TEXTO: JORGE RUIZ
FOTOS: LAURA BRAUN
Junio de 2023
«Sentí que era como una señal, de la vida, del destino, de que ya se acabó. Lo siento dentro de mí, que es momento de irme, de ver otra cosa. Mi plan inicial era quedarme hasta que me dieran la ciudadanía. Dije me quedo, me quedo, me quedo. Pero lo estaba haciendo en contra de mi voluntad.» La noticia me tomó por sorpresa cuando avanzábamos hacia un puesto de donuts de la calle Danziger. Se suponía que debíamos hablar de su vida, de sus planes en Berlín. Lo que para mí representaba un comienzo, para ella era un final, el cierre de un capítulo.
Mientras esperábamos la luz verde en el semáforo peatonal, me hice la nota mental de buscar estadísticas sobre las dinámicas de población en esta ciudad. «Aquí o te encuentras o te pierdes», decía Germán Restrepo Lucena, nuestro librero colombiano en Berlín. O te marchas, agregaría yo. Berlín parece un gran aeropuerto, donde el comienzo también puede representar el final.
Es una dinámica que involucra a decenas de miles de personas y que sentimos considerablemente quienes vivimos en la ciudad. Según el Departamento de Estadística Berlín-Brandenburg, de las 166 mil personas que llegaron con la intención de quedarse en 2021, 99 mil eran extranjeras; mientras que 150 mil la abandonaron y 66 mil de ellos eran foráneos. Aparte se cuentan los visitantes, los turistas que se quedan a vivir, quienes están registrados en otra ciudad y aquellos que no pueden hacerlo.
«Era por un papel. Me estoy quedando por un papel, pero sé que no soy feliz, que ya no… este no es mi lugar —explica Valentina—. Y después que terminé con mi novio dije bueno, ¿para dónde me quiero ir? Quiero ir a un lugar donde se hable inglés. Siempre he querido vivir en un país angloparlante. Empecé a aplicar para el Reino Unido, mandé muchas solicitudes. Estuve en la tercera fase de una entrevista, cerca de obtener el trabajo, y se esfumó. Ahí fue cuando tomé la decisión de irme a Estados Unidos. En febrero estuve dos meses, la pasé buenísimo y toda mi familia y mis amigos me preguntaban ¿cuándo te vienes? Hasta gente que no conocía me decía lo mismo. Y yo: no, porque vivo en Europa. Estaba cerrada. Estando allá, me di cuenta de que me hace mucha falta el sol, estar en un lugar más trópico, como donde nací.
»Aquí lo que me ataba ya no me ata: terminé la universidad, terminé con mi novio, mi trabajo lo puedo hacer desde allá hasta que se venza mi contrato y luego empiece como freelancer. Me di cuenta de eso y me pregunté a mí misma ¿te vendrías?, ¿por qué no? A probar, maybe dos años, y si no te gusta siempre te puedes devolver. No tiene que ser nada permanente.
Valentina Polanco nació en 1994 en Valencia, la de Venezuela, tercera ciudad del país, rodeada por montañas, con una plaza Bolívar y una réplica de la estatua de la libertad francesa. Se crio en Caracas hasta los catorce años y de ahí regresaron a Valencia. Tenía una hermana, a quien perdió junto a su madre en un accidente.
«El tema es que, claro, cuando tomas la decisión de me voy, tú piensas que es pa’ toda la vida. Ahorita lo estoy intentando ver como: mira, tengo veintiocho años, no tengo hijos, no estoy casada, ¿por qué no? Siempre puedo volver a Europa. ¿Que tengo que hacer el proceso de visado?, sí, pero por lo menos no estoy quedándome en contra de mi voluntad. Estoy triste, no estoy siendo yo, no estoy siendo feliz porque tengo que esperar por una ciudadanía que se puede tardar dos años más. El tiempo nadie me lo va a devolver.»
No ha sido el único detonante de su partida, pero Valentina ha puesto mucha energía y recursos para conseguir la ciudadanía alemana. Su estatus actual de Werkstudent (estudiante trabajador) no le permite aplicar y, por otro lado, si hoy estuviera en condiciones e iniciara el trámite, todavía podrían pasar hasta dos años para ver el resultado. El ayuntamiento de Berlín apenas resuelve un tercio de los pedidos que recibe. A mí se me viene a la mente el meme que circula en las redes de una calavera sentada en un parque de la ciudad esperando la cita con Extranjería.
La ventana de la tienda de donuts da justo a la Rykestrasse. Al fondo de la calle adoquinada se ve el gordo Hermann, como bautizaron los berlineses a la antigua torre de agua, una edificación de ladrillo cilíndrica que se erigió a fines del siglo XIX para proporcionar agua con la presión necesaria a las casas de este sector de Prenzlauer Berg. Ahora es un edificio de viviendas y parece que hay quienes se atreven a tocar los timbres para pedir a los inquilinos que les enseñen el lugar.
Cada primero de mayo, Valentina cumple un año en Berlín. Este es el número ocho, casi un tercio de su existencia ha vivido en la ciudad. Si los pasaportes contaran las estancias en lugar de los orígenes, los años entre los sellos de entradas y salidas, sería casi un tercio berlinesa. Pero eso no basta, ocho años no alcanzan para la ciudadanía.
El primero de mayo es un día mítico de manifestaciones en el que el resto de los estados alemanes suelen enviar a Berlín unidades policiales para contener eventuales estragos. «El día del trabajador. Me dijeron que la gente se cae a golpes en las estaciones de U-Bahn. Y yo: ¿será que voy a entrar en la pelea?, ¿qué va a pasar? Pero no pasó nada.» Tenía veinte años y era la primera vez que se iba tan lejos. Recuerda que al partir, su familia se despidió entre lágrimas, pero ella sintió felicidad al ver la ciudad encogerse a través del cristal.
«Mi ideal era vivir en Berlín siendo latina, con mi gente. O sea, con mi cultura.»
Lo de venir a Alemania fue una decisión que se concretó cuando visitó a un amigo en Bremen. «Él estaba en un campus de una universidad privada, con puros latinos: colombianos, ecuatorianos, venezolanos y también gringos.» ¿Como en una isla?, le digo. «Literal. Y yo: ¡ay, qué bello este paraíso!, la gente debe ser supersimpática, como en la universidad.» Reímos los dos.
«Yo estaba buscando opciones, me quería ir de Venezuela por la situación que se estaba poniendo un poco dura. Ya no me sentía segura. Una vez, regresando de la universidad, venía en el carro y me persiguieron. Escapé. No sé qué iba a pasar. Fue un shock. Ese mismo año [2014] secuestraron a mi tío, entraron a robar a mi casa. Fue mucha inseguridad y dije no quiero esto para mi vida, quiero otra cosa. Tomé la decisión de irme.»
Inicialmente llegó a Fráncfort, donde tuvo que permanecer los tres primeros meses. Una empleada de la embajada le había dicho que no aplicara a Berlín, que estaban rechazando las visas con ese destino. Con todo, la invadía una incansable felicidad, esa sensación que produce la migración cuando se sale voluntariamente, cuando las ruedas vibran sobre el asfalto. La sensación de aterrizar en un lugar desconocido, el cosquilleo que te hincha, la energía que transmiten los nuevos comienzos. «Estaba llena de muchas expectativas.»
Tantos mundos en un solo lugar
Una vez en Berlín, sintió que había llegado al lugar donde quería estar. «Y fue como, ¿sabes?, una palmadita en la espalda. ¡Lo hiciste!, ¡lo lograste! Porque siempre fue mi Norte. Y Fráncfort no fue malo, pero parecía The Walking Dead, puro muerto y puro zombi. ¿Has estado en Fráncfort?» Sí, respondo, me parece desabrida, es la capital financiera pero no pasa nada ahí, le digo. «No pasa nada. Ya llegar a Berlín fue otra cosa. He pensado que es muy multifacética. Tienes algo aquí tan histórico, tan espectacular y, de repente, tienes una cuestión toda hípster, grafiteada… tantos mundos en un solo lugar. A mí eso es lo que me fascina de Berlín. Y así la gente diga que es sucia. Ay, es parte de la belleza que tiene Berlín.»
En 2016 su familia también comenzó a irse del país, a Orlando, en Florida, aumentando las estadísticas de los venezolanos expatriados, esa mezcla de solicitantes de asilo, refugiados y emigrantes económicos. En diciembre de 2021, según la Agencia de Refugiados de la ONU, diariamente alrededor de mil personas dejaban Venezuela sin intención de volver, mientras que en 2023 los emigrados ya sobrepasaban los siete millones, casi dos Berlines en movimiento.
Los tíos y primos de Valentina fueron los primeros en marcharse. En su familia son «muuuchos», me explica. «Mi abuela tiene diez hermanos, mi mamá tiene dos. Los hermanos de mi abuela para mí son como tíos. Todos ellos lo decidieron como en el 2016, algo así. Se empezaron a ir, uno por uno. Primero se fue una tía con su familia, después siguieron los demás. Y se iban refugiando en la misma casa. Después iban migrando, cada quien tenía su casita. Poco a poco, se iban ayudando entre ellos. Llegaron a Orlando, eventualmente migraron a Miami, ahorita están en Orlando otra vez. Mis abuelos se fueron en el 2017. Trágico otra vez porque mi vida es una novela, Jorge. A mi abuelo le dio cáncer. Entonces dijeron en Venezuela ahorita no se puede, no hay tratamiento, vamos a llevarlo a Estados Unidos. Eso fue en septiembre u octubre de 2017. Lamentablemente mi abuelo falleció en diciembre. El cáncer se lo llevó superrápido y mi abuela se quedó allá [en Estados Unidos] con mis tíos. Mi abuelo era abogado, le iba bien, pero una vez que se enferma, decidieron irse.»
En Venezuela se quedó su padre de cincuenta y tres años. Él es diseñador gráfico, tiene su compañía y una imprenta. «Él dice que no quiere estar empezando de cero, otra vez. También es de padres inmigrantes. Por la dictadura de Uruguay, todos se fueron a Venezuela. Entonces dice ya yo viví esto, vi cómo mis papás salieron adelante, cómo empezaron de cero… No quiero esto, yo muero en Venezuela.» Para él Venezuela es su país, incluso perdió «el cantadito», ese acento del Sur-Sur que solamente se le escapa cuando se reúne con algunos familiares y amigos.
En estos ocho años en Berlín, Valentina no ha regresado a Venezuela, aunque sí ha visto a su padre en Florida. «Siento que no voy a volver a mi país. No es lo que dejé. Mis amigos ya no están allá. El único que queda es mi papá, y ni siquiera está viviendo en la casa donde yo viví. Entonces ya es como que voy a ir a un país nuevo. Tantas cosas han cambiado…»
En Berlín, el relleno verde viscoso de la dona distrae mi cerebro, el azúcar deseosa de liberar en mi cuerpo esa sensación dopamínica. Vuelvo sobre mis notas. ¿En todo este tiempo viviendo aquí qué ha cambiado?
«Fue el sitio donde quería estar por mucho tiempo. Hasta que se acabó: se terminó el amor, las ganas, empecé a sentir que no era mi lugar. No Berlín, sino Alemania. Sigo pensando que Berlín siempre va a ser mi hogar porque fueron ocho años de mi vida. Mis veinte. Crecí, me desarrollé como persona, me volví profesional y todo. Siempre será mi hogar, pero ya no matcheaba con la cultura, con los alemanes… Siempre hubo mucha resistencia de mi parte por, como decía mi ex novio, integrarme.»
Pienso que cada uno entiende eso de integrarse a su manera y le pregunto qué es lo que no le gustaba. «No era tanto lo que era para mí integrarme, sino más lo que era para él. Y yo sentía que tenía que abandonar una parte de mí.»
«Mi vida estaba bien, estaba tranquila, pero él sentía que yo no estaba lo suficientemente integrada, y con eso me refiero a tener más amigos alemanes, andar en bicicleta y hacer tours en bicicleta, hablar más alemán, estar más conectada con la cultura, entre muchas otras cosas. En sí, era un tema de personalidad.» También sentía que tenía que «ser muy ambiciosa porque la carrera lo es todo, porque aquí tienes que tener siempre un buen puesto, un buen salario. Yo no era así y sentía un poco el ataque por tener que hacer cosas que no me gustaban».
Valentina hace una pausa. Después retoma: «Mi vida ideal era vivir en Berlín siendo latina, con mi gente. O sea, con mi cultura, pero en Berlín. Y lamentándolo mucho, no es tan fácil. Son muchas cosas y yo soy como un pajarito que quiere volar, ver otras cosas, conocer…».
Fue una relación de siete años. Casi toda tu estancia, comento. «Literal.» Imagino que al principio fue de esas personas que te conectó con la ciudad, el país, ¿no? «Sí, fue bonito por eso, cien por ciento se agradece. Pero llega un momento en que tú dices: este fuego latino que yo tengo no me está cuadrando con esta cultura alemana aquí. No sentía que podía ser yo sin ser juzgada. Yo aprendí a hablar bajito, a estar tranquilita, a dejar mi fuego apagadito. Error, error, error. No lo recomiendo.»
«No era tanto lo que era para mí integrarme, sino más lo que era para él.»
»Yo soy una persona que si quiero algo, lo voy a hacer funcionar. Y creo que eso me pasó mucho en mi relación. Error. Siempre había una excusa de por qué no terminar. Llegó un momento en que me ofrecieron un trabajo pero no podía cambiar la visa y le dije: mira, vamos a casarnos, por los papeles simplemente, yo quiero los papeles para poder aceptar el trabajo. Y me dijo que no. “No, yo quiero que tú lo logres por tu cuenta, para que estés orgullosa de ti.” Ahí fue cuando dije ya.»
Hace unos meses que Valentina está quedándose con una amiga en Mitte. Terminar la relación fue para ella un alivio. «Sentía que, de aquí en adelante, todo lo que viene es bueno.»
EL ALEMÁN Y ANTON
«Basado en mis estudios filológicos, estoy convencido de que una persona inteligente puede aprender inglés en treinta horas, francés en treinta días y alemán en treinta años», escribía Mark Twain en su memorable ensayo «El horrible idioma alemán». Twain abogaba por una reforma de esta lengua de palabras superlargas, verbos separables y excepciones ad infinitum. Fue uno de los tantos que padecieron su aprendizaje y llegó a decir que «la vida es demasiado corta para aprender alemán». De nuevo se me viene a la cabeza el meme de la calavera esperando su cita, supongo que por la paciencia que hace falta.
En su camino a alcanzar la licenciatura en la Universidad Libre, el alemán fue para Valentina la piedra en el zapato. Después del tercer intento, logró aprobar el Test-DaF que necesitaba para ingresar a la universidad en Alemania.
Pero la siguiente etapa tampoco fue fácil. «Ya entro a la Universidad y el choque con el nivel de alemán fue muy duro porque fue como: no entiendo ni mierda de lo que me estás hablando. Empezando con (si estás viendo clases como literatura y lingüística) que te hablan los profesores como si son la mierda más high que existe en este mundo.»
Después de algunos ajustes en su plan de estudio, logró terminar filología hispánica, inglés e italiano. Y durante su vida universitaria encontró el trabajo que tiene hasta hoy.
«Finalmente me gradué, cinco años después. No había terminado la uni y conseguí mi trabajo en Anton, que es la aplicación. Eso fue en el 2020 y desde entonces… Yo no sabía lo que quería hacer, en qué quería trabajar. Decía profesora no soy, no me veo dándole clase a unos niños, pero me interesa el tema de la educación. Traductora tampoco me llamaba la atención… Estaba perdidísima. Hasta que llegó este trabajo y literalmente hago un poquito de todo: trabajo en educación pero no soy la profesora, sino desarrollo contenido educativo. De paso, me toca traducir. Me toca crear y me gusta mucho también escribir. Me encanta esa parte creativa, tengo la oportunidad de crear contenidos (cuentos y contenido interactivo para niños), y tengo una relación muy estrecha con el español, me encanta nuestro idioma, toda la parte gramatical me fascina.»
«Por cierto —dice Valentina de repente—, también escribí un libro.» Se titula Entre el mar, el sol y la luna y es una novela autoeditada que se imprime por pedido. Me cuenta que es una historia de ficción que trata sobre la muerte desde una perspectiva optimista. La protagonista hace una regresión y navega sus vidas pasadas para reflexionar sobre sus traumas y «entender que hay ciertas cosas que salen de tu control, que vienen quizás de otras vidas, de tu pasado, que tienes que perdonar, sanar para poder salir adelante, pero que te afectan. Principalmente quiero hablar de cómo te cambia la muerte de un ser querido».
De vuelta en Anton, me explica que es «una aplicación educativa para el colegio, tipo Duolingo o Babbel pero para niños». Hoy cuenta con más de 5 millones de descargas. Es la plataforma que ayudó a dar el salto digital y enseñar desde las casa cuando llegó la pandemia. Se puede usar de forma privada, pero en este caso fueron las mismas escuelas en Alemania las que impulsaron su uso y Anton se estableció sin hacer marketing.
Tiene versiones en diferentes idiomas y lentamente se está extendiendo su uso en Latinoamérica, comenzando por México. «Antes era para la primaria pero ya migramos a preescolar, estamos empezando secundaria también, para español. La versión alemana es supergrande aquí, cosa que no sabía hasta que entré. Tenemos materias como matemáticas, ciencia, historia, música, idiomas. Tenemos literalmente todo en diferentes idiomas. Nuestra aplicación está enfocada cien por ciento en el currículum latinoamericano, lo que es muy nice. Tiene mucho trabajo porque todos los países tienen sus diferencias, no solamente habladas. Obviamente necesitas conexión a internet y la puede usar cualquier persona. Y es muy bonito ver cómo nos escriben padres y hasta adultos diciéndonos estoy aprendiendo. Y lo mejor es que es gratis.
«Berlín siempre va a ser mi hogar porque fueron ocho años de mi vida.
Mis veinte.»
»Entonces, a mí me hace sentir muy bien saber que estoy trabajando en algo que está aportándole a la comunidad y que estoy haciendo algo por alguien más. No solo estoy trabajando pa’ ganar dinero.
Para usarla hay que descargada y escoger un avatar y la escuela. Se introduce una dirección de correo y ya se puede comenzar. Los capítulos finalizan con una prueba y los alumnos obtienen estrellas como premio. Las monedas virtuales se pueden canjear por artículos para su avatar, como un sombrero, o jugar juegos, lo que se conoce como gamification, esa gratificación que busca mantener la motivación de los alumnos.
El equipo de trabajo de Valentina tiene unas 45 personas y está compuesto por autores, desarrolladores de software, profesores, diseñadores, físicos y lingüistas. «Venezolanos, colombianos, ecuatorianos, argentinos, mi jefe mexicano y tenemos a un español. Es súper nice porque cada uno tiene su punto de vista: mira, yo digo cambur, tú dices banano, la otra dice guineo, la otra dice plátano. Entonces ahí empezamos a ponernos de acuerdo sobre las palabras.»
Le pregunto si trabajar en una startup es tan cool como lo pintan. «Para mí es supercool. Yo estuve en un bufete de abogados, un ambiente muy corporativo, no me gustó para nada, me pareció muy tóxico. Trabajar en un startup como Anton me ha parecido una experiencia superbonita porque siento que todos estamos alineados, sobre todo que no hay jerarquías y eso se lo toman muy en serio. Tú sabes que está la cabeza que toma decisiones, pero esa cabeza se sienta a comer contigo, echa bromas, está en la fiesta, baila, rumbea. También lo bonito es ver cómo todo va creciendo. Cuando llegué tenían un solo piso, ahora tenemos dos más. Ahora tenemos cocina. Antes no habían tantas laptops para quienes no tenían.»
En la tienda de donuts ponen una canción de Manu Chao. La camarera israelí se muestra emocionada con nuestra presencia porque ella habla «un poquito de español».
Le pregunto a Valentina que cuándo piensa irse. Me dice que junio o julio (en el momento en que publicamos la entrevista ella ya ha dejado Berlín). ¿A Orlando? «No, me iría para Tampa, ahí está mi mejor amiga.»
Muchos amigos se fueron de Venezuela para el Norte. «Mis amigos más cercanos están allá. Y mi papá siempre estuvo muy en contra de que me fuera para Estados Unidos. “Quédate allá, Europa es mejor.” Hablé con él por su cumpleaños en marzo y me dijo ¿por qué no te vas?, tienes a la familia, estás cerca. Cuando me lo comentó, dije no, esto ya es demasiada señal. Él, que siempre estuvo tan en contra, y que me esté diciendo “no lo veas como algo que tiene que ser para toda la vida”.»
Su plan es quedarse al menos unos dos años y capitalizar lo adquirido en Europa. «No es como aquí, que uno es más del montón, otro más que habla tres, cuatro idiomas; otro más que se graduó en Alemania. Entonces quiero ver si puedo sacarle más jugo a mi potencial.»
¿Qué vas a extrañar? «Lo venía pensando hoy. Creo que voy a extrañar saber donde está lo que me gusta. Sé que si voy a Hackescher Markt tengo el Latino Point y ahí están mis cositas latinas, sé lo que compro. Si me voy para Mitte, a Oranienburger Tor, tengo ahí mi puestico de ramen que amo y adoro forever. Ese tipo de cosas. También siento que me va a hacer falta un poco la vida de caminar; me muevo en tren, en U-Bahn, en S-Bahn, en Tram.» También va a extrañar el Volkspark de Wilmersdorf y la pizzería allí. «Mi área siempre ha sido Schöneberg-Wilmersdorf y tengo un amor muy grande por ese barrio. Ha sido mi hogar.»
Es de los primeros días soleados del año y algunos cafés cerraron temprano. Parece que todo el mundo se arroja a la calle como perros sedientos, persiguiendo el astro que poco ha brillado los últimos meses sobre la urbe. Los pastos y las bancas de los parques están repletos, las heladerías están abarrotadas de gente. Me pregunto cuántas de las personas que veo son locales, cuántas están de visita, cuántos vienen llegando o se van yendo. Entonces Valentina dice que va a ver a unas amigas al Tempelhofer Feld y a mí me atraviesa la ironía del aeropuerto fuera de servicio, del lugar desde el que ya no es posible partir sino solo quedarse a pasar la tarde o quizás atravesar las enormes pistas vacías en una caminata eterna.