurante danés en el que servía mesas. Al llegar el segundo lockdown partió hacia Berlín.

Dejé atrás la escuela, dejé el baile. Acá me metí a bailar cuando se pudo. Mientras estuvo todo suspendido, Natalia encontró otro pasatiempo: se compró un saxo.

INTERLUDIO

volver a Chile

¿Que si, entre tanto viaje, volvió a Chile en algún momento? Dos veces, y a fines de este año será la tercera. Voló después del viaje a Asia y en diciembre del año 2020. Ya extrañaba mucho. El pasaje más barato partía cinco minutos antes de las doce del 31 de diciembre: Natalia pasó el año nuevo en el avión. Nos subimos haciendo limbo, te daban cotillón, ponían música de año nuevo. Era súper barato, y, como era corona, había una sola persona por fila de asientos. Maravilloso.

Sí, fui dos veces a Chile, ¡qué poco! La primera vez mis impresiones fueron negativas. Comparaba mucho. Con Australia, con Dinamarca, con Asia. Pero la segunda vez que viajó, Natalia lo hizo después del levantamiento popular de octubre de 2019. Estaba todo feo, pero me gustaba. Al fin la gente hizo algo. La gente me dice a mí «Ay, qué valiente eres», y yo les contesto que no, que yo soy cobarde porque me arranco. Los valientes son los que se quedan acá y pelean para el cambio. Estaba contenta de ver aquello, dice Natalia, pero a la vez triste de ver a los abuelitos trabajando en el camión de basura. En esta tarde de febrero Natalia me dirá que el nuevo presidente le da mucha esperanza, que cree que va a va a haber un cambio, po, que la ilusiona el hecho de que su gabinete tenga más mujeres que hombres y que las ministras lleven la pañoleta verde por el aborto legal y que esté encaminado el proceso para reescribir la constitución.

El de Chile es uno de los fenómenos sociopolíticos más fascinantes y drásticos de nuestro tiempo, por la ruptura feroz y apasionada que supuso entre lo viejo y lo nuevo y por el abismo que la sociedad abrió para mirarse en él. Seis meses después de nuestra conversación, pasado el plebiscito de septiembre, Natalia confesará su tristeza por el rechazo al borrador de la nueva constitución, porque me informé, la leí, me escuché todo el audiolibro en Spotify, porque a aquello que no me parecía bien iba y lo comparaba con la antigua constitución. No sé si hay cosas para replantear o reescribir. Creo que todo estaba muy bien. Pero creo también que Chile no está preparado para toda esa vanguardia. Todos tuvieron miedo, todos se guiaron por la desinformación. Suena frío pero tal vez se lo merecen. La gente no tiene ganas de informarse, de salir del hoyo. Si no entienden algo, ¿cómo no van a querer preguntar? Lloré un poco por lo que había pasado.

¿Con qué Chile se encontrará Natalia a fines de este año, en su tercer regreso?

CAPÍTULO V

los días berlineses – consigue nuevos y novedosos trabajos – nuevos hobbies, nuevos amores – el pasaje por el mundo de las start-ups

Natalia lleva entonces más de un año en Berlín. Al haber aterrizado en plena pandemia, trocó su habitual trabajo de garzona por otra labor: la limpieza. Nunca antes en mi vida había limpiado. Por supuesto que sí en mi casa, porque me gustaba que estuviese limpia, pero nunca había trabajado limpiando, y acá no había más que hacer. Pero decidirse a trabajar en limpieza no fue fácil: esa cosa latina que uno tiene en la cabeza, ¿no? «Ay, ¿cómo me voy a rebajar a limpiar?»: es muy latino pensar que si eres el que limpia, tú eres más bajo. Pero acá, asegura Natalia, por limpiar te pagan lo mismo que gana un ingeniero en Chile. Por eso también uno lo hace.

En la casa de Natalia, al crecer, no había alguien contratado o contratada para realizar tareas domésticas o de limpieza. Tenía amigas que tenían nanas: mujeres que cocinan para la familia, que limpian, que planchan. A mí se me pasaba por la cabeza que yo jamás podría tener a alguien que hiciera las tareas domésticas por mí. Natalia piensa en una de sus abuelas, que tuvo doce hijos y que nunca contrató a nadie y aún así lo logró. Porque, claro, eran pobres: el abuelo trabajaba a tiempo completo, y a lo mejor se descuida un poco a los niños cuando tienes tantos y tienes que preocuparte de la casa. Entonces, dice Natalia, esa visión de ver con lástima a quien realiza tareas de limpieza, o de quien está siempre en su casa cuidando del hogar y de la familia… Al final es un trabajo como cualquier otro.

Este trabajo como cualquier otro le ha traído satisfacción. Ay, a mí me gusta. Es decir, a nadie, creo yo, le gusta ir a limpiar la cochinada de otro, pero, no sé, te pones a escuchar música, y la gente a la que le limpias genera tanta buena onda, que al final te gusta ir a ayudarle, ves cómo esa persona aprecia tu trabajo o incluso cómo en verdad te necesita. La gente por lo general es limpia. Las casas con niños son caóticas, pero porque tienen juguetes. Una vez estaba limpiando la casa de un hombre de unos cuarenta años; me tiré en la cama para pasar la aspiradora en un rincón alejado y el hombre echó un silbido, como si fuera un piropo. Me dio tanto miedo. Puede que haya sido una broma: no volví nunca. En otra casa eran muy maniáticos de la limpieza, yo llegaba y estaba ya todo limpio, ¡había que trabajar mucho para que se viese más limpio! Esa mujer me transmitió ese sentimiento de que yo era su limpiadora. Me hizo sentir así. La dejé. Filo lo que me pague, se dijo Natalia: qué me importa. A ese sentimiento no lo cubre la plata.

Ah, sí, añade súbitamente: también trabajé en Gorillas.

Gorillas es, en Berlín y otras grandes ciudades alemanas, una de las start-ups que hoy se disputan el mercado de la venta inmediata, casi instantánea, de productos de supermercado. El usuario realiza su pedido a través de una aplicación y lo recibe en manos de un repartidor que llega en bicicleta en menos de diez minutos. Esa es su promesa, la clave de su éxito. Quienes trabajan en Gorillas son muchas veces jóvenes extranjeros con visas como la Working Holiday. Al principio era maravilloso. Como toda start-up. Éramos unas cien personas trabajando por turno y te dan una bicicleta eléctrica para realizar los repartos, y era verano, y te traías un montón de comida pa’ la casa, comida que estaba próxima a vencer o que había perdido el ciclo de frío. Entonces yo limpiaba por las mañanas y por la tarde me iba a Gorillas.

Pero después empezaron los problemas. A Natalia le pedían llevar dos, tres órdenes por encargue o ride. Pero me gustó, dice: conocí ese lado, el de los que andan en bicicleta. Para respetarlos más. Para saber lo duro que trabajan. Tuve un par de accidentes, se ríe. Una vez choqué contra un auto, otra vez choqué contra un poste.

En Gorillas Natalia trabajó seis meses: lo que duraba su contrato. Seis meses es el período de prueba para cualquier trabajo en Alemania, y Gorillas y otras empresas similares no suelen extenderlos una vez finalizado; un contrato posterior implicaría, entre otros beneficios para la empresa, perder la facultad de despedir sin mayores razones. De cierta manera lo veo como un «lavarse las manos», dice Natalia: le doy al inmigrante trabajo y oportunidad y después de seis meses deja de ser mi responsabilidad. Es una acción fea, claro, pero es legal.

En el año 2021 Gorillas llegó a la prensa ya no por su auge y popularidad explosiva, si no por una serie de reclamos de sus trabajadores, quienes pedían por ropa adecuada para el clima, cargas de menor peso en las mochilas, mejor equipamiento, el cese de despidos arbitrarios y una mejor distribución de los encargos, a modo de evitar sobrecargas y accidentes laborales. Estos reclamos culminaron en huelgas espontáneas que no son reconocidas ni permitidas por el derecho laboral alemán, para el cual toda huelga debe realizarse por y a través de un sindicato. Amparada por esta legislación, Gorillas despidió a más de 300 trabajadores y trabajó activamente en impedir la formación de delegaciones sindicales en el interior de la empresa.

Ahí nos enteramos de cómo iba funcionando la cosa, dice Natalia. Ella no participó de las huelgas y, dice, muchos otros latinos en situaciones similares tampoco querían involucrarse. Al dejar la empresa, no obstante, hizo un reclamo formal que nunca fue atendido. Mandé un montón de correos pidiendo mis contratos y mis pacing, el registro de los recorridos y encargues hechos, y nunca me los respondieron. Jamás. Los empleados teníamos acceso a nuestros documentos a través de una página web que de repente ya no existía.

El paisaje berlinés de riders de distintas start-ups, ya sea Gorillas, Flink, Getir o Wolt, no deja de expandirse. El del delivery express es un mercado que ya se ha instalado en la ciudad, un resabio del aislamiento en pandemia. La fuerza laboral de este rubro ultraambicioso queda cubierta con la llegada de nuevos trabajadores temporales, en detrimento de los reclamos por mejores condiciones de trabajo y al servicio de un mundo en que lo efímero, contingente y veloz se expresa tanto en el consumo como en la flexibilización y precarización laborales.

Pero no todo en la vida es trabajar. Estaba triste cuando llegué, sigue Natalia, me tenía que buscar una actividad. Me metí a jugar vóleibol, cuenta: llegué a través de Facebook. Alguien posteó que tenía una red, invitaba a otros a sumarse. Al principio éramos unos sesenta, nos juntamos en el Mauerpark. Compramos otra malla, todos pusimos plata. En el verano íbamos a jugar al lago. Gente de todas partes, impresionante, incluso los latinos, ¡éramos de nueve países distintos! Nunca estuve con un grupo tan variado de latinoamericanos. Jugamos vóley por entretención, pero igual seguimos las reglas.

A mí me gustan los deportes, me gusta moverme, pero en Chile hacer un deporte es un privilegio. Es caro. Natalia suelta entonces una frase contundente: yo acá no me junto tanto con latinos, porque ninguno tiene un hobby. Todos trabajan y carretean, que es salir de fiesta. Trabajan y carretean. En Chile si quieres jugar al fútbol o al vóley te resulta caro, no está esa cultura. Se trabajan cuarenta y cinco, cincuenta horas a la semana y no hay tiempo para hacer actividades extraprogramáticas. No es como acá, que la gente desde chiquitita tiene esta idea del hobby, del pasatiempo; se valora mucho el tiempo libre, el tiempo que uno dedica a su vida.

El vóley también le trajo un nuevo amor. Su pololo es albano y se conocieron en una de esas tardes en el Mauerpark. Es un amor un poco más serio, dice. Es fisioterapeuta, habla alemán. Vive hace dos años en Berlín y quiere postular para la residencia. Me gusta. No es como los otros amores pasajeros que he tenido, que llegan y se van, llegan y se van.

Tal vez me tenga que quedar.

CAPÍTULO VI

el futuro – qué hizo Natalia desde nuestro encuentro – Natalia gana un segundo puesto en una competencia – lo que sigue

Corren los meses entre febrero y septiembre. Natalia dice que no ha pasado mucho nuevo desde que nos vimos por última vez. Acto seguido enumera. Tengo una visa nueva, una que me permite estar en Alemania por dos años más. Voy a aprender alemán. Sigo jugando al vóley. El otro día en un festival de baile saqué un segundo lugar en una competencia a nivel Berlín, a fin de agosto viajé a otro festival en Barcelona. En el verano me fui a Italia, Grecia y Albania, donde conocí a la familia de mi pololo. Fue «entrete» salir de la Unión Europea y entrar en Albania y saber que aún así estamos en Europa y que la realidad puede ser tan distinta. Hubo falta de idioma porque la familia de mi pololo no habla inglés; el comentario de la mamá fue que yo tenía piernas de coca-cola y que eso era un buen indicio. No sé lo que significa, se ríe. 

Natalia sigue trabajando en limpieza, dice que ahora tiene muchos más clientes, también que tuvo que subir sus precios porque, qué onda, ¡todo está súper caro, po! A fin de año viajará por tres meses a Chile. Se metió al gimnasio. Es muy interesante. Me puse un poco obsesionada con comer sano y todo y he bajado siete kilos. Es decir: ahora Natalia compra suplementos alimenticios, consulta a un nutricionista, tiene personal trainer.

Natalia está dudando de si, al volver de Chile, se quedará o no en Berlín. Creo que no soy una persona para Berlín. Estoy viendo de irme a vivir a Aachen. Es una ciudad chica, como me gusta a mí. Es tranquila, es joven. Pero está en el aire. Ese es mi proyecto, aunque también quiero estudiar, pero a veces me digo que tengo treinta y dos, treinta y tres años, que qué voy a estudiar. Esa montaña rusa de sentimientos. Que lo voy a hacer y luego que no, que no quiero hacer nada, que mejor me voy a Tailandia a abrir un bar en la playa y ser feliz.

EPÍLOGO

el viaje y el pasaje – la esencia de lo pasajero – ser una privilegiada al final de la fila

Viajar, habíamos dicho. Pero, ¿es Natalia una viajera, en el sentido estricto de la palabra? ¿O una pasajera? Pasajera de países y de experiencias: atraviesa de manera más o menos temporal, más o menos contingente, una serie de lugares y de vivencias, de personas y de escenografías, dejándose moldear por lo nuevo. Natalia es, como tantos y tantas otras, una latinoamericana en tránsito, de visa en visa y con un horizonte a la vez abierto y ceñido. Su manera optimista de afrontar cada nuevo desafío contrasta a veces con su realidad incierta, justamente transitoria.

En sus palabras:

–Creo que es mi esencia. Obvio que tengo días bajos en los que quiero mandar todo a la mierda, pero estoy aquí trabajando en limpieza y ganando mucha más plata que la que gana mi pololo, que es fisioterapeuta. Tengo una casa que tiene calefacción. Estoy al final de la fila, pero aún así tengo muchos privilegios. Llevo siete años viajando y viviendo en distintos países. Pero sí: ser inmigrante es difícil; no tener un pasaporte que te permita ser libre o decidir dónde quieres vivir es difícil. Aún así he tenido mejor vida que en Chile. Ver todo de manera negativa sería muy egoísta de mi parte.

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