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Sebas-10
"Tenía esa deuda con algo que lo encarnó Berlín"

TEXTO: MÓNICA HINRICHSEN
FOTOS: VIOLETA LEIVA

Octubre de 2019

Sebastián Díaz Rovano (Santiago de Chile, 1978) tiene ojos chinitos y una risa fácil. Es un hombre enérgico y seguro de sí mismo y, sin embargo, lo que más destaca de su personalidad es su capacidad de deslumbrarse de inmediato como un hombre apasionado con lo que le interesa.

Nos encontramos en su departamento en el cuarto piso de un edificio antiguo cerca de Ostkreuz, donde vive con su compañero de piso alemán desde poco después de llegar a la ciudad en 2016. No es la primera vez que nos vemos, pero sí la primera vez que lo entrevisto. Nos sentamos en su cocina a “hacer una previa”, mientras prepara un jugo de piña, espinaca, jengibre, maca y un infaltable pancito con palta, parte del ritual de casi todo chileno. De ahí pasamos a su pieza alargada y angosta, cargada de acuarelas en marcos blancos sobre las paredes de uno y otro lado. Junto a la ventana que da a la calle hay un escritorio y una repisa; en el centro de la pieza, la cama con su cabezal de hierros blancos retorcidos, la verdadera protagonista. Ahí nos acomodamos. Tengo que reconocer que es mi primera entrevista sentada en una cama ajena y que estoy cómoda.

La cama, además, tiene historia. Fue el objeto principal en su performance The Power to Sleep (2017), una obra donde Sebastián interactuaba con el público y que surgió en un momento agitado en su vida reciente, esta etapa en la que también las acuarelas y los motivos eróticos han ganado terreno. Las razones de unas obras y otras son diferentes y de esos hilos delicados, al igual que de los hilos delicados de la vida, hablamos casi toda la mañana.

Antes de arrancar, a modo de presentación, puedo decir que Sebastián Díaz Rovano es arquitecto, diseñador de iluminación y artista, tiene un posgrado en Dirección y Producción de Cine y un magíster en Antropología Visual. También practica sistemáticamente artes marciales. Es, sin duda, un hombre inquieto y comprometido con su vida, intenso. Llegó a Berlín para seguir un llamado al arte, una deuda que tenía consigo mismo. Tras poco tiempo en la capital alemana, una crisis de salud le hizo reevaluar cómo quería vivir y, otra vez, se sacudió de encima el trabajo estable. Para venir desde Chile, ya había dejado el cargo de profesor de Iluminación I y II en la Universidad del Desarrollo y una carrera prometedora como diseñador de iluminación, con proyectos emblemáticos, como el Teatro del Lago Frutillar y el Parque Forestal Santiago, que realizó junto a Limarí Lighting Design, junto a otra cantidad de proyectos que llevó a cabo de forma independiente, como la Casa Chamisero, la Sala Imaginería del Museo Regional Rancagua o el Departamento Forestal. En la actualidad, reparte el tiempo entre su trabajo artístico, los encuentros con el colectivo Reflektor y su trabajo en el Museo Judío como host.

A mí entender, siempre has estado vinculado al arte.

Yo siempre he pintado. Creo que ha habido hitos, pero en algún momento cuando entré a la universidad entendí la seriedad y complejidad del arte. Estudié arquitectura, yo soy parte de la llamada generación del miedo y en mi familia decían “Arte no, por favor”. Mi mamá estudió en el Museo de Bellas Artes de Santiago, un museo que cerraron en la dictadura y del que desaparecieron personas. Eso, sumado al carácter de mi viejo, que decía “Qué lindo como dibuja, pero es inviable”. Entonces el arte para mí era como un hobby. Siempre estuvo presente, pero también negado. Cuando estudié arquitectura encontré que se acercaba al arte. Me pasó mucho en la vida estar rodeando el arte. Pintaba, hacía cosas y tenía la conciencia de que era algo súper consistente y que tenía un llamado a tomarlo más en serio.

Berlín se me ocurrió para experimentar esta forma. La decisión de venirme aquí fue divertida, la tomé visitando a una prima en Nueva York, miles de museos, alucinante ciudad. Pero me dije “Me voy a Berlín”. Fue la pieza que me faltaba para entender. Tal vez culturalmente nosotros, los chilenos, tengamos más influencia de los gringos, pero Nueva York no me era novedosa. Eran más oportunidades, más colores, por decirlo de una forma, pero no me era exótica. Y Berlín sí lo era, de una manera sociocultural. Yo viví antes en Italia y fue alucinante. Pero también, cuando terminé ese ciclo, concluí que esa sociedad se parecía a la chilena, con la familia, la cosa latina… Tenía esa deuda con algo que lo encarnó Berlín. En mi primer viaje a la capital alemana en 2011 me quedé con un amigo artista chileno que me mostró una serie de galerías pequeñas, ya ni recuerdo dónde están. Eran departamentos, tocabas un timbre y llegabas a un lugar en un tercer piso. Me interesó esa mezcla de espíritu colaborativo que hay acá y que tiene un doble filo. Por un lado, está lleno de artistas y todos pueden ser artistas; por otro lado, te puedes perder en eso. No está ese rasgo competitivo que tal vez otras personas necesitan.

¿Qué es lo exótico para ti?

Exótico es lo otro, hay una alteridad. Muchas veces se malentiende con esa mirada romántica clásica sobre las tribus de África. Pero lo exótico es “lo distinto a”. En este caso, lo alemán, aunque no todo. Berlín también me ponía a mí fuera de una zona de confort, lo que me obligaba a tratar de revelar el misterio, era como un extraterrestre.

“No escuchaban ni música en el trabajo. El ambiente era súper ordenado y yo estaba nervioso.”

Cuando te viniste a radicar, ¿ya tenías trabajo?

Yo llegué sin nada. Tenía este amigo que me dijo “No, si acá te vienes y te pones a trabajar con un artista famoso. Mira yo gano…”, y me hizo un pronóstico muy optimista que nunca resultó. Me dijo que lo contactara, que trabajaba en Suiza, era todo muy perfecto y yo también pequé de ingenuo, de poner todas las fichas en eso. Entendí un poco antes de venirme que era probable que no resultara, pero yo ya estaba lanzado en venirme. Yo tenía una buena vida en Chile, estable, funcionaba bien, trabajaba poco, pero vivía bien.

Me llama la atención tu sentido del yo que necesita ser manifestado. Por ejemplo, eres arquitecto, después estudiaste antropología visual, después estuviste haciendo clases, además tienes muchos proyectos de iluminación importantes en Chile…

Sí, hay diversidad, yo soy un observante. De niño tuve inculcado esto de observa mucho antes de actuar. Eso se transformó en un “yo quiero expresar”. Tengo mucho que decir. Y hay un diálogo permanente con mi ego: quién soy, qué es lo que necesito, cuál es mi necesidad del otro… En mi caso, es un artista bien clásico el que quiere encontrarse y reflejarse. A diferencia del que trabaja siempre en colectivo y, de alguna manera, anónimo. Yo no soy ese anónimo. O sea, me gusta la idea del anónimo también, tampoco es que quiera a toda costa figurar…

Tal vez tiene que ver con que soy el hermano mayor y cumplí un montón de expectativas. Era un buen alumno, después entré a estudiar arquitectura en la Universidad de Chile. O sea, todo muy correcto y aceptado. Venirme para acá es un poco hacer lo que quiero, sin tampoco tenerlo tan claro. Entonces ahí está esta vuelta sobre sí mismo todo el rato, algo que pasa mucho estando en otro lugar.

Lo que la gente aprecia de Berlín es la libertad, y no sólo que Berlín tiene ciertas condiciones. La gente sale de su lugar y va a otro a lidiar con un montón de cosas. En mi caso, estaba acostumbrado a tener una reacción frente a las cosas por oposición, pero ¿qué pasa cuando estás en un contexto donde no tienes ningún tipo de restricción? Es como los niños en un colegio que está lleno de límites y reglas y les dicen “Pinta lo que quieras”. Eso mismo me pasa en cierta medida en Berlín y ahí está la vuelta sobre qué es lo que quiero, quién soy.

¿Cuál es tu búsqueda y cuál es tu encuentro acá?

Yo tenía una idea de una estabilidad artística, de producir, de mostrar en una galería, de intercambiar con gente… Acá me pasa muy a menudo de sentirme perdido. Las elecciones de dejar un trabajo para dedicarme a crear… Preguntarme si estoy creando lo suficiente que se supone… A cada rato dudo, la duda es útil en la medida en que hay acción. Pero si estuviera en un contexto de metas concretas, no estaría satisfaciendo esta búsqueda de sacar lo más espontáneo de mi creatividad.

Me sucede mucho con los dibujos. Por ejemplo, con la acuarela. No tengo mucho espacio aquí para pintar óleo, entonces he pintado mucho más con esta técnica y se ha ido desarrollando. Hay ciertos dibujos que me gustan; por ejemplo, toda esa parte erótica. Sin embargo, también dentro de esa gama, hay cosas que son más fáciles (en el sentido de que son más comerciales), como unas tetas lindas. Todos van a decir “me gusta”, eso es muy evidente. Pero ahí, en mi búsqueda, hay una parte intermedia donde empiezo a tratar de desarrollar o veo cosas que me interesan y que son más profundas.

¿Cómo sobrevives en Berlín? Llegas a Berlín, el trabajo prometido no funciona, ¿qué haces?

Claro, primero busco casa, me doy cuenta de la realidad, de lo difícil que es encontrar casa aquí.  Encuentro este lugar en el que estoy hace más de dos años. Todo bien con mi compañero de piso. ¿Qué hago? Le pregunto a mis amigos cómo lo hacen y me contestan “limpiando casas”, etcétera. Me abro a todas las posibilidades, pero también me arriesgo con lo que tengo más experiencia, que es la iluminación. Entonces arreglo un currículo en inglés y lo mando una mañana y me respondieron de inmediato de esta oficina, Kardorff Ingenieure Lichtplanung. Es una oficina bien top en Charlottenburg. Fui a la entrevista sin mucha fe, no hablaba alemán y mi inglés no es el mejor. Llegué a esta entrevista con dos personas, nuevo estilo para mí, súper serio y estructurado, bien alemán. Duró tres horas. Me hicieron dibujar… Al final les mostré una página que tengo de proyectos de iluminación y eso los convenció. Era tan poco lo que estaba preparado para este proceso que ni siquiera sabía cuánto cobrar y tuve que improvisar en el momento. Tuve el tino de tirarme alto en el pago, después me bajaron un poco. Después de cuatro meses de vivir en Berlín, estaba yendo a una oficina bien posicionada, bien pagado y con contrato. Me estresé mucho. No entendía nada, no escuchaban ni música en el trabajo. El ambiente era súper ordenado y yo estaba nervioso, hasta me salió caspa. También empecé a sentir de a poco ese llamado interno de que yo había venido a algo y estaba yendo para otro lado.

Cuando llevaba tres meses en el trabajo tuve un problema de salud, me dio un cáncer. Me operaron y todo salió bien. Pero todo eso junto fue como “¡Mierda!, ¿dónde estoy?, ¿qué estoy haciendo de nuevo con mi vida?”. Para mi familia y para todo el mundo, yo estaba en la cima, trabajando para los mejores iluminadores del mundo. Pero no era así. Yo igual no me arrepiento de haber pasado por ahí.

También estaba esta cosa de lo que yo quería huir, lo de cumplir expectativas. Era un desarrollo profesional lineal que resultaba funcional al sistema. Y me interesaba, pero la forma en que funcionaba esta oficina era súper plana. No tenía la libertad creativa que tenía en Chile, y llevaba ya doce años trabajando en eso. Tampoco aprendí tantas cosas nuevas, aprendí más cosas culturales que técnicas. Además, desaprovechaban: yo soy arquitecto, pero también estudié cine y antropología, y en la página web de la empresa ellos ponían arquitecto. “¿Por qué no ponen mis otras carreras?”, les preguntaba. Pero ellos decían que no tenía nada que ver. Yo replicaba DOCH, yo pensaba que podría usarse como diferenciador.

¿Cómo describes ese trinomio arquitectura, cine y antropología?

Me gustó mucho estudiar arquitectura, era un niño —ríe—. Yo no tenía como objetivo final construir, igual me decía “para allá voy”. Arquitectura es una carrera que mezcla muchas cosas y lo encuentro alucinante. Después de años de estudiante me empecé a volver bien crítico. Porque hay una arrogancia tremenda, ocupan un montón de disciplinas, pero no dialogan con otra gente que está trabajando en los mismos temas y que saben más de ciertos tópicos.

Luego me fui a Bologna, Italia. Tenía un primo que vivía allá y me decía que fuera. Ahí estudié un curso de posgrado en Dirección y Producción Cinematográfica. El cine conceptualmente tiene mucho en común con la arquitectura, o sea, el tiempo en el espacio.

De ahí volví a Chile y encontré la iluminación arquitectónica. Me quería independizar, salir de la casa de mi mamá, me sentía ahogado después de los dos años solo en Italia. Buscando trabajo me dieron el dato de un francés, Pascal Chautard, que hacía iluminación. Fue como cine y arquitectura, yo no tenía idea de iluminación, aprendí ahí haciendo. Considero que esa oficina [Limarí Lighting Design] es la mejor de Chile. Claro, en Alemania mi trabajo era producción y conseguir ingresos, y en este otro lado, era un francés malas pulgas que rechazaba proyectos porque no le gustaban y se embarcaba en otros proyectos complejos porque le resultaban alucinantes, aunque no hubiera mucho dinero de por medio. Eso fue una buena escuela. Aprendí mucho.

En esa época, tuve mi casita con mis cosas, fue una época rica de adultez. Seguía pintando y también conocí a una mujer que fue mi novia, que es antropóloga chilena-alemana, cosas de la vida… Entonces la antropología fue un gran descubrimiento para mí. Hice un magíster, era un lugar nuevo que tenía cosas intelectuales, filosóficas, arquitectura… La antropología busca estudiar las culturas, pero en el fondo es estudiar al otro y ahí está lo exótico. Toda pregunta política o social, pasada por el filtro de la antropología, para mí cobró mucha más consistencia porque la antropología decía —respira y titubea— quiénes somos nosotros. Es una forma súper potente de comprender la realidad. La sociología estudia las regularidades en las sociedades, o sea, cosas que se pueden repetir o encontrarse dentro de la estructura. La antropología hace un ejercicio opuesto, encuentra las singularidades, o sea, qué es lo único en este grupo. Lo único, lo singular, fue para mí una herramienta súper potente y que también puedo usar en el arte.

Ahora es súper entretenido el cruce de esas cosas. Por ejemplo, era mi caso, el cine y la antropología visual se mezclaron con la pintura. Trato de separar lo lindo de lo que está pasando en el dibujo o en la pintura como problema en sí, como otra cosa. También me enfrenté a la pregunta de si una imagen, dibujo o pintura es o debe ser realmente una representación o puede ser la cosa en sí. Eso desde lo conceptual era interesante. Yo hice mi tesis sobre la imagen fotográfica de los difuntos en sus tumbas y la relación que tenían con sus deudores. Por un lado, había una representación, pero pasaban además otras cosas, la imagen se enviste de un sentido, de una manera de fetiche, no es una traducción ni duplicación del significado. Esa forma de abordar, esas herramientas que me da la antropología desde lo filosófico para mí era como atar cabos.

¿Cómo te defines ahora tras tantas pulsiones y recorridos?

Hace cinco años nunca me hubiera imaginado presentarme como artista. A veces digo “Ich bin ein Kunstler”. Un eco de lo que me pasaba antes —toma aire—, yo venía por fuera, no había estudiado arte y pensaba que era súper pretencioso, era como decir “soy filósofo”. Después me di cuenta de que, si no decía “soy artista”, también me estaba negando esa posibilidad. A veces una manera más fácil de evitar ese atolladero es decir “me gusta tal cosa”. Eso tiene que ver con un descubrimiento tardío de Judith Butler y la idea de cómo funciona la identidad. Por eso, digo, el decir “artista” lo he abordado de distintas maneras. De repente es ser irónico con uno mismo, y me gusta jugar con esto de puro juguetón.

“Hay esta vuelta sobre sí mismo todo el rato, algo que pasa mucho estando en otro lugar.”

O sea, el proceso migratorio ha sido ocupado para convertirse en un otro. ¿Qué significó la enfermedad?

La enfermedad fue de nuevo un remezón para despertarme, como cachetazos de la vida. Estaba empezando a armar mi vida de la forma tradicional, y también se mezcló con un amor que conocí justo después de mi operación. Todo cuajó en un momento y me compré además un juego de luces increíble. Tenía muchas ideas para hacer cosas con luz, tener mi espacio, la chica artista con la que estaba tenía un taller. Y después la historia romántica no funcionó, fue un desastre, y vino un aprendizaje bien concreto de cómo lo hago, de mí mismo, cómo poner límites…

Fue importante también porque, en el momento que estaba bajón, se me ocurrió la idea de la performance que he hecho en Berlín que se llama The Power to Sleep. Fue súper concreto, pocas veces he transformado un sentimiento feo en un sentimiento lindo. Una cosa resiliente, que suena como cliché, pero en ese momento me enamoré de la idea y empecé a producirla. Me compré esta cama para eso. Compré las sábanas blancas para la proyección sobre la cama y empecé a vivir todas esas cosas paralelamente emocionales de preparar la cama, mi cama, con esta delicadeza y todo lo que tenía que estar impeque. Era también renovarme, un autocuidado que fue una cosa linda. Cada detalle tuvo mucho sentido y fue muy sanador.

La performance tenía luz y proyección. Eran muchos elementos juntos. La cama, yo durmiendo y tapado con una sábana, la proyección sobre la sábana de lo que captaba una cámara en la entrada de la galería… Cuando la gente entraba, se veía así misma proyectada sobre la cama, desde sus espaldas, sobre mí, que estaba acostado. Ahí pasaban cosas. Había una situación muy onírica en la atmósfera.  Yo dormí poco, en general, pero veía gente en un pedacito de mi cama y era como estar soñando. Tenía todo el rollo de volcar la intimidad al público y desafiar la realidad. Me inspiró una frase de Levinas que dice “La conciencia es el poder de dormir” y significa que la conciencia está en la posibilidad de abandonar la conciencia misma.

Este proyecto, la desilusión amorosa y este estancamiento vital te impulsaron a dejar el trabajo. 

Desde que entré, sabía que este trabajo no iba a ser largo. Pero después me di cuenta de que iba a ser más corto aún, que no iba a resistir mucho. Decidí renunciar a final de ese año, también pensando que quería ir a Chile. No los había visto después de la operación y fue una época súper intensa. También quería lanzar mi libro autobiográfico en Chile, que se llama El poder de dormir. Y quería trabajar menos horas. Eso le dije a mi jefe, pero no llegamos a acuerdo. Volví en 2018 y cobré el seguro de cesantía.

O sea, vuelves como Fénix, desde las cenizas, vienes más curtido, ya sabes cómo se mueve más menos Berlín y con los ahorros del último trabajo a jugártela.

Volví con pilas y de nuevo me di cuenta de que no era tan fácil. Volví a pensar en de qué vivir. Claro, como la primera vez encontré trabajo muy rápido, pensé que iba a ser igual. Pero no lo fue. Me ha costado, pero cuando volví me invitaron unos amigos alemanes a un colectivo artístico que se llama Reflektor, en Neukölln. Nos juntábamos, se ponía un tema y así surgió la conversación sobre el Tiempo, el tema Zeit.

¿Fue tu primera incursión desde tu isla solitaria y trabajar formalmente en un grupo?

Sí, y en un grupo alemán, muy orgánico y bien armado. Funciona distinto a lo que yo conocía en Chile. Es súper heterogéneo, artistas con distintos backgrounds, una científica, un vecino… Con un espíritu juguetón entretenido, y encarna mucho lo que yo intuía que era Berlín desde mi primera visita: colaboración, pero libre, sin arrogancia. Y además pasa que me escuchan. Gran parte fue por Mathias, el coordinador, porque me dio el empujón. Yo hablaba pésimo alemán y él me ayudaba, me explicaba, una paciencia admirable para repetir de nuevo en alemán. Hice la primera exposición y una primera presentación al grupo bien filosófica sobre el tiempo según Heidegger y Nietzsche y a varios del grupo les gustó. Entonces empecé a tener un carácter específico en el grupo, independiente, aunque hasta el día de hoy me sigue costando la conversa. Para la primera exposición se me ocurrió la idea del hielo, un cubo de hielo con un anillo adentro, y utilicé las luces que había comprado, se veía hermoso el montaje. Eso también hizo que el grupo me aceptara.

Tú vas encontrando tu voz y tu espacio en un colectivo artístico alemán.

Es difícil eso de la “alemanitud” versus a lo latino. Nosotros somos más como de entrar y hagamos un asado —vuelve a reír—. Siento que con lo del alemán al principio puede ser duro y árido e incluso impenetrable: no te consideran. Pero una vez que abres ese espacio ya no hay duda en esa confianza. No hay dobleces como en lo latino que pasa ese “somos amigos, después si te veo, no me acuerdo”. Ahora, no es todo calidez, con algunos me encuentro más y con otros choco, y los conozco más ahora. El grupo fluctúa entre ocho y dieciocho personas. Con Reflektor hace poco formamos una Verein —una asociación—.  Yo soy el más externo para ellos. Tenemos un papelógrafo y de repente se abordan unas discusiones y yo me digo para mí “Pero esto es súper distinto, qué divertido”.

Funciona bien y me encanta esa alemanitud, anda todo como relojito generalmente. A mí me sirve porque tengo un lado neura, me encanta que uno dice “vamos a hacer tal cosa” y sea eso.  Me gusta eso, me da estabilidad.

Analizando tus obras y tus acuarelas están tus seres, hay algunos súper ingenuos, casi bucólicos, y otros más sexualizados. ¿Cuáles son tus referentes?

En general, copio algo. En el pasado dibujaba a mis novias. Hoy más que nada es una mezcla de referentes externos. Tomo una imagen y la cambio, puede ser de internet, de páginas porno, por ejemplo. Ahora pasa lo que dices, yo creo ser de las dos formas. Por un lado, muy sexual y disfruto eso en Berlín, lo he aceptado. Antes era más secreto o me daba vergüenza ser tan caliente y mostrar mi cabeza. El año pasado empecé a pintar más cosas así. Una conocida holandesa abrió un sex shop en Amsterdam y puso un aviso en Facebook: “artistas que tengan cosas eróticas, por favor, los necesito”. Yo dije igual puede ser y congeniamos y empecé a pintar aún más cosas, más cochinas —se ríe—. Fue un placer, qué rico pintar esto y que me lo pidan, como un llamado “más caliente, venga, venga”. Fue entretenido. Automáticamente te das cuenta de que tiene un público inmediato, porque es como un arte comercial, es fácil, al público que le gusta es como uno mismo. Luego me fui dando vuelta, porque no es lo que más llena creativamente. No me encuentro abordando problemas muy complejos.

¿Qué pasa con ese intermedio del que hablas cuando no es comercial, no es explícito? ¿Quizás esa es tu voz?

En uno de mis dibujos hay una niña que mira hacia arriba a alguien que le toma la cara con la mano izquierda. Ese dibujo, para mí, es súper interesante porque surge de esta problemática. Me puse a ver pornos —se ríe fuerte—. Esa niña sale en un video. Yo estaba buscando cuáles son los códigos que funcionan en este género y en la crítica al porno masculino, patriarcal y la sumisión. Toda esta ficción y las relaciones que se pueden intuir, que no son tan evidentes pero que están ahí, o que el director de fotografía tiene clarísimo, ya que ve que estos gestos son claves. Y en este caso, era una niña linda y guapa y está en unos videos de porno duro.

Yo bajé ese video y lo empecé a mirar y a recorrerlo cuadro por cuadro, buscando ese gesto, y encontré esa cara de ella. Lo que me gusta de esa expresión es que tiene algo casi angelical, de redención total, y esa luz, como sagrada, santa, pero en un contexto que viene del porno: el tipo le había acabado en la cara. Sin embargo, tiene esta cosa. La gente opina de esta acuarela que es la pureza encarnada. Tiene esa dualidad y el no poder entender las relaciones que ocurren tras ese guion. Cosas como ésta me hacen reflexionar en esta búsqueda en el porno, ¿qué es lo que despierta en las personas esta imagen? De hecho, en esa imagen total está desnuda, con tetas grandes, pero si haces un zoom sólo de la cara y la mano de él, es una imagen en sí súper potente que se puede descontextualizar de lo otro. Hay personas que pueden ver lo que hay, pero no se imaginan jamás de dónde proviene. Tengo un comentario de una mujer de Chile en Instagram que me dice “qué linda esta imagen y todo lo que transmite y la pureza” y firma X sicóloga, como legitimando su lectura. No se trata de que esto era una broma, lo interesante aquí es que pueden ser las dos cosas.

¿Y ahora?

No es tan fácil como uno cree. No todo el porno tiene este tipo de situaciones. Empecé a ver más, pero está lo más evidente y concreto. Esa mujer tiene eso casi indescriptible, me dio ganas de seguirla y encontré que viene de República Checa.

Acá se encuentran los proyectos de iluminación de Sebastián Díaz Rovano. Su trabajo artístico se puede ver en esta web

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