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Trampolin-Mag-Rodrigo-38
«Seis de diez acierto, por eso sigo.»

TEXTO: CARLA VUYK LOPERENA
FOTOS: MANUEL SORIA

Octubre de 2022

Como buenos adaptados a lo alemán y sus códigos, habíamos quedado «a las 20», en formato de veinticuatro horas. El toque paraguayo se dio cuando él propuso encontrarnos media hora después y yo suspiré aliviada porque me daría tiempo de echarme una siesta. Rodrigo es casual. No se complica, y no te complica. Llegó unos minutos tarde, deteniendo su bici y desenfundando su sonrisa para saludar. Conversamos un rato sentados en las escaleras de los edificios de Frankfurter Tor, donde lo había esperado después de sacar dinero, en ese apuro en que la pone a una esta ciudad cuando recuerda que pocas veces se puede pagar una cerveza con tarjeta.

Rodrigo había sugerido como punto de encuentro una cervecería nueva ahí al lado. Nos quisimos sentar en una mesa que ya ahuyentaba con un paquete de cigarrillos olvidados, señal que ignoramos, para luego descubrir que un pájaro había bombardeado sobre una de las sillas. Buscamos otra más apartada, justo frente al ventanal que daba al bar. La mesa era turquesa, casi verde agua, de esos tonos que mandan a la gente a discutir sobre paletas de colores.

Rodrigo tiene un acento paraguayoite. Es decir, realmente paraguayo. Él no ha dejado de utilizar frases y palabras en guaraní como esta, que yo hace tiempo dejé olvidadas, rendida ante el hecho de que no siempre se entienden por contexto. Esta no es la primera vez que nos conocemos. Una semana en que la Embajada Paraguaya celebraba la independencia del país, me llevaron a La Despensa, el restaurante que Rodrigo vendió el año pasado. Probé las empanadas, tomé un cocido y salí con una sonrisa color dulce de leche.

La Despensa, ubicada sobre la Samariterstraße, congregaba tribus diversas. Por ejemplo, los lunes a la mañana, por ser de los pocos locales abiertos en Friedrichshain, se convirtió en un lugar de reunión informal para gente que salía de su trance en Berghain. «Bajaban revoluciones así. Había así un desayuno, buena música y ambiente. Huevito duro, ensalada de frutas, alfajor, olor a café recién molido, mate… Así, tzzz, el olorcito… La gente estaba así como esos perritos. Te juro, nadie estaba alterado, nadie estaba exaltado; siempre fue ese mood ahí.» El bajón, como la despensa, es un concepto universal.

Aquello fue en la primavera de 2018. La pandemia, por supuesto, vino a cambiar las cosas. Para 2021, La Despensa ya no era lo de antes. Rodrigo se sentía solo y cansado. «Ya eran casi dos años que era [solo] yo; y yo y mi cabeza. Era trading, vender mercadería a restaurantes que estaban vendiendo to go [para llevar] nomás. Estaba fuerte el tema. Y estaba bien, era una despensa. Nunca nos atrasamos en nada. Me sentía súper orgulloso.»

La Despensa era mucho trabajo y Rodrigo comprendió que no iba a poder mantener esa tendencia sin saturarse. «Yo estaba pensando bueno, voy a salir cansado de esto. Y si no puedo delegar… Y no, no se puede delegar.» Eventualmente se dio cuenta: «Ya no me gusta, punto. Estaba buscando excusas. I don’t like to run it, I like to open [No me gusta dirigirlo, me gusta abrir]».

Rodrigo ha reflexionado mucho sobre cómo la pandemia ha influenciado la vida de las personas. Cree que ha causado una ola de introspección, que la gente se ha dado cuenta de cuáles son sus prioridades y ha repensado sus propósitos y proyectos. Incluido él.

Hay una brecha muy grande que saltar, me comenta. En un estado social como Alemania es difícil alcanzar la meta capitalista más allá de un nivel económico estable. «Para empezar a hacer guita en serio en un solo lugar acá… Se tiene que tener dos, ¿entendés? El salario acá es muy jodido.»

No contrasta el salario alemán con el paraguayo. Estos son ecos de su vida en Nueva York, donde los impuestos son diferentes y la cultura gastronómica y empresarial, otra. «Híjole, [en Nueva York] yo al año ya estaba trabajando setenta horas por semana, y ya ganaba así una ridiculez de dinero.» Por el sueldo más alto y la cantidad alucinante de horas que trabajaba, cobraba una cantidad impresionante. «Por semana ganaba lo que ganaba en dos, tres meses en Paraguay.»

Ese dinero lo invirtió en un negocio con un amigo. Su menú tenía similitudes con el que tuvo después La Despensa, como el bife Koygua, un estofado de carne escondida tímidamente detrás de un huevo estrellado. El local era un café paraguayo llamado Típico BK y estaba en el South Side de Williamsburg, una zona repleta de latinos en Brooklyn a la que llaman Los Sures. «Era así, lindo», dice, como quien salta de lleno en el énfasis de la palabra, dejando que los ojos se le achinen. «Era todavía así… Grafiti había todavía. Hermoso era. Tipo, de repente había autos quemándose cerca del río así. Y ahí los perros andando en skate y fumando fasos ahí al lado. No… Y ahí se armaba la fiesta. No sabés lo que era ese lugar antes… Se fue gentrificando mucho.»

En esa descripción se asoma el amor que Rodrigo le tiene a la metrópolis yanqui. «Yo me quedaría en Nueva York toda mi vida.» Pero el timing no fue el mejor. «Si hubiera tenido un amigo así bien bocho en trading y me hubiera avisado…», lamenta. Lo que sobrevino fue la gran recesión de Wall Street.

«Me encanta esto de estudiar a esta edad. Vos traés los ejemplos y el estudio te los ordena en la cabeza.»

* * *

Traer las cervezas era una hazaña malabarista. Los anillos pegajosos que quedaron en la mesa fueron prueba. La bartender, que solo hablaba inglés, dejaba su origen estadounidense en evidencia no solo con su acento sino también con su forma de servir la cerveza. Moverse sin derramar ese líquido solo acariciado en la superficie por una sugerente capita de espuma era para profesionales. Lo sé porque he trabajado de mesera toda mi vida adulta. Las puertas pesadas no lo hacían más fácil. A no ser que pienses como Rodrigo: «Tomás un poco de tu vaso y ahí abrís».

En 2009, «cuando salí de esa recesión, me asocié con un americano justamente, y abrimos un lugar brasilero en un espacio como de dos garages. Hermoso el lugar. Beco Bar se llama. El Mundial del 2010 fue un suceso». Describe su decoración «tipo obra de Itaipú», en estilo años setenta y sin colores chillones, características que delatan su infancia ligada a los inicios de una de las represas hidroeléctricas más grandes del mundo en los últimos años de la dictadura de Stroessner.

«Y entonces, cuando estaba así en buen auge, [después de] menos de tres años, ahí decidí salir de Nueva York con mi esposa.» Anne es su mujer, alemana. Se conocieron en Estados Unidos y se casaron unos años después. «Nosotros nunca queríamos dejar Nueva York ni en pedo. Yo creo que nunca hubiéramos salido. Yo tengo el ritmo y la actitud para estar viviendo ahí. Te juro. Pero no le quiero someter a todo el mundo que no tenga eso, ese talento [ríe]. No sé si es talento, defecto pulido es lo que es [río yo]. Sí, horrible es. Ahí el “ese se rompe el culo todo el día, qué bueno. Y nunca está en casa”.»

Fueron a Paraguay para estar más cerca del hijo de Rodrigo. «Lo más triste para mí fue primero haber dejado a mi hijo, y después Nueva York.» Su hijo había nacido en 1999 en Paraguay. Él había llegado a Nueva York en 2002, meses después de la infame caída de las Torres Gemelas aquel 11 de septiembre. Cuando llegó al aeropuerto llevaba kilos de yerba mate, el pelo largo y una cara de resaca. Le dieron a rellenar un formulario que incluía una pregunta sobre su origen étnico. Rellenó «blanco». Le instruyeron que no, «vos no sos blanco, vos sos hispano».

«Dios, esa experiencia… recontra de putísima.» Pasó el tormento de migraciones y llegó a la casa de su amigo en White Plains. No había comprendido que no estaba en la ciudad sino en el estado de Nueva York. Ahí descubrió que los paraguayos en la zona tenían buena fama de pintores y se puso manos a la obra. Lo tuvieron más lijando que pintando, preparando las piezas. «Qué argel», dice, el trabajo le parecía sin gracia. «Y te pagaban así, okay.» La ambición le pedía más.

Un día decidió tomar el tren a Manhattan y pasearse con unas fotocopias bajo el brazo. «Pensé acá no me conoce nadie. Inocentemente empecé a imprimir mi CV.» En menos de lo que canta un gallo, recibió tres llamadas y consiguió un trabajo. Era en un restaurante brasilero. Crecer en Ciudad del Este le había otorgado el don del portugués.

Estuvo dos a tres semanas viajando ida y vuelta entre Manhattan y White Plains. Los viajes duraban aproximadamente una hora, si no se perdía el último tren del día. «Algunas veces me tocó quedarme ahí leyendo en la estación de tren toda la noche.» Al día siguiente, los jefes notaban su cara de cansancio y lo mandaban a dormir en la oficina de atrás. «Se daban cuenta de que no dormí, pero también que no farreé. Eso fue cambiando.»

Para estar más cerca del trabajo, se mudó a la ciudad con un brasilero. En ese departamento «te ibas a la cocina y veías un tipo y era ¿y vos, quién sos? Demasiada gente había viviendo ahí. Todos los cuartos eran compartidos. Y ahí fue ah, por eso era barato. Qué boludo», ríe. Luego consiguió departamento con un rommie en Brooklyn.

Existe una idea generalizada de que en la gastronomía no hay cómo fallar, que es un negocio bastante seguro. Y Rodrigo decidió comprometerse de lleno con él. Pero antes de llegar a aquel punto de abrir locales sacrificó mucho. Hay otra idea generalizada (y acertada) sobre el mundo gastronómico: es trabajo duro. «Me pasaba trabajando y estudiando. Estudiaba para el [examen de admisión en la universidad] SAT. Pasé y entré al Hunter College. Me anoté para criminología. Ambicioso el tipo. Y era caro, boluda.» Pero no se presentó al examen.

«Me iba a ilusionar todo al pedo. Hice las clases, pero se me iban las horas en trabajo. Demasiado poco tiempo para estudiar y para vivir, descansar. Muy caro era, y aparte tenía otros compromisos en Paraguay.»

Estos compromisos lo llevaron de vuelta a «la isla rodeada de tierra», donde en 2013 abrió un nuevo local en el centro histórico de Asunción. Estaba sobre la calle Palma, una calle que no necesita introducción entre paraguayos por su larga historia desde épocas coloniales como lugar de comercio y peatonal en el microcentro. Recibió su nombre por la palma del escudo de la bandera nacional y hasta tiene su propio verbo, «palmear», que significa pasear sobre ella, un Spaziergang a la asuncena. Allí instaló Rodrigo con su amigo un bar.

«Lo que hice fue agarrar una esquina súper concurrida e histórica. Hice estudio de mercado, sondeo propio.» Rodrigo se sentó con un cuaderno a anotar el flujo de gente en cada lugar en distintos horarios. Así se decidió por la esquina con Montevideo. «El Poniente se llamaba. Seguro conocés.»

Él habla con mucho orgullo pero también con mucha modestia sobre los locales que ha abierto. Si no fuera por Google, no me enteraría de su verdadero tamaño y popularidad. Entre las fotos y reseñas, una se puede hacer una muy buena imagen de cómo fueron Típico BK, Beco Bar y La Despensa. Yo había escuchado sobre El Poniente, aunque nunca había ido.

El Poniente fue un bar en que la gente se sentaba en la vereda a disfrutar. Un ambiente de buena onda, relajado, joven e inclusivo. «Tenía gente muy interesante, con música en vivo. Tocaban new wave, vinilo, mezclaban y así.» Dentro se reservaba el espacio para bailar y afuera la esquina de Palma y Montevideo se llenaba más allá de las medianeras del local. El Poniente llegó a Asunción junto a una oleada de proyectos que buscaban revivir el centro histórico de la ciudad, justo al tiempo en que yo empezaba a salir de fiesta. Apostándole siempre a lo nuevo y atrayendo un público abierto, iniciaron una nueva época de la vida nocturna. Todo esto me hizo pensar en que un bar de ese tipo encajaría perfectamente en Berlín, así como lo hizo Rodrigo en el siguiente capítulo de su vida.

* * *

Las horas pasaban sobre la Karl-Marx Allee, al igual que las ambulancias, bicis, perros, carros con música a todo volumen y uno que otro loco berlinés. Desde nuestro lugar, observamos la caída trágica de una cerveza de su estratégica posición en una bici. Sobre la mesa nos grababa mi celular, al que Rodrigo de vez en cuando dirigía su mirada y llamaba «el mediador», consciente de su llamativa presencia. Luego de unas tres birras, nos habíamos estacionado en una Porter Beer con un sabor dulce, maltoso y a coco.

Esos años en Paraguay tuvieron sus altibajos y Rodrigo y Anne se decidieron por un cambio. «Nos casamos en Mbatoví, entre los cerros», esos montículos verdes que resaltan en el paisaje plano de Paraguay, apenas arriba de los doscientos metros sobre el nivel del mar, en la Cordillera de los Altos.

Anne llevaba siete meses embarazada de Anahí y decidieron ir cerca de su gente. Fueron por un tiempo a Görlitz, una ciudad al este de Alemania, en la frontera con Polonia. Por eso Rodrigo dice que habla alemán con un «acento Ostdeutsch», del este. Finalmente se mudaron a Berlín. Allí nació el segundo hijo del matrimonio, el tercero de Rodrigo.

En la capital alemana, Rodrigo concretó La Despensa con toda su experiencia previa en mente. Se inspiró en la despensa de su abuela, Doña Petrona, en la ciudad de Luque, donde él solía ayudar.

—¿Por qué no promocionabas La Despensa como paraguaya?

—Porque no quería.

Habla de no izar las banderas de una nación, de «no casarse con la denominación político-geográfica tradicional de una idea». A él le gustaba que cuando los uruguayos y argentinos entraban al local también les daba techaga’u, dice, ese anhelo o nostalgia por la tierra de origen. Reconocían las tienditas de sus barrios. Ya con Típico BK había aprendido que hay que hacer algo «mucho más pluricultural», que lo paraguayo es un mercado muy pequeño, que la escasa visibilidad de Paraguay en el exterior hace difícil la mercantilización de lo suyo.

A mí, encontrarme con Rodrigo me llevó de vuelta a Paraguay en muchos sentidos. Pero no por la manera en que me habló. No había nada de esa diferencia generacional que tan fuertemente marcamos en nuestro país. Aunque tengo la misma edad que su hijo, sentí su trato de igual a igual.

El cierre de La Despensa en 2021 me vino de sorpresa. Llevaba meses con esa visita en mi lista de actividades que nunca cumplo. El primer día de agosto, un domingo, Rodrigo hizo una «Thank You Party» que asumí como un tipo de fiesta de aniversario. El dos de agosto el restaurante figuraba como permanentemente cerrado. No fui la única que se desconcertó.

Para entonces Rodrigo ya había llegado a esa conclusión de «I don’t like to run it, I like to open». Estaba cansado. Había cambiado sus prioridades. Además, se había vuelto vegetariano y ya no le gusta «estar haciendo dinero con animales muertos». «No comer carne fue una buena decisión que tomé», afirma ahora. También se dio cuenta del costo energético que implicaba el transporte de productos transatlánticos. «La yerba está bien, dura mucho. Pero así, comida que crea deshechos otra vez…» Se dio cuenta de que aquel proyecto había llegado a su fin.

* * *

Hoy Rodrigo se ha involucrado en un proyecto de otra índole y en él parece que vuelca una cantidad de aspiraciones personales. Entre los ideales económicos, habla de ofrecer sueños, de sostenibilidad, de la marca Paraguay… Se trata de la puesta en marcha de un centro de estudios técnicos de energía sustentable en el área metropolitana de Ciudad del Este. A dos kilómetros de la (próxima a estrenarse) Penitenciaría del Alto Paraná, en Minga Guazú, el centro de estudios también está pensado para ofrecer la reinserción laboral a quienes acaban de cumplir una condena.

Él está lleno de planes y se proyecta viajando entre un país y otro mientras desarrolla esta iniciativa. Pero siempre está también tejiendo un cable a tierra. «Las metas no pueden ser cosas inalcanzables en el sentido matemáticamente imposible. [Hay que ser consciente de] la libertad de decisión que uno tiene en su día a día. Uno es tan pelotudo que tiene que venir a pasar frío para aprender eso. Acá, en estos países con clima de mierda, te das cuenta. Yo estoy estudiando para trabajar desde casa cuatro, seis horas al día, y hacer buena platita.» Además, le gustaría hacer asesoría, ayudar a quienes tomen el mismo camino que él con lo que aprendió de sus éxitos y errores.

Como el toro de Wall Street trabaja hacia su ideal. «Me puse a estudiar de vuelta. E-commerce, cyber-security, data science. En dos semanas empiezo International Affairs en la [Universidad] Americana de Asunción. Licenciatura en Relaciones Internacionales.» La reinvención y la formación no tienen edad para él. «Me encanta esto de estudiar a esta edad. Cuarenta y dos tengo ahora. Vos traés los ejemplos y el estudio te los ordena en la cabeza. Es tipo: mirá un poco, de eso se trataba.»

Le gusta aprender. Por eso hizo el curso para sacar la licencia de conducir en alemán cuando apenas hablaba el idioma, cuando aún estaba en ese nivel en que no entendía las conversaciones en grupo y se colgaba pensando en otras cosas. «Pero era muy orgulloso, no preguntaba. Creo que eso viene de la frustración de no haber terminado una carrera o haber seguido ese camino tradicional del estudio. Porque me hubiera abierto mucho más fácil más puertas. Pero al mismo tiempo me considero bastante pelotudo de pensar en eso, porque nunca se me habrían abierto otras puertas. Me siento agradecido, contento con las cosas. Seis de diez acierto, por eso sigo», dice entre risas.

Mientras conversábamos, la mesera iba retirando las mesas a nuestro alrededor en oleadas calmas. Una a una iban esfumándose sin anuncio, hasta que solo quedamos nosotros en esa esquina frente al espectáculo de luces del S-Bahn amarillo sobre la Warschauer Straße. «Me encanta lo que estamos así haciendo contigo sentados en la calle. Así estar adentro en la barra me aturde.»

Si fuera por él, Rodrigo prefiere hablar mucho más del futuro que del pasado. «Tengo que estar tres meses en cada parte del mundo, en cada parte que me gusta. Esa es mi jubilación. Creando, influenciando. Ni trabajando ni de vacaciones.»

Acá quedan unas imágenes de los mejores tiempos de La Despensa, su ambiente y sus empanadas.  

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