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Todos los medios para dar vida a las palabras

TEXTO: PAULA YACOMUZZI
FOTOS: VIOLETA LEIVA

Mayo de 2019

Veinte minutos después de conocer a Oliver Besnier (Barcelona, 1982) esta crónica tiene título. Es él quien lanza el enunciado. Un hombre con una máquina, un señor con una impresora, dice. Así se ve a sí mismo y su aventura editorial. Eso es Madera, explica.

La idea es provocadoramente visual, con ese dejo de surrealismo al estilo de Magritte. Oliver ríe con una carcajada ruidosa. Después abre sus ojos pequeños, levanta las cejas y da un golpe seco con el mentón mientras me mira fijamente como diciendo ¿entendiste? Yo también río con gusto. Sin embargo, él se retrae levemente, se incomoda con lo dicho. Como si a este editor nuevo dentro suyo, a este ser dedicado desde hace poco al arte de las palabras y las palabras impresas, le diera pudor comprobar que se titula a sí mismo cuando pronuncia la frase.

Pero no puede dejar de usarla. Un señor con una máquina, un hombre con una impresora, eso es Madera, repite varias veces después.

En estos dos años de vida, el universo Madera se ha convertido en un pequeño fenómeno editorial. La revista literaria Madera tiene siete números publicados y una hermana de poesía llamada Astilla. Madera Berlín es la editorial.

El número uno de Madera congregó escritores radicados en Berlín con novela escrita en español. Pero no eran tantos como imaginaba Oliver y sus colaboraciones no alcanzaban para llenar una publicación periódica. De modo que el espíritu viró ya en la segunda aparición y la revista literaria se hizo monográfica. A partir del número dedicado a los lugares cotidianos, se lanza una consigna a través de las redes sociales, los escritores envían sus trabajos en castellano desde donde se encuentran (no necesariamente Berlín) y el editor recopila y edita. Paraísos artificiales fue el tema del tercero, seguido por el número del yo; el quinto, Confusiones; el sexto, donde Madera y Astillas se acoplan en una sola publicación de 180 páginas; el séptimo, editado por @isla_norte y con textos de autoras del siglo xix; y el octavo, con la provocadora consiga “No”.

Madera contiene relatos de ficción cortos o muy cortos y está habitada por las voces de sus narradores. Como si fueran hojas del gran árbol de nuestro tiempo, en cada uno de los relatos hay palabras que nos reflejan o nos pulsan. Las variaciones en las cajas de textos en algunos de los números o el uso diferenciado de tipografías en otros colaboran desde lo formal con ese concepto de polifonía. Madera mide 12 centímetros por 19, se imprime en papel reciclado y se encuaderna a mano al estilo japonés. En la delicadeza del objeto pequeño y artesanal hay una invitación a relacionarnos con su interior como lo hacemos con la poesía: a buscar el momento para abrirla, a darle tiempo y silencio, a degustar las palabras, las situaciones, los ritmos…

Las revistas se distribuyen en Berlín y varias ciudades de España, mientras se intenta llevarlas a Latinoamérica. Tras el éxito de la consigna del yo, Madera superó sus propios records de convocatoria a inicios de 2019 al recibir casi setecientas propuestas para el número ocho. A su vez, la editorial ha publicado su primer título, la novela Madrid-Düstópos, de Martín Parra, y ha lanzado un premio de novela corta. Editorial y revista tienen una audiencia fiel en Instagram y reciben todo tipo de propuestas por email: manuscritos de escritores que buscan publicación, estudiantes que quieren hacer su tesis sobre el fenómeno editorial de Madera, ofertas de becarios que desean sumarse al equipo…

Pero el equipo es un hombre. Un hombre con una impresora.

Cuando la decisión estaba tomada y los presupuestos de impresión daban cifras impagables, Oliver agarró el toro por las astas. Durante tres meses se dedicó a desarmar la impresora recién comprada para, como en aquel documental sobre consumismo programado, ganarle el tiempo productivo que los fabricantes le roban por medio de argucias tecnológicas. Lo consiguió con la ayuda de tutoriales en su mayoría rusos. Ahora es capaz de imprimir grandes cantidades de papel y de cambiar piezas sin costos elevados.

En la actualidad, las impresoras son dos y se encuentran en su departamento sobre un banco a la derecha del escritorio en el que se asienta una iMac pequeña. Son Samsungs blancas, compactas e incluso elegantes si lo que uno esperaba encontrar eran artefactos escupe tinta con grandes carcazas amorfas. De un mueble bajo a la derecha de la mesa, Oliver extrae un tarro de diez centímetros de diámetro y tapa azul y lo eleva en el aire entre los dedos de una mano. Es la tinta, explica. Oro en polvo, negro, que consigue a precios módicos por internet. Bajo el escritorio hay una caja con rollos de papel blanco de distinto tamaño que recuerdan los tubos de un órgano de iglesia.

Todavía hay un elemento más, pero está escondido. Es un banco de trabajo de madera de pino que ha construido con sus propias manos, donde corta las portadas y encuaderna las revistas. Lo ha confinado a un cuarto grande como un armario que probablemente está pensado como armario. Ahí se encierra a veces para trabajar; dice que no es nada claustrofóbico, que le agrada el abrazo de los lugares pequeños.

La iMac, las impresoras discretas, el escueto tarro de tinta y los rollos verticales de papel son los únicos signos visibles de la prolífica actividad editorial e impresora que ocurre entre las paredes de este departamento. Lo que sorprende de verdad no es tanto que la tecnología de hoy permita a una sola persona idear, producir, diseñar, maquetar, imprimir, encuadernar y distribuir una revista desde casa; eso ya lo sabemos o nos lo han contado. Fascina la pulcritud con que se puede hacer si se toman un par de recaudos.

En este departamento de la planta baja, con terraza y vista directa al río Spree entre dos edificios unos metros más adelante, lo que sí sobresalen son la austeridad del mobiliario, un sofá-cama extendido en el medio del salón que sugiere formas diversas de vida horizontal y, sin dudas, las plantas esbeltas, de hojas grandes o largas, altas, en macetas individuales de color ladrillo. Parece que han hecho maravillas de sí mismas con la luz que reciben a través del ventanal. Una luz brillante en el verano corto de días larguísimos, opaca y escasa en los tantos meses del otoño y el invierno berlinés. Igual que Oliver Besnier ha hecho florecer sus ideas en este entorno severo en unos aspectos, efervescente en otros, que es la ciudad de Berlín.

La madera es un símbolo de construir. Siempre me ha gustado construir cosas con las manos, arreglar cosas… 

–La madera tiene una presencia muy importante en Alemania. ¿Habla de eso el nombre?

–A mí siempre me ha gustado mucho la madera. Trabajé con madera en la galería [de muebles vintage] en Barcelona. Es un símbolo de construir. Siempre me ha gustado construir cosas con las manos, arreglar cosas… Siempre he sido muy aficionado a las motos y las bicis, por ejemplo. Me gusta hacer algo manual. Y la madera me parecía muy simbólica en Berlín. Al principio, cuando llegas, ves que todo está hecho con pedazos de madera. En cualquier esquina se montan un club con maderas. Los palets son básicos aquí para sobrevivir y los suelos de los apartamentos son de madera-madera. Pensé que era [un nombre] fácil, simple, y no hacía falta registrarlo. La madera también es algo orgánico, y escribir es una cosa orgánica. Y puestos a buscar justificaciones, se pueden encontrar miles. –Porque suena categórico, tengo que pensar por un momento en la madre de las gemelas protagonistas de su novela Amenaza, que siempre cierra las discusiones con un “y punto”. Aunque no sea exactamente eso lo que Oliver está diciendo.

Amenaza es la novela corta que escribió junto a Mara Mahía, esta hermana de la vida, como él la llama, a la que conoció hace unos dos años. Con ella habla por teléfono. “Tú tienes las portadas. (…) Sí, en tu ordenador. Tú las enviaste la otra vez. (…) No, eso se hace después. (…) Una faja. La imprimimos aquí. (…) Vale, hazlo tú. (…)” ¿Qué más?, pregunta Oliver y vuelve a replicar con frases cortas, a veces entre carcajadas. Cada tres palabras, dice “Mara”, como si ella fuera una niña pequeña a la que hay que llamar la atención para que se concentre. Están enviando los materiales a imprenta para la reedición de Amenaza, de eso hablan. Es la segunda, medio año después de la primera. Y es que también aquí juegan el partido en todas las posiciones: con el objetivo de publicar la novela crearon Cuadernos Heimat, la editorial, cuyo nombre en alemán alude a la idea de patria u hogar.

Amenaza narra la relación entre las hermanas gemelas Anis y Jana en el entorno familiar, en distintos momentos de su vida joven. Es un relato de intriga psicológica en el que los personajes emergen lentamente y donde al lector corresponde hilvanar una trama que parece la madeja con la que ha jugado un gato. “Un debut sólido a dos voces en la misma nota”, ha dicho Ana Abelenda en La Voz de Galicia.

–¿Cómo fue escribir a cuatro manos?

–Fue más una cuestión de confianza, de evitar los prejuicios y que no importara lo que nos dijéramos uno al otro. Fue matar el ego completamente, una crítica continua el uno al otro, una gran liberación, un proceso de dejarse llevar. Nos peleamos mucho. Pelearnos hasta bloquearnos en Whatsapp y “vete a la mierda”. Pero eso fue más al principio. Luego se tranquilizaron las cosas. Para mí Mara es una de las mejores escritoras que he leído en mi vida… Es increíble la capacidad que tiene de creación, de ficción.

–¿Cómo se hace eso en la práctica?

–Entre los dos nos damos fuerzas. Yo le propuse escribir una historia juntos. Y así empezó a surgir. Yo escribía una parte, se lo mandaba, ella me iba contestando… Fue más complicado luego el proceso de corrección y de que todo enlazara correctamente. Luego unimos cosas, buscamos darle veracidad, un orden nuevo a todo, se crearon las dos voces… Y ya está: el principio coincide con el final. Luego fue corregirlo y corregirlo y corregirlo. Fuimos a algunas editoriales y no les gustó la idea. No lo veían. Entonces decidimos hacerlo nosotros mismos.

Si Madera es un hombre con una impresora, Oliver Besnier es un niño con una biblioteca. Diez años tenía cuando empezó a husmear en la biblioteca del abuelo paterno durante el aburrimiento demoledor de los domingos. Desde entonces lee con fruición, aunque también con pausas. De esa pasión lectora nacieron sus ganas de escribir, así como el sueño de publicar a otros.

Pero el camino que lo llevó a realizar esas ambiciones no fue recto. Entre el momento en que dejó el colegio secundario con un golpe de puño sobre el pupitre para seguir a una novia a Brasil y la tienda de muebles vintage que puso en Barcelona unos años antes de llegar a Berlín se extiende un mundo. Vendió equipo fotográfico con su padre, despachó equipo profesional a la policía (la misma a la que tiraba piedras durante esos tumultuosos años antisistema de Barcelona), hizo videos en discotecas, tuvo su propia FM pirata, trabajó para Accenture, fue babysitter y cocinero en Múnich y vivió un año en Cardiff con su novia.

Su pareja se llama Gemma. Es su trabajo el que los ha llevado a Múnich por unos pocos meses, a caminar los paisajes desolados e inspiradores de Cardiff durante un año, a romper ante la idea de vivir en Londres y, finalmente, a instalarse en las cercanías del Elsenbrücke de Berlín. Ella adquiere una presencia intrigante cuando Oliver la nombra; él nunca usa su nombre propio sino una expresión que parece haber elegido deliberadamente. “Mi mujer”, dice siempre, y la frase suena redonda y enorme como una femme de Picasso. En la presentación de Madera #5 en la librería Bartleby & Co, usina vibrante de las letras y la cultura de este Berlín en español, ella lee en voz alta uno de los textos para el público. 

Mientras hablamos, Oliver se levanta de repente varias veces. Revuelve los cajones junto a la computadora, abre bolsitas y cajas, husmea en su bolsa-riñonera y desaparece en otro cuarto mientras continúa la conversación desde lejos. Busca filtros para liar un cigarrillo. Tabaco y papel ya tiene, los ha dispuesto como corresponde sobre la mesa. Solo le falta un filtro. Después retomamos la charla, pero ahí dentro está el gusanito que lo pone de pie unos minutos más tarde. Yo lo ayudo con la mirada desde mi silla, busco por debajo del sofá y los estantes, pienso que bolsitas con filtros son el tipo de objetos que fácilmente se deslizan hacia el suelo. Aunque no hay mucha cosa por el suelo y los rincones.

–Soy una persona desordenada.

–No se nota.

–Es que tengo una mujer que me va detrás.

Se vuelve a sentar, todavía inquieto.

Ya sé, dice un rato después, y se levanta de un salto. Al fin los encuentra: lo encuentra, solo hay uno. Con el filtro único, lía el cigarrillo más delgado que he visto en mucho tiempo y lo fuma ahí donde está, sentado junto a la mesa, liberando un hilo de humo pobre que se disgrega unos centímetros más arriba.

A Oliver le fascina Berlín. Piensa que puede ser la mejor ciudad del mundo para alguna gente. “Siempre pasa algo nuevo, parece que seas un adolescente eterno. Comparado con Barcelona, cuando aquí pasa algo, es más auténtico. En Barcelona parece que todo está prefabricado, tiene ese mismo matiz, parece que esté hecho por el mismo diseñador. Está bien, no pasa nada. Aquí, en Berlín, no hace falta esa fachada, va más por lo que hay dentro que por el envoltorio. Berlín me parece un escenario de ficción. Pasan historias, pasan cosas… Obviamente te tienes que mover, salir de casa, romper barreras mentales, psicológicas, pero pasan cosas siempre.”

–¿Tiene que ver con la gente?

–Es algo que hace la gente. Conocer gente de cincuenta años que son como niños y no hay ningún límite. Y eso que no me relaciono con muchos alemanes, casi todos son latinos. Y bien, todo bien. Tengo un par de amigos alemanes, pero es muy difícil la comunicación, aunque sea en inglés, no es lo mismo que expresarte en tu idioma. Uno de ellos es bastante cercano. Pero ¿qué es cercano? No sé si es un amigo cercano. Con un español o un latino, a las dos veces que los he visto ya lo sé, o hay o no hay ese feeling.

Las cosas de las que habla empezaron a ocurrir en su vida berlinesa a partir de un taller de escritura que hizo en la librería española La Escalera. Al principio, hace cinco años, Oliver y su mujer sólo conocían un par de amigos de amigos, gente de vida nocturna. No era la onda de ellos; su rollo, dirán en España. Se sintieron solos durante un tiempo. La gente del grupo de La Escalera, en cambio, se hizo cercana enseguida y, en esa cercanía cómplice a través de la escritura, emergieron las ideas guardadas junto a otras nuevas y también la confianza de Oliver. Entonces supo que era el momento y el lugar de materializar su idea de publicar a otros. Así nació Madera. José Luis Pizzi, uno de los dueños de La Escalera, escritor y figura incansable del Berlín en castellano, le sugirió publicar textos de escritores hispanoamericanos radicados en Berlín. Antes de dedicarse a desarmar impresoras, Oliver leyó toda la narrativa reciente en español escrita en Berlín. Así arrancó con ese primer número hoy fantasma de Madera.

La gente y los proyectos trajeron más gente y más proyectos. A través de Madera conoció a Mara Mahía. Y también a Andrés Santa María, que había hecho radio comunitaria en Chile y buscaba compinches para iniciar aventuras radiales en Berlín. Unas cervezas después —con esa responsabilidad que imponen los pactos sellados con cerveza—, Oliver se había comprometido con Andrés para hacer radio en español. A día de hoy, entrevistan entre los dos a personalidades de la cultura hispanoamericana de la ciudad para la que han llamado Radio La Berlinesa. La pasan bien, eso se nota tras escucharlos unos cinco minutos. Y verlos, porque transmiten a través de Facebook online, con video, desde el departamento sobrio, con vista al río Spree y unas plantas maravillosas.

También desde el piso de Oliver se emite el programa de actualidad alemana que sale los miércoles, aunque las nuevas producciones que empiezan a ver la luz estos días salen desde otros rincones. “Yo les monto el tinglado”, dice. Usan un micrófono que Oliver compró expresamente, un aparato moderno que a estas horas descansa silencioso junto a la iMac sobre el escritorio. Los cables son muchos y están dispuestos en uno de esos carros metálicos de Ikea con estantes como cajones y cuatro ruedas, hackeado para poder asentar un controlador sobre el nivel superior.

Antes de salir me detengo a mirar las polaroids en la pared. En algunas fotos Oliver tiene el pelo largo y una barba abundante. En el conjunto descubro imágenes de fotomatón y fotos turísticas donde se ven ambos habitantes de la casa. También hay una foto de un niño. Deben ser los años ochenta, se deduce por las nikes retro, no por el traje de spiderman que le cubre hasta los ojos o porque cuelga de un cerco de alambre, manos y pies encajados en las rendijas, la misma fantasía de alturas y arañas humanas que un niño de los dosmiles. Me voy pensando en esa fantasía y en todas las fantasías y también en cómo las fotos que colgamos por casa pueden ser algo distinto de un recuerdo de algo quieto en el pasado. 

Acá podés explorar de cerca el universo Madera de Oliver Besnier. 

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