TEXTO: CHRISTIAN VERGARA
FOTOS: PABLO HASSMANN Y VIOLETA LEIVA
Enero de 2021
Ya al comienzo de la pandemia, a partir del lockdown estricto que arrancó a finales de marzo de 2020, la precariedad del empleo y la vida inestable en Berlín se hicieron patentes y la alarma social empezó a sonar con un estruendo similar al del virus mismo. Si en los meses siguientes el gobierno alemán comenzó a distribuir subsidios y los medios nos presentaron enfermeras y cajeros de supermercados, quienes se exponían (y exponen aún) mientras el resto nos aislamos en casa, en Trampolín nos preguntamos por las y los inmigrantes en situación irregular, entre 60.000 y 100.000 personas solo en la capital de Alemania. ¿Cómo sobreviven en estas circunstancias?, pensamos, teniendo en cuenta que trabajan en negro, muchas veces en sectores altamente perjudicados como la gastronomía o la hostelería y normalmente no tienen cobertura de salud.
No fue fácil dar con quien se atreviera a hablar. Salomé Hernández (su nombre y el de todas las personas en el relato han sido cambiados) respondió al fin a nuestra convocatoria en un grupo de Facebook. Con una seguridad contundente ella dijo Yo quiero contar mi historia, y también estuvo dispuesta a que la fotografiáramos, siempre y cuando no se viera su cara. Pero apenas la conocí, me di cuenta de que no le interesaba revisar los detalles de sus trabajos cambiantes y sin contrato o hablar del dinero que le falta para pagar el divorcio tras un matrimonio a raíz de un engaño a raíz, a su vez, de su situación de indocumentación. La historia que quería y necesitaba contar Salomé tenía menos que ver con nuestras inquietudes y mucho más con los viajes y, al final, con un solo viaje.
DÍA 1
El clima en Berlín es impredecible pensé al sentir el viento golpearme la cara, mientras miraba ansioso las puertas de la estación. Salomé podía llegar en cualquier momento. Ella había elegido un lugar alejado del centro para nuestra primera entrevista. Nos reuniríamos a las cuatro de la tarde en las orillas del Wannsee y esta vez me encontraba nervioso. El tema y las circunstancias de la entrevista eran delicados y el ventarrón que soplaba con fiereza agregaba incomodidad, casi malestar.
Ella esperó a que yo le revelara el lugar en el cual me encontraba pues temía que fuera una trampa de la policía. Al cabo de unos minutos una mujer abandonó la estación por la puerta principal e hicimos contacto con la mirada. Supe enseguida que era Salomé. Salimos a caminar a orillas del lago, unas olas producto del vendaval mecían con virulencia los yates amarrados al muelle. Nos sentamos mirando las villas grandes y antiguas en la otra orilla, cuando ella partió hablando de su presente.
—Hoy Berlín me da mucha tranquilidad —empezó—. Llevo ya varios años aquí. Tengo mi pareja y quiero que mis hijos también se vengan a vivir aquí algún día si se da la oportunidad. A pesar de no tener documentación legal, con el tiempo conseguí clientes que me valoran. Trabajo en el ámbito de la limpieza doméstica y el no tener papeles me ha perjudicado mucho. Pero llegar a Berlín ha sido una bendición, ha sido mi sueño berlinés, después de la pesadilla americana que me tocó vivir.
A Salomé siempre le atrajo la idea de vivir en el exterior. Desde los cinco años en Colombia se imaginaba en Canadá, pero su familia era de origen humilde y no había recursos para algo así. Fue a los veinticuatro años, cuando debía mantener sola a sus tres hijos, que vivir en otro país se le apareció como una exigencia. El padre de los hijos nunca había respondido y tampoco accedió a firmar cuando ella quiso aplicar a una visa familiar para Canadá. Durante algún tiempo trabajó como vendedora. Más adelante, pudo estudiar y graduarse de auxiliar de enfermería, con lo que se desempeñó varios años en la Salud Pública. No obstante, era una vida de supervivencia.
Un día se le presentó una oportunidad de trabajo en Boston por un período de seis meses. Con el antecedente de la visa que le habían negado, tuvo pocas esperanzas, pero para su sorpresa le aprobaron la visa a Estados Unidos. Por esos años sus hijos habían crecido, ya eran adolescentes, y con ellos habían aumentado las exigencias económicas. La experiencia fue muy positiva. En Boston conoció personas que la apoyaron, pudo mantenerse y enviar dinero a su familia en Colombia. “El dinero como se gana allá no existe en nuestros países latinos. Se gana mucho más y es fruto de trabajo honesto”, recordó, mientras su mirada se perdía en el lago bañado de violeta y amarillo. De modo que al año siguiente repitió el periplo. Y después se arriesgó a una tercera vez.
»Yo quería pagarle la universidad a mis hijos y en Bogotá no es fácil para una madre hacer eso. El sueño de hacer una vida junto a mis hijos allá era palpable. Lo fue al menos por un tiempo, porque la tercera vez decidí ingresar por Atlanta. Para cambiar la ruta. No tenía a alguien que me pudiera aconsejar hacer algo diferente. No tenía nadie que me dijera mira, intentémoslo por ahí o hagamos esto. Me encontraba siempre sola con mis decisiones. También creo que me vi influenciada por los documentales que veía, todo se hacía mucho más creíble.
»Contra todo pronóstico, me sellaron el pasaporte. —Una risa irónica se le escapó de la boca—. La policía me canceló la entrada y no podría volver a Estados Unidos por cinco años. Pero yo en esos años tenía el espíritu joven, y me decidí casi inmediatamente a desafiar ese sello. Después de unas pocas semanas me informé en redes sociales acerca de otras maneras de entrar a la tierra prometida. Resuelta, me compré un ticket aéreo a Cancún. Iría a entrar igual, pero esta vez por el desierto de Arizona.
»Empecé a buscar y vi las distintas opciones por donde se llegaba hasta la frontera. Me decían que el mejor paquete turístico que se puede comprar, donde no te van a poner problemas los de migración en México, es un paquete a Cancún. Incluía el hotel, los pasajes aéreos ida y vuelta, alojamiento y comida. Era un paquete completo, y me costó dos millones de pesos colombianos (unos 500 euros de la época) para dos personas, pues iba a ir mi cuñada también. Pero ella a último momento se arrepintió.
—¿No fue? —consulté intrigado.
—No. No, ella no tenía los pantalones que yo tenía. —Salomé soltó una risa nerviosa—. Yo viajaba a comienzo de septiembre, el día anterior mi cuñada me dijo que no iba a ir. Al principio me preocupé porque tal vez me negarían la entrada, pero cuando me preguntaron solamente dije que la habían hospitalizado. —Volvió a reír. Esta vez lo hizo de buena gana, como si esta parte del relato le trajera buenos recuerdos, pensé—. Me aceptaron la excusa, y pude viajar sola.
—Pero tu cuñada sí se iba a devolver, ¿verdad?
—Sí, ella sí habría tomado el vuelo de vuelta —contestó.
—¿Y sabía también que tú ibas a seguir al norte?
—Sabía la mitad, pues no le podía contar todo. De pronto le podía dar pánico en el camino y me delataba o algo por el estilo. Entonces decidí no contarle todo por completo. El vuelo salió del aeropuerto de El Dorado de Bogotá y yo estaba muy ansiosa y a la vez llena de valentía. Una mezcla entre nostalgia y felicidad. Nostalgia por dejar a mis hijos. Pero mucha alegría por volver a ese país que me permitió pagar la culminación del colegio de ellos. Alegría porque pensé que podría volver a llevarle ropa nueva, ropa linda, ropa americana, maletas llenas de esa ropa.
»Me vestí muy elegante porque todos piensan que uno, por ser colombiano, va a llevar cocaína. Piensan que uno va a ser mula. Los colombianos cargamos con ese estigma. Así fue que no me hicieron problemas en los aeropuertos. Mi vuelo era directo a Cancún, y en Cancún me iría a comprar otro ticket que fuera a Tijuana, Baja California, todavía en México.
»En Cancún disfruté mis tres días con playa y brisa de mar. Fue lo más lindo de esta travesía, era como estar entre el cielo y el infierno, bellísimo. Me levantaba a las seis de la mañana y me recorría Playa del Carmen, Playa Delfines hasta una discoteca que se llamaba Congo y era muy bonita.
—¿Fuiste a bailar?
—No —dijo de inmediato y se puso seria nuevamente—. No podía desviarme de lo que yo quería. Fueron tres días que yo me puse como plazo. Tenía un total de una semana, y me di tres días. Consulté en internet por vuelos a Tijuana en la mañana del tercer día. A las doce de la noche ya estaba en Tijuana. Tijuana es una ciudad muy peculiar. Era como en las películas del Viejo Oeste, ¿sabes? Una ciudad muy fea, desértica. La gente es muy tosca, las calles áridas, todo lleno de tierra y basura. Muchas personas de mala cara. Los mirabas a los ojos y parecías saber que eran criminales, maleantes. Me quedé por quince días en casa de Elena, una persona que yo había conocido hace un tiempo. No sé si era realmente una amiga, pero al cabo de unos días ella me ayudó a buscar. Se puso en contacto con tres coyotes. Habló con ellos por teléfono, pero ninguno se quería hacer cargo.
—¿No querían hacerlo?
—No querían porque por Tijuana era muy peligroso. Dijeron que no se comprometerían por un monto tan bajo. Solo por 15 o 18 mil dólares tal vez lo hacían. Pero yo no tenía tanto dinero. Luego Elena tuvo una idea y me dijo que lo intentara por Facebook. En muy poco tiempo logré escribirle a otro coyote. Se llamaba Héctor y me dijo que me podía ayudar, pero que estaba en la ciudad de Nogales, que quedaba a unas diez horas en autobús.
—¿Él era el coyote?
—Sí, este era Héctor, el coyote mismo. Ellos tenían una escala jerárquica bien definida. Luego estaban los guías, y uno de ellos lo apodaban el Ale.
—¿El coyote accedió inmediatamente?
—Sí, dijo que podíamos proceder. No obstante Elena insistía en que no confiara en él. Me decía que todo podía ser mentira. Pero ya yo no iba a mirar atrás. —Salomé observó una hoja caer lentamente en el agua oscura del Wannsee—. Elena intentaba ayudarme de verdad, pero se notaba que tenía mucho miedo. Pretendía no comprometerse mucho conmigo, y yo sabía en el fondo que estaba sola en esto. A veces ella me preguntaba por qué me vine tan lejos de mi tierra, por qué me iba a arriesgar a hacer esto. Me decía que me iba a morir, y yo solamente tendía a responder que bueno, si me muero, me muero.
»A pesar de todo eso tuvimos una despedida muy emocional, muy sentida. Hoy al mirar atrás no sé realmente por qué ellos se sintieron así. No sé si fue porque me logré meter en su corazón o si era más por un sentimiento de lástima hacia alguien que puede que no vuelva viva de una travesía por el desierto. Como fuera, al cabo de esos quince días me dejaron en la flota, en el bus de Tijuana a Nogales, la heroica. Lloraron mucho y yo les dejé todas mis cosas. Todas. Solamente me llevé una pequeña mochila y el pasaporte en los senos.
—¿Cuándo fue la primera vez que viste el muro?
—El día que lo crucé. No quise verlo antes, ni para prepararme. Creía que me iba a acobardar si lo veía antes. No quise verlo en Tijuana y tampoco quería verlo en Nogales. Llegué al terminal de esa ciudad recordando las palabras de Héctor, que en casa de Elena aún me decía Tú allá te vas a encontrar con un montón de personas. Muchos te tratarán de abordar, pero la frase clave para que tú respondas es “Yo soy el Ale”. Me dijeron que estaría segura, que no me pasaría nada y que no estaría expuesta al frío, pero la verdad es que cuando llegué al lugar, cambiaron todo. Creí todo. Héctor me había asegurado que el mismo día que llegaba a Nogales era el día que cruzaba la frontera. Era mentira. Me acordé entonces de Elena y sus palabras.
—¿De haberlo sabido antes habrías cambiado algo?
—No, pues estaba culminando lo que comencé. Ya iba a triunfar, ¿sabes?
No respondí. Me quedé pensativo. Por unos momentos me vi en las calles terrosas del noroeste mexicano. Al cabo de unos segundos Salomé siguió con su historia.
—En un mar de gente una persona se me acercó y con un acento bien marcado me dijo Yo soy el Ale. Era un hombre alto y robusto de unos veintiocho años con una notoria pelada. Tenía tez blanca, ojos cafés claro y una apariencia intimidante. Luego comencé a recibir mensajes en mi celular por parte del coyote, que me preguntaba si había podido hacer contacto. Cuando le confirmé, me pidió 800 dólares de inmediato, para pagar a la mafia de Arizona, decía. Pagar para que me dejen pasar.
»Seguidamente me llevó a un motel ubicado en un parqueadero. Era un lugar exclusivamente pensado para las personas que cruzaban el muro en esta parte de la frontera. Todos saben que en el norte mexicano existen esta clase de moteles. Son como cajones de un metro por dos metros con cincuenta. Solo cabe una cama y el baño asqueroso con olor a alcantarillado y orina. El agua era fría y faltaban todos los productos de higiene personal. Esa fue mi primera noche, pero la pesadilla estaba por comenzar.
—De todas maneras estabas decidida a cruzar.
—Le puedes llamar como quieras, pero el coyote ya tenía mi nombre. Todos ya tenían mi nombre, y me dejaron bien en claro que, si yo me devolvía, me mataban. Por lo pronto, no había más opción ya, en este punto del viaje, y así pase cinco noches ahí en ese motel en Nogales. Las paredes estaban pintadas de azul, pero era el azul más triste que vi jamás. De día había que abandonar el lugar temprano y recién al anochecer podíamos volver al hotel. Una sola noche reclamé porque tenía mucha hambre. Para el tiempo de la cena apareció el Ale con un pollo asado. Lo único que hacía era orar. Orar y pensar en Dios.
—¿Y qué hacías durante el día?
—Nos sacaban a las siete de la mañana para sentarnos en un sitio sin vista al muro a esperar la orden. Los cuatro primeros días la orden de cruzar el muro no llegó. Así la espera se alargó esos días hasta las cinco de la tarde, pues los guías debían calcular los tiempos de recorrido de la patrulla de Arizona al otro lado del muro. Para poder cruzar, la patrulla debía pasar por cierto lugar, a cierta hora, para poder guardar la distancia. Si eso no pasaba no había cruce.
—¿Sentiste miedo?
—La primera noche que dormí ahí se escucharon unos disparos en la noche y mataron a una persona. La verdad es que no me llené de miedos, pero sí me puse a orar. Al cabo de un rato me decía a mí misma que no debí haber hecho todo esto. No se lo deseaba a nadie y así concluí que fue bastante estúpido de mi parte hacerlo. Esa era mi conclusión en ese momento, y fue la primera vez que dudé de mis intenciones, pero no sentí miedo. Impotencia, ansias y desafección, pero no miedo. Miedo sentí después del desierto, en Los Tanques, pero antes no.
»El Ale me dijo al llegar el cuarto día, cuando yo ya me comenzaba a impacientar, que del otro lado del muro un policía gringo me iría a estar esperando. Esa era la supuesta mafia a la cual había que pagarle para que te dejasen pasar. Narcos y coyotes, policías mexicanos y policías gringos. Todos se llevan una tajada. La rutina esos cuatro días era siempre igual. En la mañana nos pasaban a buscar y nos llevaban a una especie de kiosco, una caseta cuadrada abierta hacia todos lados con unas sillas rudimentarias y un entramado de árboles cubriendo el lugar. Cualquier día podía ser el día. Nos recordaban que, si bien el sol quemaba mucho en el desierto, por las noches la temperatura bajaba hasta los cero grados en invierno. Así fue que todos los días me ponía dos pantalones, cuatro sudaderas y dos chaquetas. Me sentaba en los treinta grados de calor de Nogales a esperar la orden. Me tocaba sentarme en el medio de una hilera de personas que esperaban cruzar a buscar mejor suerte del otro lado del muro. Recuerdo que había muchos niños, personas jovencitas, de corta edad. Muchas niñas guapas que tenían como máximo veinte años y que no se vestían como si fueran a cruzar un desierto. Eran personas de Guatemala, Honduras, El Salvador, Centroamérica. Las niñas me contaban de sus viajes anteriores. Muchas de ellas ya estaban cruzando por cuarta vez el muro y yo solamente atinaba a preguntarles, ¿por qué hacen esto? Ellas respondían: ¡Hey!, es normal, lo llevamos en la sangre. Nosotros no tenemos oportunidades en nuestro país. Aquí le pagamos con sexo a los guías, y ellos nos ayudan a pasar.
»En el momento en que dije que no me parecía bien lo que estaban haciendo, me daba cuenta de lo irrisorio de la situación. ¿Con qué cara les podía decir eso a las chicas, estando a poco tiempo de cruzarlo yo también? Ahí fue la segunda vez que me di cuenta de que lo que estaba haciendo no estaba bien. Sentí una gran frustración en ese momento por intentar ingresar a un país que tal vez lo único que haría era quitarme la vida. Quitarme la oportunidad de ver a mis hijos de nuevo. El único sentimiento más fuerte que ese en ese momento era mi tenacidad de comenzar algo y querer terminarlo a toda costa. Siempre ha sido parte de mi personalidad, ¿sabes?
«Todos los días me ponía dos pantalones, cuatro sudaderas y dos chaquetas y me sentaba en los treinta grados a esperar.»
A orillas del Wannsee la temperatura bajaba mientras el sol empezaba a desaparecer. El viento no daba tregua. Me sentía electrizado, amarrado al relato de Salomé, y con mil preguntas en la cabeza. No obstante, noté que el ánimo de Salomé también comenzaba a cambiar. Cambiaba a medida que lo hacían los acontecimientos del relato. Ahora su tono era más serio, pero sobre todo más triste.
—¿Cuál era el plan una vez cruzado el muro?
—Bueno, primero era llegar a Arizona, porque Arizona ya es tierra estadounidense, ¿verdad? Luego nos llevarían a California, de California me iba en avión a Nueva York, y de ahí en bus a Boston.
—Pero Arizona es muy grande —dije, confundido—. Además, es un estado, no una ciudad.
—Sí, lo sé —dijo, con un gesto de pesar—. Hoy lo sé. El coyote me mintió y yo le creí todo. Nuevamente me acordé de Elena. El coyote me dijo usted llega a Arizona y yo me imaginé una ciudad. Nunca creí que Arizona fuera un desierto.
—¿Cómo fue el día que cruzaste el muro?
—El quinto día en Nogales llegó la orden y nos pusimos a caminar. Partimos a pleno sol, adentrándonos en el desierto rumbo oeste, bordeando el muro a través de unos arbustos. Todos debíamos caminar. Al comienzo había árboles que de a poco fueron desapareciendo para convertirse en tierra al sol.
—¿Todas las personas caminaron?
—Sí. Bueno, todas las que fuimos ese día. Recuerdo una pareja de indios guatemaltecos, un chico de El Salvador, un señor de edad que ya fue deportado cuatro veces por traficar cocaína… Todos caminando en fila por los arbustos ese día de diciembre. Estuvimos así unos diez minutos. Pasamos cerca de la autopista 150 Nogales-Hermosillo, donde está el cruce oficial, y pude ver a miles de personas esperando, tratando de cruzar y siendo devueltos. Era el cruce más obvio y fácil para ser atrapado por los guardias fronterizos, por lo que no era opción. Seguimos caminando agachados por los arbustos, al sol quemante del desierto. Al cabo de un rato el puente ya se veía en el horizonte, alejándose. El guía nos detiene de súbito y ahí vi el muro mientras todos seguimos encorvados. Uno de los guías saca una escalera de la nada y la apoya en el muro de seis metros. Enviaron primero a la pareja de indios mientras los demás esperábamos agazapados. Los indios subieron la escalera, luego el guía pasaba la escalera a través de los barrotes hacia el otro lado, pues el muro no está cerrado del todo. Es una reja con hierros de seis metros de alto, pero los hierros tienen una separación, un espacio por el que pasa una escalera y no un humano. Luego enviaron a las chicas y en tercer lugar me tocaría a mí. Cuando llegó mi turno, el guía, que ese día no era el Ale, me dijo Yo creo que usted no va a poder subir ese muro.
—¿Te dejó ahí arriba?, ¿qué hiciste?
—Más fuerza me dio, pues no sabía qué hacían con las personas que no lograban cruzar. Ya veía al guía decir Esta no pasó, ¡mátenla! Era pasar o pasar, ¿ya sabes?
—¿No hiciste equipo con los demás al otro lado del muro?
—No, porque los indios hablaban el idioma indígena entre ellos y las chicas comentaban solo bobadas, no calculaban el riesgo y la seriedad de la situación. Yo sabía que antes, en ese momento y con mayor razón al otro lado del muro, estaría sola. Llegado el momento, no pensé en nada más, solo corrí hacia la escalera. Una vez arriba del muro sentada en los hierros, escuché espantada la voz del guía, que gritó de súbito ¡Viene la migra! ¡Viene la migra! Y quitó la escalera mientras se alejaba corriendo de prisa, sin siquiera mirar atrás.
En ese momento de enorme suspenso Salomé interrumpió el relato y dijo que se tenía que ir, así que dimos por finalizada la entrevista. El tiempo pasó volando esta tarde, pensé. Además, era suficiente carga emocional para una sola jornada. Antes de despedirnos, agendamos un día para el próximo encuentro.
DÍA 2
Nuevamente Salomé había elegido el lugar para la entrevista. Esta vez se decidió por un lugar cercano a su casa para poder llegar a tiempo a ver a su pareja. Nos sentamos en un parque concurrido, sobre un pequeño montículo al costado de un edificio junto a una estación de U-Bahn. Las personas pasaban y en ocasiones nos miraban extrañados, escudriñando la pequeña máquina de grabación, pero yo solamente podía pensar en el muro.
—Estás arriba del muro y te han sacado la escalera.
—Sí, aún lo recuerdo. Yo tuve que saltar —respondió sucinta.
—Cuando te quitan la escalera y por la calle viene la policía, ¿qué pensaste?
—Más fuerza cogí y me dejé caer. Me dejé caer. Todo el tiempo me decían que si te fracturabas un pie o te rompías un tendón ahí nadie te iba a ir a auxiliar. Moriría ahí nomás. Yo no sé si fue por cosas de Dios, pero quedé ilesa después de la caída. Al otro lado del muro había caminos y conductos de alcantarillado. Ni bien caí al suelo procedí a esconderme del dron en los túneles.
—¿Había un dron?
—Un dron chiquitico.
—Al otro lado del muro entonces, ¿qué es lo primero que haces?
—Me levanté y me metí en uno de los tubos de alcantarillado. Estaba sola, no quedaba ya ninguno de los que cruzaron antes de mí. Sabía también que nadie más vendría después de aparecida la policía fronteriza.
—¿Nunca más viste a la pareja guatemalteca? —pregunté algo perplejo.
—Nunca más, pero yo no sé si a ellos les dan otra ruta. A ellos les pasaron un teléfono también, así que puede ser. Ya en el túnel saqué el mío. Te pasan uno para que te puedan contactar y decirte por qué camino irte. Ellos conocen bien el desierto, pero solo ellos te llaman, tú no los puedes llamar. —Se detuvo para beber un trago de agua.
»Crucé a eso de las tres de la tarde y permanecí escondida en el túnel hasta que ya anocheció, acompañada solo de Dios. Lloré mucho allá abajo. Era un lugar seco, regado con pequeñas piedrecillas de cuarzo. Todo construido por ellos. Pasé unas horas ahí hasta que los guías me contactaron por teléfono. Me dijeron que me rodara por la calle. Que la cruzara rodando, pero que por ningún motivo me ponga de pie. Ahí se me rompió el primer pantalón.
»Seguí caminando entre arbustos hasta pasar una pequeña loma que me pareció incluso algo selvática. Al descender de la loma de noche me di cuenta que había llegado hasta el lecho de un río seco. Pasé la noche acurrucada con mucha impotencia, con mucha frustración. No oí animales ni humanos. Estaba a solas con Dios. Al amanecer supe que debía continuar. El teléfono ya no funcionaba, pues no tenía señal. Ya no me podrían guiar ahora. Me dejaron botada. Después de eso solo caminé y caminé. No sentí hambre, ni volteé a mirar. No vi el muro nunca más.
»Los días en el desierto son difíciles de describir —dijo de pronto—. Creí que me iba a volver loca. No conocía el camino y no sabía orientarme. Había veces que creía estar dando vueltas en círculos. Sentía que volvía al mismo lugar, que nunca podría salir de ahí.
»En uno de esos días mientras caminaba me crucé con el cuerpo de una chica que, ¡oh dios mío! Eso fue horrible. —Salomé cerró los ojos y juntó las manos en señal de conmoción—. Debe haber tenido unos dieciocho años, no más. Tenía puesta una camisetica corta y unos pantalones vaqueros, comunes. No parecía ir muy preparada. Mientras la observaba con lástima vi que algo se movía en su barriga. No lo podía creer cuando, después de unos segundos, una serpiente salió arrastrándose desde su boca. Fue difícil contenerme en ese momento. —En la cara de Salomé vi el susto todavía vivo.
»Al final, cuando ya perdí la esperanza de salir de ese maldito lugar, me acurruqué a rezar. Me acosté en un rincón del desierto, como muchos otros, y pedía que alguien me encontrara. No quería morir en el desierto como la chica. Solo había espinos y árboles secos y el agua se me había acabado. Al rato ya había perdido la noción del tiempo. El calor me provocaba somnolencia.
»De súbito, por la ranura de los ojos entrecerrados y mirando a contraluz, alcancé a ver dos siluetas aproximándose. Eran dos señores. Uno de ellos se acerca y me toca el hombro. Merry Christmas, señora, Merry Christmas, me dijo, y yo inmediatamente solté el llanto. Eran dos oficiales de la policía fronteriza de Arizona.
»Se comenzaron a comunicar por radio para informar de su hallazgo. Aquí hay una. Aquí hay una persona, comunicaron al cuartel. Lo único que pude hacer en ese momento era arrodillarme frente a ellos y darles las gracias. En ese momento me sentí culpable.
»Que nadie más tenga que pasar por lo que yo pasé. Que no crean nada, porque todo es mentira.
«Muchas personas me regañaron por hacer lo que hice. Pero no mis hijos. Solo ellos saben lo sacrificada que era mi vida antes.»
Durante unos largos minutos dejé que la fuerza del silencio discurriera sobre nosotros y observé a las personas que pasaban caminando cerca. Un hombre escudriñó el basurero contiguo y se llevó un par de botellas, sin percatarse de nosotros sentados en la loma. Los demás pasaban raudos sin voltearse.
—¿Y luego? —pregunté cuando recuperé la voz.
—Luego me llevaron a Los Tanques.
—¿Los Tanques?
—Los Tanques de Arizona. Son una especie de cárcel a la cual llegan las personas que son atrapadas cruzando el desierto, intentando entrar ilegalmente a Estados Unidos, y los retienen ahí, cobrando grandes sumas de dinero a través de los consulados para luego expulsarlos. Cada persona por día en Los Tanques cuesta 150 dólares, ¿sabes? Cada Tanque es como una especie de carpa gigante, una construcción muy básica, sin aislación y que apenas cuenta con los servicios básicos.
»Lo peor es el trato, lejos. Las condiciones son infrahumanas. Separan a hombres de mujeres, y a las mujeres y hombres de los niños. La división es en tres colores de prendas. En el tanque 3 estábamos las con trajes verdes, las mujeres que están ahí por intentar ingresar ilegalmente al país. En el tanque 2, las de los trajes azules, que son las criminales, y finalmente los trajes anaranjados en el tanque 1, que son delincuentes de poca monta. Para comer siempre habían horarios por colores. Son cárceles en el medio del desierto, en el medio de la nada.
»Había más o menos sesenta mujeres por carpa. Las personas tenían solo acceso a una prenda de ropa íntima, que había sido usada por otras personas antes. La gran mayoría de las personas que vi ahí no hablaban inglés, algunas ni siquiera hablaban español. Eran personas muchas veces iletradas. Personas de las cuales era más fácil abusar, pues no conocen sus derechos. Personas más susceptibles a caer en estas redes. Los guardias de los tanques eran mujeres, no habían hombres, y la mayoría eran lesbianas.
—¿Pudiste comentar tu travesía por el desierto con alguien en Los Tanques?
—No, pues en Los Tanques está prohibido todo tipo de socialización. Lo único que está permitido es hablar con otros de Dios. Hablar de asuntos cristianos era todo lo que hacíamos. Comentar otras cosas estaba estrictamente prohibido. No te dejaban tener contacto con las compañeras allá y cuando estabas muy cerca de alguna persona te golpeaban con una vara. Ahí nos tocaba alejarnos. Pensé que me tendrían ahí seis meses como mínimo.
»Y pobre de las presas más rebeldes. Las obligaban a pasar a Los Tanques oscuros, unos sótanos sin luz en los que podían pasar tres, hasta cuatro días sin salir. Todo ese lugar es un lugar inhumano y el mundo parece pasar de largo. No le parece importar. Tal vez hay gente que no cree que Los Tanques son reales, pero lo son.
»Luisa, una amiga que hice allá, me comentó de la posibilidad de hacer llamadas telefónicas. Se requería de un código para poder llamar, pero la gran mayoría de las veces los códigos que adquirías o que te regalaban eran sencillamente falsos o inservibles. Aun así, lo intentaba con la esperanza de algún día lograr hablar con mis hijos en casa y contarles que su mamá estaba aún con vida. Así lo intentaba todos los días, hasta unos días antes de Nochebuena. Ahí Luisa me comenta a la salida del almuerzo: Salomé, hoy intenta llamar con mi código. Está por vencer, pero aún es válido. ¿Qué pasa si logras que te contesten?
»Me puse a hacer fila pacientemente, pero sin muchas esperanzas, como siempre. Al cabo de unos tonos me di cuenta que la llamada logró pasar. Para mi mayor sorpresa, me contestó mi hijo desde su celular. ¡Mamita, mamita, está viva! Sí, papito, y grité de tal forma que todas las personas se dieron cuenta de que era esperanza para mí. Dígales a sus hermanitos que estoy bien. Dígales que estoy viva. Mami, nosotros estábamos justo haciendo unos papeles aquí, en el consulado, para que te busquen. Vamos a pedir que te traigan lo antes posible, me dijo, y luego la llamada se cortó porque el tiempo ya había pasado.
—¿Te acuerdas de tu último día allá?
—Sí, claro, fue unos pocos días después de la llamada. Me levanté a las seis de la mañana. Esa era la hora para todas de levantarse. A las nueve de la mañana había desayuno en un comedor comunitario grande. Primero salían las verdes, luego las azules y finalmente las anaranjadas. El menú ese día, como todos los anteriores, incluía un vaso de jugo en polvo, un pan sin nada y un bol de avena con agua. Todo muy insípido. Después del desayuno tocaba ir a la ducha comunitaria. No obstante, me dejaron un aviso que decía que me iría a Colombia.
»Por supuesto que no me creí nada de lo que me decían. Ya había aprendido a dudar de todo. Fue recién en la tarde de ese día cuando advertí que mi nombre ya no estaba pegado en la reja junto al de las demás. Lo tomé como una señal y al rato me hicieron devolver el traje. Me subieron engrillada a un bus de color blanco y negro. Íbamos recogiendo más presas de otros tanques y cárceles del condado, nos dijeron que pasaríamos dos noches en la cárcel grande de Arizona. La tercera noche ya me estaba embarcando en un vuelo humanitario.
—¿Fue un vuelo directo de Arizona a Bogotá?
—Yo ni me fijé en el itinerario. Lo que yo hacía todas esas horas fue llorar. Llorar y llorar. Sin parar. Sentí mucha frustración de no haber podido lograr mi sueño. Todo lo malo sucedido en esas semanas opacó cualquier alegría de estar de vuelta con vida. Muchas personas me regañaron por hacer lo que hice. Hasta el día de hoy lo hacen, pero no mis hijos. Ellos nunca me han dicho nada al respecto, porque solo ellos saben lo sacrificada que era para mí la vida antes.
—¿Ellos te ayudaron a volver entonces?
—Claro. Ellos le avisaron al consulado que hicieran contacto conmigo, que estaba bien en los Tanques de Arizona y que debía volver en un vuelo humanitario.
—¿Entonces son ellos los que te avisaron que te ibas?
—No, fueron los guardias de los Tanques. Me dijeron muchas cosas diferentes, y entre ellas muchas mentiras. En el fondo se burlan de la ilusión de las personas. Pienso que todo es una mafia. Todas las organizaciones involucradas forman parte de una mafia en la que se trata solo de dinero. Cada persona que viaja va dejando dinero. Todas las organizaciones se alimentan de este tráfico. Todas, sin excepción. Nada de esto es personal, me decían. Quédese para ver cómo sale el juicio. En una de esas, gana. Pero no se puede ganar. Sin importar cómo lo gires, las personas que cruzan son abusadas y expuestas a tratos denigrantes y vejatorios. Cuando sale uno, llegan cinco. Es un ciclo infernal.
El viento agrupaba las hojas enfrente de nosotros. Las personas pasaban más seguido ahora que se acercaba la hora del fin de la jornada laboral en Berlín. Me quedé ensimismado con la mente revoloteando. Todos sabemos que eso existe, pero creemos tal vez que es algo más bien lejano. Lejano con respecto a la realidad de cada uno.
—¿Y ese fue el fin? —pregunté algo vacío.
—Fue el fin del sueño americano. Se derrumbó absolutamente. Me juré no volver nunca más, pero quién sabe.
Más adelante cuando buscaba trabajo en Colombia, Salomé consiguió una oferta legal para trabajar en Alemania. Ella lo pensó mucho esa vez, pero aceptó. Quería terminar de pagarle los estudios a sus hijos. Y aceptó sin saber nada de alemán ni de Alemania.
»En Berlín las cosas se complicaron cuando, después de cinco años, se terminaba mi contrato y me avisaron que me despedirían. No tenía papeles, por lo que me debía devolver a Colombia. Pero como tú seguramente te lo imaginas, no quería irme porque me había logrado adecuar a la vida en Alemania. Había logrado mantener un estilo de vida económicamente estable y podía enviar dinero a mis hijos. No quería que nada de eso terminara. Por ello, empecé a buscar ayuda poco fiable.
—No entiendo…
—Verás, que una chica inmigrante me propuso casarse conmigo a cambio de dinero y la posibilidad de darme la visa por matrimonio. En la angustia me vi tentada y acepté. Me quería quedar aquí. En mi temor por ser deportada nuevamente, confié y pagué dinero a esa mujer para darme cuenta que había sido engañada. A la chica no la volví a ver más. No me contesta el teléfono. Creo que me ha bloqueado ya.
»Fue en esos tiempos extraños que conocí a mi pareja actual. Un hombre alemán que me respeta y me admira. Hemos pensado en casarnos, también por el asunto de la visa —dijo entre risas.
—¿Por qué ríes? —pregunté intrigado.
—Porque ahora para casarme con mi pareja actual y obtener la visa, debo divorciarme de la chica que me estafó, y para hacer eso debo sin duda contratar a un buen abogado que me ayude a liberarme del embrollo, ¿ya entiendes? Me costará dinero nuevamente.
—Lo dices tan tranquila…
Salomé permaneció en silencio unos momentos.
—Porque es solamente mi problema. Ni el futuro, ni los estudios de mis hijos dependen de que me vaya bien. Me tranquiliza que mis hijos ya estén bien. Ya les pude dar un futuro y tal vez pronto me vengan a ver.
—Ya no necesitas estar tan pendiente.
—Bueno, pues ya están grandes. Ambos se están pagando su vida, sus estudios. Podríamos decir que aquello que realmente salí a buscar, ya lo conseguí. Eso me da confianza para mi futuro a pesar de todo. Ahora el hecho de estar indocumentada aquí, trabajar en lo que pueda conseguir, son solo mis problemas. Nadie más depende de mí aquí. Si me deportan no hay dos personas que se quedarán sin estudiar, ¿ya me entiendes? —y empezó a empacar sus pertenencias y a prepararse para irse.
El viento mecía las hojas que se mezclaban con la basura y Salomé se alejaba por la calle hacia los edificios contiguos. Me quedé sentado mirando las hojas arremolinarse en los rincones. Sentí que algo había cambiado en mí durante estas tardes de verano. Berlín era como sus historias, inesperada e impredecible, pensé, mientras el desierto pasaba frente a mis ojos otra vez. Esta es la historia que Salomé quiere contar, me dije y me puse de pie.